El Tribunal Supremo (TS) ha ratificado una sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional que se basó en la declaración del propio reo, sin contar con más elementos probatorios. El detenido se autoimputó durante el interrogatorio policial pero luego, cuando fue conducido ante el juez, se desdijo y alegó que había confesado bajo tortura.
La resolución de la Sala de lo Penal del TS ha contado con dos votos desfavorables. Uno de los discrepantes, el magistrado Andrés Martínez Arrieta, ha señalado que la sentencia «supone una clara regresión en el ámbito de protección de los derechos en el proceso penal» porque las declaraciones autoinculpatorias realizadas en sede policial «pueden ser fuente de prueba, pero no son medio probatorio».
Escribo yo estas líneas no para discutir sobre el caso concreto, ni para pretender la inocencia del reo, sino para cuestionar el criterio general empleado por el TS.
Apoya el Tribunal su resolución en que la declaración del detenido ante la Policía se realizó con las debidas garantías. Eso introduce ya un primer elemento polémico. «Las debidas garantías» previstas por la ley española no son, a juicio de muchos (Amnistía Internacional, por ejemplo), suficientes, porque el detenido no tiene derecho a ser asistido en todo momento por un abogado de su elección y porque los interrogatorios no son grabados, lo que impide constatar de qué modo se realizaron.
Pero mi objeción va más lejos. En mi criterio, no ya lo testificado ante la policía, sino incluso lo que el acusado declara ante el tribunal debe tomarse como fuente de prueba, pero no como prueba. Hay que ratificar (literalmente: comprobar) que lo que dice es verdad. Hay que investigar en los hechos, más allá de las palabras. Porque un detenido puede confesar porque es la verdad, pero también porque le pegan, o porque le amenazan, o tal vez porque pretende proteger a otras personas, culpables o no, o porque busca un autocastigo de origen psicótico... Las posibilidades son muchísimas.
Cada cual es rehén de su propia historia. Yo como cualquier otro. De modo que, cuando se plantean asuntos de este tipo, me acuerdo siempre de los procesos de Moscú, de los que se sirvió la burocracia soviética encabezada por Stalin para desembarazarse de sus oponentes políticos.
En el proceso que sentó en el banquillo de los acusados a Nicolai Bujarin, éste, que había sido durante años la «joven promesa» predilecta de Lenin, se declaró culpable de toda suerte de crímenes, que hoy en día sabemos que no había cometido, ni de lejos. Bujarin los admitió porque había sido muy severamente informado de que, de no hacerlo, su mujer y su hijo pagarían las consecuencias.
Se acobardó, por así decirlo. Optó por morir él para salvar a los suyos.
Cuando el fiscal le preguntó si las acusaciones eran ciertas, respondió que sí. Pero, pensando que quizá alguien entendería algún día sus palabras, añadió una coletilla. Dijo: «Me declaro culpable. Pero quiero que conste que basar una condena tan sólo en la declaración del reo es un principio de la Inquisición española».
El episodio histórico siempre me ha conmovido.
Cuando leí el otro día la noticia sobre la resolución adoptada por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo español no pude evitar acordarme de Nicolai Bujarin.
Y de la Inquisición española, claro.