Los dirigentes del PP se declaran muy preocupados por lo que pueda suceder con la igualdad y la solidaridad entre los ciudadanos españoles cuando entre en vigor el nuevo Estatut catalán, y así lo proclaman en cuanto tienen ocasión, venga o no venga a cuento.
El sábado fue el turno del secretario de comunicación de los populares, Gabriel Elorriaga, que aprovechó el informe sobre una posible reforma de la Constitución, recientemente emitido por el Consejo de Estado a petición del Gobierno, para hablar de cómo el Estatut «compromete la idea de igualdad y solidaridad de los ciudadanos recogida en la Constitución».
No arredró para nada a Elorriaga que el informe del Consejo de Estado no se refiera ni poco ni mucho al Estatut, sino a las reformas de la Constitución que preconiza Zapatero (a saber: la eliminación de la preferencia del varón en la sucesión a la Corona, la reforma del Senado, la adaptación de la Constitución española a la europea y la denominación de las comunidades autónomas). Tampoco pareció inquietarle gran cosa que el Consejo de Estado haya estudiado la vía que habría de seguirse para aplicar el artículo 168 de la Constitución, y no el 92, que es el que invoca Rajoy para reclamar su referéndum. (Puso buen cuidado, eso sí, en desmarcarse de las sugerencias concretas del supremo organismo consultivo del Gobierno, que ha propuesto, en suma, la elección de nuevas Cortes constituyentes: en las antípodas de lo que el PP pretende.)
Los dirigentes populares hablan de «la igualdad y la solidaridad entre los ciudadanos españoles», pero en un sentido muy restrictivo. De hecho, no piensan realmente en los ciudadanos. De hacerlo, no ceñirían sus ansias igualitarias y solidarias a la comparación entre las comunidades autónomas. Empezarían por denunciar las escandalosas diferencias de clase que existen en España, cuya lacerante evidencia convierte en puro sarcasmo cualquier apelación a «la igualdad y solidaridad de los ciudadanos recogida en la Constitución».
Los dirigentes del PP no están obsesionados, ni mucho menos, por igualar en calidad las condiciones de vida y existencia del conjunto de los ciudadanos españoles. No ya por igualar; ni siquiera por aproximar. En caso contrario, habrían aprovechado su prolongado paso por el Gobierno de España para dar un fuerte impulso al desarrollo económico de las comunidades autónomas menos avanzadas. Lejos de ello, cuando desalojaron el Gobierno dejaron las desigualdades interterritoriales tan patentes como lo estaban antes de su llegada a La Moncloa.
No juzgaré lo que pretenden. No soy nada amigo de los juicios de intención. Me limitaré a decir lo que hacen: crear en la población española –del Ebro para abajo, por así decirlo– la idea de que las comunidades autónomas «ricas» no quieren saber nada de las «pobres», y que sólo se interesan por el cultivo de sus diferencias: su lengua, sus «privilegios», su «patria chica»...
Nada importa el monto contante y sonante de su aportación a la solidaridad interterritorial. Tanto da que la gran mayoría de sus medios de comunicación sigan funcionando en castellano. Es filfa que contribuyan de manera destacada a la presencia de España en el mundo.
No es cosa de permitir que la realidad arruine las posibilidades electorales de una buena campaña demagógica.
Nota de edición: Javier publicó una columna de igual título en El Mundo: La inoportuna realidad.