Tengo una gripe de mil demonios. Se me instaló entre pecho y espalda el pasado fin de semana y ahí está, desplazándose entre los pulmones y las narices, a su aire.
Empezó a darme la vara obligándome a toser sin parar. Cuando se cansó, la emprendió con la cosa de los estornudos.
Puestos a escoger, yo prefiero los estornudos. La tos me duele en el pecho. El estornudo, en cambio, tiene un efecto liberador. A veces, en tiempos de salud, lo provoco yo mismo, mirando cualquier fuente lumínica. Expongo a la luz mis fosas nasales y, en cosa de nada, estornudo. No sé por qué, pero funciona. Y me deja bien. Lo que pasa es que lo poco agrada, pero lo mucho enfada. Voy a ejercitarme como inventor de refranes: «Al día un estornudo, cojonudo; diez estornudos al minuto, desastre puto». Eso, por decirlo en plan fino.
Metido en el estado febril propio de la gripe, me pongo a revisar el pasado. Me acuerdo de las muchas gripes que me tocó padecer cuando era trabajador por cuenta ajena. Las tenía de dos tipos: bienvenidas y malvenidas. Había épocas en las que estaba hasta los mismísimos del curro y que, cuando me encontraba mal y me ponía el termómetro, miraba con verdadero cariño la demostración práctica de que estaba hecho unos zorros. ¡38,5º C! ¡Yupi! A casa, a la cama y a razón de tres películas por día!
Sucedía en otras ocasiones que la cosa vírica se me venía encima cuando estaba metido en algún asunto profesionalmente apasionante. En cuyo caso, me enfurecía. Entonces no me ponía el termómetro o, en el caso de que me obligaran a hacerlo, no hacía ningún caso del resultado. «¿38,5º C? ¡Que se joda!», decía. Y seguía trabajando cual fiera corrupia.
Lo que no me preocupaba, en ninguno de los dos casos, es lo que iba a suceder a fin de mes. Porque, me tomara la enfermedad como me diera la gana, cobraba lo mismo. El Estado del Bienestar sirve para que, en caso de malestar, te paguen igual.
Ahora, por culpa de mi mala cabeza, ya no trabajo para una empresa económicamente solvente, sino para mí mismo. Soy Ortiz Sociedad Limitadísima, empresa que se compone de un solo patrón y un solo obrero, dos y uno solo, a la vez. Y cuando se trabaja, se cobra. Y cuando no, pues no. ¿Que el operario Ortiz no se presenta en las dependencias de Pásalo el martes a las 15:45, para que lo maquillen y pueda salir a las 16:00 diciendo chorradas en la tertulia correspondiente? Pues qué mal para él. ¿Y que no está disponible el miércoles a las 08:30 para la tertulia de Radio Euskadi? Pues lo mismo. ¿O que llega un domingo o un miércoles y no puede mandar nada a El Mundo para que se lo saquen al día siguiente en forma de columna? Pues todavía peor. No le pagan ni un euro, et puis c'est tout.
Resultado: te viene la gripe, la pliegas con mucho cuidado, te la metes en la cartera, haces como que no y sigues trabajando igualito.
Nota bene.– Los párrafos anteriores fueron escritos por Javier Ortiz el martes 14 de febrero, a las 10:15 de la mañana, con 38,5º C de temperatura corporal y justo antes de acudir al aeropuerto de Madrid para que un avión lo condujera a Bilbao y pudiera participar en la tertulia de Pásalo. Nuestro hombre lanzó la consigna: «¡Curro o muerte! ¡Perderemos!» Pero estaba tan débil que nadie percibió su hilillo de voz.
Regresó a la capital del Reyno a última hora de la tarde. El taxista que lo condujo a casa se le confesó seguidor del Atlético de Madrid. «Yo soy de la Real, así que tenemos hasta muertos de por medio», le dijo Ortiz, sardónico. El taxista le entendió: «Bueno, pero hoy tenemos un enemigo común». «Ah, es verdad», dijo Ortiz. «A ver si gana el Zaragoza». Y el taxista, más entendido que él, le respondió: «No. Que gane el Madrid 4-0.»
Sádico, pero astuto. Y encima acertó.