Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. "He leído en 'Le Monde' que ha salido la clasificación de los 50 mejores restaurantes del mundo", me dice. "Ya. ¿Y?", le pregunto. "Pues que hay datos curiosos. Por ejemplo, que entre esos 50 del no-va-más de la gastronomía mundial haya seis restaurantes de por aquí. Francia es la que tiene más en la lista: nueve. Pero, fíjate, Italia, con toda su tradición, sólo cuatro. ¡España está en segundo lugar en el ránking mundial!"
Me conozco el percal, y ya sé que Gervasio no me llama para rivalizar con la guía Michelin en versión telefónica.
–Venga, ya, dime: cuál es la gracia.
–Pues que de los seis restaurantes que figuran en el epígrafe Spain, tres son vascos y tres catalanes. ¡No hay ni uno solo que esté fuera de las dos «regiones traidoras»! –exclama, poniendo tono sarcástico.
–Ya me lo suponía –le respondo–. Estará El Bulli...
–¡El primero del mundo!
–...Y Arzak...
–¡El noveno! Pero, agárrate: ¡al Mugaritz, de Rentería, le han dado el puesto décimo! Están también Martín Berasategui, el Racó de Can Fabes y el Celler de Can Roca.
–Pues, qué quieres que te diga, no me alegra demasiado. Supongo que eso les animará a subir todavía más los precios. Porque, no sé si lo sabes, Gervasio, pero hay alguno de esos restaurantes que has mencionado en el que el menú del día sale por 90 euros. El menú del día, ¿eh?
Gervasio, que me había llamado con ganas de hacer una proclama de la excelencia catalano-vasca –era evidente–, se me molesta.
–¡Oye, que nadie te obliga a ir a comer a ninguno de ellos! –me increpa.
–Por supuesto. De hecho, de todos ellos, sólo he estado en uno, Arzak (que no es de los más caros, y del que salí relativamente contento). Pero, para mí, la cuestión no es sólo de precio, que también, sino de contenido. No simpatizo con los criterios que llevan a considerar estupendísimos algunos restaurantes. Se ve que no soy nada exquisito, pero a mí un plato de esos que llaman –es un decir– «Huevo de codorniz roto sobre un fondo de alga marina con sopa gelatinada de boletus y glasé de trufa del Piemonte, con aroma de vinagre de Módena y virutas de rábano de raíz pequeña», y que luego, cuando te lo sirven, ocupa mucho menos espacio que su nombre, pero vale sus buenos 50 euros, la verdad es que me pone mal cuerpo.
Dejo la conversación con Gervasio, que se queda frustrado.
No trato de decir que esas exquisiteces no sean realmente exquisiteces, sino soplapolleces. No me cuesta nada reconocer que hay paladares mucho más finos que el mío. Pero sí estoy dispuesto a discutir que hay muchos arreglos florales gastronómicos que, lejos de servir para realzar los sabores naturales de los productos, los matan, convirtiéndolos en otra cosa. Al modo de algunos cocineros chinos de por aquí, que son capaces de conseguir, salsas mediantes, que no te des cuenta de que las gambas que estás comiendo tienen más años que Fraga.
En mi última mitología gastronómica particular guardo registrado un pequeño restaurante de un pueblecito de A Costa da Morte, en el que tomamos hace cosa de mes y pico unos percebes de quitar el hipo y unos cortes de buey a la brasa que me habrían quitado el hipo si no se lo hubieran llevado para siempre los percebes. Todo ello animado por un vino de A Tapada (Valdeorras) más que estimable. Y a un precio que, de puro discreto, llegó a parecernos equivocado.
Mi idea de la gastronomía –ignorante que soy– es muy simple: en lo fundamental, se trata de conseguir productos de primera y hacer lo posible por cocinarlos sin estropearlos. (Aunque a veces hay que cocinar, ya lo sé: los calamares en su tinta no salen del mar ya hechos, por ejemplo.)
Pero hay en todas estas discusiones –incluyendo en ellas mis propios puntos de vista, tan favorables a las alubias de Tolosa, el arròs en costra, el gazpacho andaluz y demás buenos viejos platos sobradamente probados en toda la geografía local y en buena parte de la foránea– algo que me incomoda profundamente, y que me parece que tiene no poco de impúdico, y hasta de pornográfico.
Lo comenté el martes pasado en la televisión vasca cuando salió la noticia de que nueve cocineros vizcaínos –creo que eran nueve– estaban regalando los estómagos de la gente de alto copete que deambula por la sede de las Naciones Unidas en Nueva York: «Pues, nada», dije. «A ver si convencen a los hambrientos del Tercer Mundo de las ventajas de la nueva cocina vasca».
Ya sé que, tal como está el mundo, los de por aquí arriba comemos, y algunos a veces incluso hasta muy bien, en tanto los de abajo comen poco, y muchísimos incluso hasta muy mal. Pero una cosa es que las cosas sean así, mientras seamos incapaces de cambiarlas, y otra es que los que comen bien se lo restrieguen por las narices a los muertos de hambre.
Y es que hay exigencias que provienen de la ética, pero otras que, además, vienen también dictadas por la estética.