Atención informativa estelar al crimen de Fago –aquí, en cuanto una noticia despierta amplio interés, los medios de comunicación la explotan hasta el agotamiento– y regreso estelar de toda la batería de tópicos sobre «la España profunda».
Lo de «la España profunda» tiene algún sentido cuando se trata de historias del género de La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado, o de La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, o –por citar una historia real y relativamente reciente– del crimen de Puerto Hurraco. Es decir, cuando se habla de la España más renegrida y rancia, atenazada por los dogmas de la Iglesia ultramontana y por los imperativos de supuestos valores, casi todos ellos heredados del Medievo (que si el honor, que si la honra, etc.), que son asumidos como una obligación fatal, aunque lleven a la perdición de quienes se someten a su dictado.
Lo sucedido en Fago no es de ese género. Es cierto que en los conflictos típicos de las tragedias de «la España profunda» suelen mezclarse litigios relacionados con herencias, lindes, afrentas, venganzas y demás, pero no todos los enfrentamientos por causas de ese tipo remiten a «la España profunda». Los hay perfectamente actuales; de muy reciente cuño.
Fago es un pequeñísimo pueblo, con un padrón municipal que no rebasa la treintena de personas, de las cuales sólo una veintena reside de continuo en la aldea. Tiene una población mucho menor que la de una escalera corriente de cualquier edificio de cualquier ciudad. En las pequeñas congregaciones como ésa, los roces y las reyertas son frecuentes, como sabe cualquiera que esté al tanto de los asuntos que suelen nutrir el orden del día de las reuniones de las comunidades de propietarios. Sucede que en las ciudades, o en los pueblos de tamaño mayor, hay dos factores que previenen el paso a mayores. El primero es la presencia de agentes coercitivos del Estado. O sea que, si alguien empieza a desmandarse, aparece la policía. El segundo, para mí aún más importante, es que la población de las ciudades no tiene un trato familiar con las armas de fuego. En las zonas agrarias, en cambio, sí.
Como saben los lectores habituales de estos apuntes, yo vivo buena parte del año en una casa aislada que tengo en un pueblo de la montaña alicantina (próxima a la costa, pero montaña). Aunque se está turistizando a marchas forzadas, mi pueblo aún conserva no sólo una cierta producción agrícola, sino también buena parte de su cultura de campo. Es muy corriente que quienes viven en casonas separadas del pequeño núcleo urbano tengan armas. En cierta ocasión, un vecino me preguntó: «Y tú, ¿no tienes una escopeta de caza?». «¿Y para qué la querría? Yo no cazo», le respondí. «¡Pues para protegerte de los ladrones, por ejemplo!», me dijo. «¡Peor me lo pones!», le contesté. «Si aparecen ladrones, que roben. Estoy asegurado. Yo no disparo contra una persona ni aunque me aspen». Se me quedó mirando con una sonrisita de conmiseración. Era evidente que estaba pensando: «¡Cómo son estos señoritos de ciudad!» Con independencia de que no se haya producido en el pueblo ningún incidente grave en los 15 años que llevo en él (que yo sepa), son bastantes los que tienen interiorizado el recurso a la violencia como algo que no hay por qué descartar.
Es llamativa la gran cantidad de pendencias que se resuelven a tiros en los Estados Unidos de América. Nada que ver con Europa. La explicación de esa realidad hay que buscarla en la mezcla de dos factores. Uno, objetivo y clave: una parte importante de la población está armada. Otro, subjetivo: también es elevado el porcentaje de personas que cuentan con una educación tosca, en la que la violencia merece una valoración ambigua, en el mejor de los casos.
Santiago Mainar, el presunto asesino del alcalde de Fago, era propietario, aparte de la escopeta de postas con la que se dice que dice que cometió el crimen, y que aún no ha aparecido, de otra escopeta y de una carabina. Estoy seguro de que el resto de los vecinos de Fago tampoco está desarmado. He vivido en comunidades de vecinos que, de contar con arsenales como ésos, no quiero ni imaginarme cómo podrían haber acabado.