Se inaugura mañana en París una gran exposición titulada Il était une fois Walt Disney («Érase una vez Walt Disney»). Parece que han tirado la casa por la ventana y que va a tratarse de un tinglado tan espectacular como bien montado.
Suele decirse que es un rasgo propio de la senectud la capacidad de recordar mejor lo ocurrido hace cuatro o cinco décadas que lo sucedido la pasada semana. No estoy muy seguro de que sea así. Sospecho que en no pocas ocasiones lo que recuerda el viejo o la vieja no es lo que realmente pasó, sino la recreación que de ello fue haciendo con el paso del tiempo. No lo tengo observado en mí mismo –sería difícil–, pero sí en gente próxima, que cuenta sucesos que yo presencié y los cuenta añadiendo y quitando elementos a su guisa, sin tener conciencia de que los está falsificando. Algo muy típico es que incorporen al suceso dichos o hechos suyos que pensó a toro pasado que debería haber dicho o hecho, pero que ni dijo ni hizo realmente.
Yo tengo muy marcados en la memoria bastantes sucesos de mi infancia y, aunque también es posible que los haya deformado en el recuerdo, tiendo a pensar que no, porque son casi todos bastante desagradables. Algunos hay que los conservo bastante fielmente porque me propuse que así fuera. Adquirí esa costumbre a partir de un día en el que oí a mis hermanos mayores contar lo bien que se lo pasaban de críos en el colegio con las travesuras que hacían. Como quiera que entonces yo era crío, estaba en el mismo colegio y no me lo pasaba nada bien, ni mucho menos, y las travesuras me salían muy caras, pensé: «Cuando sea mayor, me acordaré de que en el colegio me lo paso fatal». A partir de ahí, fui haciendo una selección de hechos de ese tipo, fijándome siempre en las historias que los mayores contaban de su niñez y que para mí era evidente que no tenían apenas nada que ver con la realidad de la infancia.
Una de las cosas que más me tocaban las narices era la manía de los mayores de dar por hecho que la gente menuda es inocente, cándida e ingenua y está henchida de buenos sentimientos. Mi experiencia concreta –el conocimiento de los niños que me rodeaban y la evidencia de mi propio comportamiento– me indicaba a las claras todo lo contrario. Podríamos ser todo lo ignorantes que se quisiera, pero de inocentes, nada. Más bien perversos, crueles e implacables.
De aquella conciencia inicial nació con el tiempo mi convencimiento de que los niños, por lo general, son fascistas espontáneos, a los que sólo un trabajo sistemático de educación puede convertir en verdaderos demócratas.
Disney lo sabía. Por eso sus historias rezumaban –y siguen rezumando– violencia, sexismo, crueldad, clasismo y, en general, ganas de fastidiar. Todo ello, eso sí, edulcorado y disfrazado de falsa ingenuidad. Es lo que explica lo mucho que sus cuentos han gustado siempre a los niños.
Disney fue siempre niño. O sea, un fascista irredento.