Pocas veces la vida política habrá proporcionado un ejemplo de caradura más espectacular que el que ofreció José María Aznar el pasado viernes en la Convención Nacional del PP cuando afirmó que su Gobierno nunca pretendió negociar con ETA; que sus representantes acudieron a Zúrich únicamente para comprobar si el «movimiento vasco de liberación», como llamó él a ETA entonces, estaba dispuesto a rendirse o no. Pérez Rubalcaba reaccionó rápidamente, ridiculizando la idea de que Aznar hubiera podido enviar a tres de sus asesores principales a Suiza tan sólo para decir a la delegación de ETA, como si fuera un chiste de Gila: «Que pregunta mi jefe que si se rinden. Y que si no, nos vamos».
Pero la cuestión no es que la pretensión de Aznar resulte inverosímil: es que se sabe que es falsa.
El 1 de mayo de 2000, Gara publicó el texto del acta que levantó la representación de ETA de su reunión con los comisionados del Gobierno de Aznar. En aquel acta, se entrecomillaba lo dicho en la reunión por uno de los enviados del Ejecutivo de Madrid: «No pensamos que ETA se va a rendir (...) No venimos a la derrota de ETA». Tras la publicación del documento, miembros tan cualificados del equipo de Aznar como Jaime Mayor Oreja lo comentaron sin desmentir ni una coma de lo que en él se afirmaba.
Hay documentación abundante de la época que revela que el entonces presidente del Gobierno era partidario de hacer exactamente lo mismo que pretende ahora Zapatero, a saber: de un lado, negociar con ETA su abandono de las armas; del otro, aceptar la creación de foros de discusión política con presencia de la izquierda abertzale. El 2 de mayo de 2000, El Mundo, que tenía por entonces cauces de comunicación privilegiados con el Gobierno de Aznar y con el propio Aznar, publicó un editorial titulado «Cuando ETA da tantas explicaciones, mala cosa», en el que decía: «El escrito que ETA elaboró a modo de acta de la reunión viene a reconocer que aquella conversación fue un perfecto diálogo para besugos: los enviados del Gobierno repitieron por activa y por pasiva su mensaje –en resumen: que querían establecer un cauce de diálogo con la banda terrorista que permitiera abordar el cese definitivo de la violencia–, en tanto los representantes de ETA insistieron una y otra vez en que lo que querían era que se les dijera si el Gobierno estaba dispuesto a aceptar “el proceso en curso en Euskal Herria”, es decir, el derecho de autodeterminación.» Y proseguía: «ETA demostró que ese diálogo le quedaba muy grande. No entendió que aquel no podía ser de ningún modo un foro para debatir problemas de estrategia política, porque para eso están las organizaciones políticas –incluidas las de la propia izquierda abertzale– y las instituciones democráticas.»
El Mundo marcaba claramente el planteamiento que ahora se llama «de dos mesas»: una, del Gobierno con ETA, para negociar el cese de la violencia; otra, entre las organizaciones políticas «incluidas las de la propia izquierda abertzale» para «debatir problemas de estrategia política» (entre los que el diario citaba la propia autodeterminación).
A mí no me inquieta que haya políticos como Aznar, capaces de negar lo que sea (o, a la inversa, de afirmarlo: recuérdese con que énfasis sostuvo que tenía pruebas concluyentes de que Sadam Husein contaba con armas de destrucción masiva). A mí lo que me preocupa realmente es que la falta de memoria de la sociedad, con los grandes medios de comunicación a su cabeza, llegue al extremo de tolerar que un dirigente político pueda sostener que hizo lo contrario de lo que hizo y no se le abrume con las pruebas incontestables de su falsedad, dejándolo en el ridículo y obligándolo a abandonar la escena.
Pero no nos llamemos a engaño: la falta de memoria de la sociedad es resultado del trabajo consciente e interesado de quienes se dedican a diario al borrado de la memoria colectiva.