Mi vida en Aigües es muy plácida. Aigües –lo cuento para quien no suela recalar en esta página– es el pueblecito del Mediterráneo cerca del cual tengo la casa en la que vivo parte del año y el verano entero. Casa Ortiz, que es como bauticé el enclave en un rapto de grandiosa originalidad, está en una colina apartada y cuenta con un buen pedazo de terreno a su alrededor en el que hay bastantes árboles y plantas diversas, entre ellas un tomatero de amplio espectro (me veo en la obligación de utilizar sus pequeños frutos para cualquier quehacer culinario) y un generoso surtido de aloe vera, cuyas propiedades medicinales Charo, mi mujer, está empeñada en demostrar que son infinitas.
Bueno, decía que mi vida en Aigües es muy plácida. Me levanto cuando me da la gana (salvo cuando tengo que bajar a Alicante, para ir a la radio), veo amanecer sobre la montaña, desayuno, doy de comer a los gatos, hago tareas rutinarias de limpieza y mantenimiento...
En todo ese tiempo, la paz en el valle, bajo mi casa, es absoluta. Ni el más mínimo rastro audible de la existencia de la especie humana.
Supongo que es eso lo que hace que, cuando finalmente me siento ante el ordenador, me conecto a internet y leo la prensa del día, mi sensación de extrañeza con respecto al mundo noticiado sea total.
Cuando estoy en Madrid no me ocurre nada semejante. Allí, el ruido del tránsito y el movimiento de la mucha gente que acude a trabajar cuando todavía es de noche consiguen que me parezcan normales las noticias sobre bombardeos, accidentes, naufragios, opas hostiles, índices bursátiles, pasarelas de moda y consejos de ministros. Pero aquí, en Aigües, en medio de este silencio que hace que hasta zumben los oídos, cuando leo los periódicos o escucho la radio me parece oír una voz interior –quizá la de mi otro yo, el inconsciente– que me dice, como Jesús a María en las bodas de Canaá: «¿Y a ti y a mí que nos va en esto?»
Sientes que el mundo «normal», exterior, es apocalíptico. Que no sólo le suceden toda suerte de desgracias, sino que además muchas de ellas, si es que no la mayoría, son absurdas, delirantes.
Pero reflexionas. Y te das cuenta de que no es que todo lo demás carezca de sentido, sino que tú te has metido –felizmente, por un tiempo– en una burbuja incontaminada, artificial a fuerza de natural, que te mantiene al margen de la realidad. Porque la realidad mayoritaria, por desgracia, es la otra.
Y vuelves a maldecir lo mal que está todo. Y vuelves a escribir sobre ello.