Me escribe un buen amigo de Cantabria contándome las impertinencias y los desplantes chulescos que le tocó soportar en un organismo de la Administración regional al que por su desgracia hubo de acudir. Se pregunta si es demasiado pedir que los funcionarios traten con educación a los ciudadanos.
No, no es mucho pedir. A decir verdad, es lo menos que se les puede pedir.
Para casos similares, yo utilizo una técnica que suele darme buenos resultados. Cuando algún género de funcionario –a poder ser policía– se me dirige en términos incorrectos, le digo: «Perdone usted. El sueldo que cobra cada mes se lo pago yo, con mis impuestos. De modo que es usted mi empleado. Haga el favor de tratar educadamente a su patrón.» Os aseguro que en la mayor parte de los casos el receptor del chorreo se queda perplejo y cambia de tono, para bien.
Mi amigo cántabro me manda ese correo porque recuerda que alguna vez hemos hablado de la importancia de la buena educación. De las buenas maneras, que se decía antes.
Hace años que considero que los modales –otro término en desuso– son un elemento clave de la convivencia. Mínimo, tal vez, pero clave. Se trata de facilitar la vida a los demás. De no poner a nadie más inconvenientes de los imprescindibles. Aunque no te caiga simpático. Aunque te repatee, incluso. El trato educado reduce las contradicciones al mínimo vital: pones a caldo a quien sea, pero sin levantar la voz, sin aludir a aspectos personales innecesarios, sin pretender herirle sino en las heridas que él mismo ha expuesto a la luz pública.
Las formas son importantísimas. La propia democracia es cuestión de formas.
Hay una cierta izquierda que desprecia los buenos modales. Los considera hipócritas. A mí, en cambio, me parecen fundamentales. De principio, incluso.
Estoy seguro de que si los dos bandos españoles que se enfrentaron en la Guerra Civil de 1936-1939 hubieran tenido un comportamiento educado, el millón de muertos que produjeron se habría quedado en 50.000, como mucho.
Tendrían ahora el agradecimiento de 950.000 familias.