Los lectores de estos apuntes no son como los que de vez en cuando detienen la vista en las columnas que me publica el periódico. Por regla muy general, casi unánime, los que recalan a diario en este rincón de la Red saben de qué voy. A veces polemizamos algo, pero siempre partiendo de muchos sobreentendidos mutuos y sin la menor gana de ofendernos mutuamente. En cambio, algunos de los que me leen en El Mundo no sólo desconocen mi línea de pensamiento, sino que incluso me presuponen la opuesta, dando por hecho que alguien que publica en ese medio tiene que estar de acuerdo con su línea editorial. Es un equívoco que puedo entender. Lo que me fastidia es que, cuando me escriben atribuyéndome una ideología que no es la mía y les contesto llamándoles la atención sobre la conveniencia de leer bien lo que leen antes de criticarlo, no tengan el pundonor elemental de admitir su yerro.
La autocrítica es una práctica que considero sanísima –básicamente porque lo es–, pero que, según me toca comprobar con desagradable frecuencia, cuenta con muy pocos adeptos.
A veces la aversión por la autocrítica resulta escandalosa, e incluso ridícula. El País tiene un empleado, que se pretende defensor del lector, que todas las semanas perora sobre fallos de escasa monta cometidos por redactores de base o jefecillos de quinta fila, haciendo como si no viera los aparatosos atentados contra la deontología profesional que sus jefes practican cada dos por tres en las propias portadas del diario. La última, casi cómica: dedican la foto de primera página del domingo a mostrar que De Juana da paseos por el exterior del hospital en el que convalece –lo cual se supone que les resulta muy llamativo, porque en caso contrario no lo resaltarían como noticia principal de la portada– y al día siguiente se las dan de sorprendidos porque el PP denuncia esos paseos de De Juana, fingiendo que les llama la atención que la derecha se centre en una historia que ellos mismos han cocinado, sirviéndosela en bandeja a Rajoy, Acebes y Zaplana.
Sin salir de la misma empresa: a lo peor me equivoco, porque no oigo a diario El Larguero de la Cadena Ser, pero me da que su director, De la Morena, está por explicar por qué se empeñó en afirmar reiteradamente que Ronaldinho, el futbolista del Barça, padecía la llamada enfermedad del beso, poniendo de vuelta y media al club catalán por no admitirlo, cuando la participación del propio jugador en un partido inmediatamente posterior desmintió la presunta noticia. Si patinó, debería admitirlo, dando idéntica relevancia a la rectificación que la que dio al bulo.
Y ya que estamos en ello: anteayer, oyendo la noticia del nacimiento de la segunda hija de Letizia Ortiz, recordé que hace algunos meses yo también me hice eco, aunque con reservas, de otro bulo. Me contaron muy seriamente que la primera hija de esa pareja era sorda y que la Casa Real no quería admitirlo, y yo di pábulo al rumor y contribuí a difundirlo. Es cierto que insistí en que, si era sorda, pues qué. Pero lo conté, fiándome de una fuente que resultó fallida, y no debería haberlo hecho. Con lo cual ahora me toca admitirlo, y no hacerme el longuis.
Cuando me autocritico me enfurezco, pero conmigo mismo. Por incurrir en errores que, además, casi siempre son tontos.
Y creedme si os digo que jamás me enfado con el crítico, si está claro que tiene razón. Y si no la tiene o yo no veo que la tenga, pero noto que me critica para ayudarme, también se lo agradezco.
Y no por modestia, sino por espíritu práctico. Me interesa mejorar.