Hace años que me fascina la versatilidad de eso que los jueces llaman «la alarma social». Toman medidas que justifican apoyándose en «la alarma social» que consideran que existe al respecto, o en la que entienden que se crearía si no las adoptaran.
Dejo de lado la dificultad que tiene medir en cada caso la cantidad y el grado de alarma social presente o potencial, sea en relación con lo que sea, dada la inexistencia de socioalarmómetros, y me centro en la consideración misma de lo que los jueces dan en llamar «alarma social».
En la práctica, dado que los encargados de impartir justicia no tienen posibilidad de conocer de primera mano con qué grado mayor o menor de indignación aparecen los asuntos de su competencia en las conversaciones que se mantienen en los mercados, las aulas, los hogares de pensionistas, las barras de los bares y otros lugares de convivencia social –al menos no en la cantidad debida y con la diversidad geográfica necesaria para establecer por sus propios medios una muestra representativa del conjunto de la sociedad–, es obvio que, cuando hablan de «alarma social», o se fían de su particular olfato o están hablando de lo que les llega a través de los medios de comunicación. Dicho de otro modo: consideran que hay «alarma social» cuando la mayoría de los medios de comunicación de mayor difusión se refieren mucho y muy airadamente a determinado asunto. Y no se equivocan del todo, dada la capacidad demostrada de esos medios para crear «alarma social».
Pues bien: el hecho de que los jueces reconozcan, abiertamente y sin tapujos, que los estados de opinión que creen percibir en la sociedad forman parte de los factores que toman en consideración para adoptar determinadas resoluciones, demuestra que, en contra de lo que suelen decir, no siempre rechazan que se perturbe su independencia. Según los casos, ellos mismos se suben al carro de la perturbación.
Pues bien, ¿por qué no se toman la manifestación del lunes en Bilbao como una muestra palpable y concreta de la existencia de una amplia «alarma social» en Euskadi con respecto a la posible imputación del lehendakari por la realización de una actividad política propia de su responsabilidad institucional?
De todos modos, al colmo de los colmos se llega cuando el Consejo General del Poder Judicial tercia haciendo una encendida defensa de la independencia judicial. Ya sé que el CGPJ no es un órgano judicial propiamente dicho, pero clama al cielo que traten de dar lecciones de independencia y apoliticismo unos señores y unas señoras que sientan sus reales en ese organismo, hipocresías al margen, en patente nombre y representación de los partidos políticos que los designaron. Todo el mundo sabe que no hay organismo con influencia en la Administración de la justicia más politizado que el CGPJ.
Ayer, Rodríguez Zapatero dijo algo que me apuesto lo que sea a que pasará a engrosar la larga letanía de agravios que el PP le espeta un día sí y otro también. Afirmó que la independencia de los jueces «está garantizada en la Constitución y el conjunto de las leyes», pero que el Estado de Derecho permite «obviamente la libertad de expresión y de crítica, que nadie puede evitar porque está también en la Constitución». Frase de la que, en realidad, basta con subrayar el adverbio: obviamente.