Ayer apareció en El Mundo una carta firmada por la directora de Comunicación del Tribunal Superior de Justicia de Madrid en la que me reprochaba haber juzgado sumaria e injustamente una actuación de una jueza de Majadahonda, a la que critiqué por negarse a inscribir a una niña con el nombre de Beliza.
No sabría qué responder. Basé mi comentario en una información de prensa, pero es verdad que no estoy en condiciones de garantizar que lo que leí retratara con fidelidad lo realmente sucedido.
El incidente, tomado aisladamente, es de importancia muy menor. Si me hubiera equivocado y me correspondiera disculparme, no me importaría hacerlo. Pero me ha removido viejas reflexiones sobre un asunto más general y de muy superior importancia: el de los llamados juicios mediáticos.
Con muy habitual frecuencia, los opinadores tomamos pie en lo difundido por los medios de comunicación. Cosa que cualquiera puede entender: nos sería del todo imposible comprobar que cada una de las noticias que nos sirven de referencia reflejan hechos objetivos.
Pero las personas afectadas por lo que escribimos no tienen ninguna culpa de nuestras limitaciones. Y lo que decimos de ellas puede contribuir decisivamente a su descrédito y a su desconsideración social. Puede incluso, en determinados casos, arruinarles la vida.
Hace escasos días, la responsable de una guardería infantil de Vitoria fue absuelta de una acusación de malos tratos contra los niños que tutelaba. La sentencia –que aún puede ser recurrida– sostiene que no hay pruebas concluyentes de que maltratara a nadie. Yo ni afirmo ni niego nada, porque no sé. Lo que sí sé es que esa señora fue paseada durante semanas por todos los medios de comunicación en condiciones que no contribuyeron en nada a su prestigio, por decirlo suavemente.
Al presidente israelí, Moshe Katzav, se le acusa de un montón de agresiones sexuales que tuvieron que sufrir funcionarias de los sucesivos departamentos gubernamentales dirigidos por él. Katzav sostiene que todo es un montaje destinado a hundir su carrera política. Iba a escribir un comentario sobre la clase de tipejo que puede ser alguien que se presenta como un probo y estricto moralista cuando, en realidad, se dedica a asaltar a las secretarias, prevaliéndose de su cargo. Pero me he frenado. ¿Qué pruebas tengo yo de que las cosas sucedieran tal como pretenden quienes le acusan? Lo suyo tiene el peor aspecto, sin duda, pero podría ser que las apariencias engañaran.
Y es que, a menudo, las apariencias no lo son. No se nos aparecen directamente. Nos vienen prefabricadas.
Podría multiplicar los casos ilustrativos de ello. Hace semanas cité lo que le sucedió a Pablo Muñoz, director de Diario de Noticias, que fue paseado por las portadas de los noticiarios de toda España en tanto que colaborador de ETA, acusación que al poco se demostró que carecía del menor fundamento. Ya. ¿Y de qué vale que el desmentido apareciera en una columna de noticias breves perdida en las tripas de los diarios (cuando apareció), después de que el nombre del afectado fuera arrastrado por el lodo de las portadas y cabeceras de todos los informativos durante varios días?
Hace muchos muchos años, en la época en que estaban en el candelero los escándalos de corrupción asociados a Juan Guerra, hermano del por entonces vicepresidente del Gobierno, recibí una llamada telefónica. Yo era en aquel tiempo redactor-jefe de El Mundo.
–Buenos días –me dijo el telefoneante–. Mire, quería comentarle que mi nombre ha salido en una relación de personas que han tenido negocios con Juan Guerra...
–Ajá. ¿Y?
–Que mi empresa nunca he tenido negocios con Juan Guerra. Ni ilegales ni legales.
–Bueno, verá –respondí yo–. La lista que apreció era larguísima. Puede contener errores, sin duda. Escríbanos una carta de rectificación y se la publicaremos muy gustosamente.
–No, es que ya no vale la pena –me cortó–. Desde que ustedes publicaron esa lista, la mayoría de mis clientes ha roto relaciones con mi empresa, por miedo a verse mezclados en el escándalo. De hecho, ahora mismo la verdad es que estoy arruinado.
–¡Cielo santo! –exclamé, impresionado–. ¿Y qué podríamos hacer?
–Nada –me dijo con voz apagada y triste–. He llamado sólo para que lo supieran.
Y colgó.
Algunos me dijeron que la llamada tuvo que ser una impostura. No lo sé. Como dicen en Italia, «Se non è vero, è ben trovato».
A mí me dejó una muy penosa impresión. Todavía la arrastro.