Lo de China es un escándalo. No; falso: lo de China son dos escándalos.
El primer escándalo lo proporcionan las autoridades políticas de la mal llamada República Popular, que son una especie de antología viviente del desprecio por los derechos humanos y, sobre todo, del desconocimiento del derecho a la vida, que trasgreden a diario aplicando la pena de muerte por los más variados motivos a muchos de sus ciudadanos.
El segundo escándalo lo encarnan los gobernantes de las potencias occidentales, que saben que en China las libertades civiles son pasadas por la piedra todos los días y en masa, pero que no dicen nada, ni protestan por nada, ni boicotean nada, porque China es, mucho más que un Estado, una fantástica cifra de negocios, y nadie quiere indisponerse con sus gobernantes, no vaya a ser que se enfaden.
La última desvergüenza de la que he tenido noticia la ha protagonizado el Comité Olímpico Internacional, que ha respondido a varias organizaciones de defensa de los derechos humanos, que se habían dirigido a él informándole con cifras y datos concretos de las intolerables violaciones de derechos fundamentales que se están produciendo en los propios trabajos preparatorios de los Juegos Olímpicos del año próximo, diciéndoles que no puede hacer nada al respecto, porque ésos no son asuntos de su competencia.
En los últimos años se han publicado decenas de artículos de prensa en los que tales o cuales pedantones campanudos nos han recordado hasta la saciedad el gran error que cometieron los adalides de las principales democracias occidentales cuando hicieron la vista gorda ante los desmanes iniciales de Hitler. La mayoría de ellos han esgrimido «el error de Munich» para alertarnos sobre fenómenos tan variopintos como el peligrosísimo régimen de Sadam Husein –que se disponía a dominar el mundo, según ellos– o el terrorismo de ETA, con el que no se podía negociar nada de nada porque en cuanto nos descuidáramos invadía algo (Polonia, Navarra o el Condado de Treviño, cualquiera sabe).
Todos esos orates han pasado siempre de puntillas por dos puntos que son esenciales para explicar el comportamiento que tuvieron los dirigentes europeos supuestamente demócratas ante los primeros desafíos internacionales del III Reich. Primero: no se sentían demasiado impelidos a enfrentarse a Hitler porque, en buena medida, simpatizaban con su discurso anticomunista y ultrarreaccionario. Segundo: no querían enemistarse con Alemania, porque era una primerísima potencia económica con la que o bien tenían importantes negocios o bien esperaban tenerlos.
La ceguera y la desvergüenza de la que hicieron gala los Chamberlain y Daladier, firmantes con Hitler y Mussolini del Tratado de Munich de 1938, había tenido un precedente inequívoco: los Juegos Olímpicos de 1936, que se celebraron en la Alemania nazi y a los que todos los estados sedicentemente democráticos acudieron con la sonrisa en los labios, pese a que para entonces estaba ya más que clara la naturaleza dictatorial del Estado organizador, que había convertido el acontecimiento en un gigantesco acto de propaganda del Nacional-Socialismo.
Ahora se disponen a acudir a los Juegos Olímpicos de China, todos en tropel y sin decir esta boca es mía.
Ahí sí que hay semejanzas.