Se toma por verdad incontrovertible que la solución para el conflicto israelo-palestino pasa por el reconocimiento universal del Estado de Israel y la consolidación de un Estado palestino que cuente con fronteras claras y seguras con aquel.
Dicho así, parece sensato. Pero no se trata, ni mucho menos, de una proposición unívoca. ¿De qué Estado de Israel se postula el reconocimiento? Es decir, ¿qué territorio se le admite como propio? ¿Hasta qué punto y con qué plazos se debe aceptar la conquista por la fuerza de las armas como fuente de derecho internacional? ¿Qué se hace con los problemas –algunos clave– que no figuran en esa formulación (el de los refugiados palestinos, de manera destacada)?
De todos modos, hay una cuestión previa a cualquier otra y que impide afrontar el conflicto con el necesario espíritu constructivo. Me refiero al hecho, para mí evidente, de que Israel no quiere tener unas fronteras definidas y coexistir con un Estado palestino libre e independiente. Desea instaurar una statu quo que le permita actuar como árbitro supremo de la situación del conjunto de la región, sin que ninguna ley superior se le imponga por encima de su voluntad. Para ello le es esencial que las grandes potencias –eso que ahora se llama de manera eufemística «la comunidad internacional»– acepten como inevitable, les guste más o menos, que Israel no tiene obligación de respetar las leyes que valen para los demás.
Lo viene consiguiendo sin apenas obstáculos. Lleva la intemerata haciendo caso omiso de las resoluciones de las Naciones Unidas sin recibir ninguna sanción por ello. Actúa militarmente donde y cuando quiere, sin respetar ninguna frontera, y no hay autoridad internacional que se decida a tipificar esas actuaciones como delictivas. Los dignatarios occidentales se llenan la boca hablando del derecho de Israel a defenderse de los ataques que provienen de territorio libanés pero ¿lleva alguien la cuenta de los ataques previos lanzados desde Israel contra objetivos situados en Líbano? ¿Ha proclamado alguien el derecho de Líbano a defenderse de los ataques provenientes del Estado sionista?
Israel es un Estado de naturaleza violenta y terrorista. Eso no es una opinión, sino un hecho histórico. Lo que está por ver es que, como consecuencia de las vicisitudes por las que ha atravesado desde 1948, no se haya convertido en un Estado incapaz de coexistir en condiciones de igualdad con otros.
Se que no es una proposición que infunda mucho optimismo, pero me temo que ésa sea la realidad. Me apoyo en casi todo lo visto hasta ahora para llegar a esa conclusión: Israel tiene todas las trazas de ser un Estado inhábil para la paz.
¿Puede ser reconducido hacia veredas menos conflictivas? No lo excluyo. Lo que sí excluyo es que ese objetivo se logre con buenas palabras, con resoluciones consensuadas (¿con quién? ¿Con Washington?) y con hojas de ruta escritas por una asamblea de pasteleros deseosos de salir del paso y lavarse las manos. Si alguna vez el Estado de Israel se pone razonable, será tras comprobar que la fuerza de sus armas no es infinita. Y eso, o alguien se lo demuestra o no lo admitirá jamás.
Oí hace años a un político israelí algo menos belicista que la media –razón por la cual se había hecho cierta fama de pacifista– que a veces es necesario que las cosas empeoren para que puedan ir luego mejor. Me recordó la sentencia de Hamlet: «Debo hacer lo malo para evitar lo peor». Quizá la invasión israelí de Líbano y lo que de ello resulte consiga disponer las piezas en una posición más favorable, a fuerza de obligar a Israel a tomar conciencia de su propios límites. Lo hará, en todo caso, dejando tras de sí un reguero de sangre.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Cómplices del horror.