2006/06/04 10:45:00 GMT+2
Francisco Franco se negó durante decenios a admitir la existencia de la Unión Soviética. Los más viejos del lugar recordamos que, in illo tempore, los pasaportes españoles llevaban una inscripción estampillada que señalaba que el documento era válido para todo el mundo «excepto Rusia y países satélites». No sólo la prohibición; incluso su propia formulación resultaba absurda: Rusia era por entonces sólo una de las muchas federaciones de la URSS.
Un buen día, avanzados los años 60, el Generalísmo apareció ante las cámaras de TVE y anunció que había decidido autorizar ciertos intercambios entre España y los estados del bloque del Este. No me acuerdo bien de qué negocios se trataba, pero sí de cómo justificó su decisión: «Las cosas son como son –dijo–; no como quisiéramos que fueran».
Se resistió cuanto pudo, pero acabó resignándose. Aceptó que, por mucho que lo existente le desagradara, no ganaba nada negándolo. Aplicó lo que suele llamarse «el principio de realidad».
Los actuales dirigentes del PP, más dogmáticos, desconocen ese principio. Llevan diez años pretendiendo que la realidad política y social que supone la izquierda abertzale se remedia prohibiéndola. Y se niegan a extraer ninguna lección del hecho de que, después de la aplicación prolongada de semejante tratamiento de choque, las cosas no han variado sustancialmente. Porque una cosa es la pérdida constante de respaldo social que ha sufrido ETA en los últimos años y otra, muy distinta, la evolución de la influencia que ejerce sobre la sociedad vasca HB (o EH, o Batasuna, o como quiera que se llame), que se mantiene sin variaciones significativas.
El PSOE ha apoyado durante años el intento del PP de transformar la realidad vasca a golpe de leyes y sentencias, pero al final ha comprendido que por ahí no iba a ningún lado y ha optado por atenerse al «principio de realidad». No sólo por elemental sensatez, sino también porque se ha dado cuenta de que, aplicándolo, puede alcanzar objetivos mucho más ambiciosos.
Quizá los dirigentes del PP crean que sus congéneres socialistas se han vuelto más condescendientes con la izquierda abertzale radical y con el nacionalismo vasco, en general. Si lo creen –y tal parece– se equivocan. Fijar la orientación política a partir de los datos de la realidad objetiva no significa simpatizar con ella. Ni los socialistas sienten el más mínimo aprecio por Otegi y los suyos, ni Otegi y los suyos sienten el más mínimo aprecio por los socialistas. Unos y otros se consideran, según la muy descriptiva expresión de Patxi López, «interlocutores necesarios».
El problema de los Acebes y compañía es que todavía no han entendido lo que acabó por admitir el propio Franco: que las cosas son como son, y no como cada cual quisiera que fueran. Y que los cambios sociales no se decretan.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El principio de realidad.
Escrito por: ortiz.2006/06/04 10:45:00 GMT+2
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2006/06/03 06:00:00 GMT+2
«Los apristas juran que Alan
García no es un ladrón». Así empezaba la crónica que publicaba ayer el diario
argentino Página/12, enviada desde
Lima por su reportero Carlos Noriega. El arranque tenía su tanto de ironía,
pero no demasiada, porque es verdad que los integrantes del Partido Aprista
Peruano (PAP) –cuyo nombre evoca el de la histórica Alianza Popular
Revolucionaria Americana (APRA)– centran lo esencial de sus discursos en la
defensa de la honradez actual de su
líder máximo. No se toman el trabajo de pretender que su anterior paso por la
Presidencia de la República, entre 1985 y 1990, tuviera nada de modélico.
Admiten que aquel Perú fue el paraíso del latrocinio, pero alegan en descargo
de García que quienes se dedicaron entonces al robo a gran escala fueron los
ministros y los altos cargos de su Gobierno; no él. Lo que no quita para que el
propio García tenga aún causas judiciales pendientes por corrupción y
enriquecimiento ilícito.
La segunda frase de la crónica
de Página/12 nos aproxima al otro candidato
que acude mañana a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales: Ollanta
Humala, de la Unión por el Perú. «Los seguidores de Ollanta Humala aseguran que
su líder no es un violador de los derechos humanos», escribe Noriega,
manteniendo el tono sarcástico.
Humala es un ex militar que fue
instruido en la Escuela de las Américas, de triste recuerdo, al que se le
reprocha haber cometido actos de brutalidad contra la población campesina en la
época en la que participó en el combate contra Sendero Luminoso. Los archivos
de agencia en los que he encontrado noticia de esos reproches hablan de
«presuntos actos de brutalidad». Los hay que también califican a Humala de
«golpista» por haberse levantado en armas contra la dictadura corrupta de
Alberto Fujimori (lo que indica un uso decididamente generoso de la
calificación de «golpista»).
He oído y leído cosas muy
terribles sobre Ollanta Humala (que si es partidario de ejecutar a los
homosexuales, que si se declara admirador de Benito Mussolini... en fin, cosas
de ese tenor), pero no he encontrado en ningún lugar, probablemente por culpa
mía, las referencias entrecomilladas a las intervenciones, entrevistas o lo que
sea en las que el candidato nacionalista haya manifestado esas ideas.
Humala se presenta a las
elecciones con un programa cuyo esqueleto es bastante sencillo: dar prioridad a la mayoría mestiza e
indígena, licenciar a la clase política corrupta y poner coto a la rapiña de
las multinacionales. Evo Morales le ha dado su apoyo, lo mismo que Hugo Chávez.
Mi conocimiento de la realidad
peruana es tan magro que apenas puedo decir nada sobre ella sin arriesgarme a
patinar de lo lindo. Lo único que tengo meridianamente claro es que el futuro
de Perú no está en Alan García, por mucho que el PSOE pretenda lo contrario y
haya enviado a Trinidad Jiménez para que acompañe al candidato aprista en sus
mítines.
Me parece igualmente un dato de
interés que las potencias occidentales –y los medios de comunicación que les
son afines– estén dando tanto la cara por García y se lancen de manera tan
furibunda contra Humala, al que acusan de mil y una barbaridades sin molestarse
siquiera en aportar alguna prueba o remedo de tal que avale sus afirmaciones.
Esa fijación anti-Humala me mueve instintivamente a simpatizar con su causa, pero la experiencia me ha
demostrado más que de sobra que no siempre los enemigos de mis enemigos me
valen como amigos.
En todo caso, hay algo que roza
casi lo evidente: América Latina se está moviendo. Al margen de los viejos
esquemas, por caminos insospechados y a veces contradictorios.
Que es como se mueve todo lo que
está vivo.
Escrito por: ortiz.2006/06/03 06:00:00 GMT+2
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2006/06/02 06:00:00 GMT+2
Me publicaron en el Diario de Noticias de Gipuzkoa a mediados del pasado mes de abril
un artículo sobre el fenómeno mediático
que estaba ya suponiendo la enfermedad de Rocío Jurado. Su agonía y muerte han
llevado hasta extremos de verdadero vómito lo que se denunciaba en aquel
escrito. Baste con decir que la mayoría de los medios españoles, incluidos los
pretendidamente más «sesudos», llegaron
a dedicar la semana pasada más tiempo y espacio al ocaso definitivo de la
cantante andaluza que al seísmo que segó más de cuatro mil vidas en Indonesia.
Como tampoco me parece que sea cosa de
repetir los argumentos que expuse ya entonces, así sea remozándolos y
adaptándolos a lo visto y oído ayer, me limito a reproducir el mencionado
artículo, que nunca apareció en este rincón de la Red. Decía así:
«¿Alguien cree que el hecho de que la tonadillera Rocío
Jurado haya abandonado la clínica en la que estaba internada y regresado a su
domicilio es una noticia que merece un espacio en las portadas de los medios de
comunicación españoles tenidos por más serios y rigurosos? ¿Hay quien considere
que los detalles de la evolución de la convalecencia de la mencionada señora
tienen tanta relevancia social que se justifica interrumpir los magacines de
las radios y las televisiones, estén tratando de lo que estén tratando, para
dar inmediata cuenta de ellos?
La respuesta es: sí. Lo creen, obviamente, para empezar,
los responsables de los diarios españoles de más ringorrango que decidieron
ayer incluir esa noticia en lugares de honor de sus medios, incluyendo las
portadas de sus ediciones digitales. Y así deben de considerarlo, por pura
lógica, los directores de los magacines de radio y televisión, que llevan días
y días dando cuenta inmediata de cuanto sucede en el entorno de la cantante,
con conexiones inmediatas y en directo en las que dan exhaustiva cuenta de lo
que dice cualquier familiar o próximo suyo, por nimio que sea.
Yo huyo de este tipo de noticias sobre famosos como de la peste, pero hace algunos días me tocó
contemplar en un informativo de televisión –no pude evitarlo: lo sacaron por la
brava y sin previo aviso– una escena verdaderamente desagradable. Vi a un
nutrido grupo de reporteros y fotógrafos forcejeando violentamente con las personas
que habían formado un cordón de protección destinado a impedir que se viera y
comentara el traslado en camilla de la cantante, que acababa de regresar de una
clínica de los EEUU. El patente intento de violar la intimidad de la enferma
fue justificado por una joven e intrépida periodista apelando a «el enorme
interés que tenemos todos en verla» (sic).
En otro programa de ese
mismo día, o del anterior, oí estupefacto una amplia conversación dedicada a
valorar la importancia médica y cultural, si es que no racial, que tenía el
hecho de que Rocío Jurado hubiera desayunado un churro (resic!).
Me importa dejar claro que no siento ni sombra de desprecio
por esta cantante. Es más: aunque el gremio de las tonadilleras no es
precisamente de los que más me motivan, y tampoco me tengo por experto en él,
lo que he oído de su obra me parece de lo más digno y mejor hecho del género.
Su versión de La canción del fuego fatuo, de Falla, me impresionó hasta
el punto de que compré el disco. Pero, reconocido todo lo cual, no me olvido de
que estamos hablando de una cantante, todo lo apreciada que se quiera en
ciertos ámbitos, pero una cantante.
¿De qué se deriva la atención mediática que rodea su
enfermedad? ¿De la excelencia de sus méritos artísticos? No lo creo. Basta
recordar que el interés público que mereció la grave enfermedad de José
Carreras –cuyas virtudes interpretativas no considero inferiores a las de la
tonadillera de Chipiona– no alcanzó ni el 10% del bullicio que acompaña a la
doliente intérprete de «Lo siento mi
amor» y otros grandes hits de
Manuel Alejandro. ¿Se deberá tal vez al especial cariño o al respeto suscitados
por su persona? Esa hipótesis la descarto todavía con más energía: si la
quisieran y la respetaran realmente, no la someterían a semejante asedio. La
dejarían más tranquila.
La explicación es, me temo, mucho más arrastrada: estamos
ante un caso de amarillismo
periodístico puro y duro. Porque el amarillismo
–tantas veces invocado y tantas veces mal invocado en España– consiste
exactamente en eso: en las malas artes utilizadas por algunos medios de
comunicación para provocar, exacerbar y al final rentabilizar las emociones
morbosas del gran público con hechos que, o bien no merecen tamaña atención, o
bien no deberían ser tratados de modo tan truculento, o tan superficial, o tan
sensiblero. Eso es amarillismo y
no, como algunos pretendían en España hace algunos años, la denuncia
periodística de los casos de corrupción política o de terrorismo de Estado.
En tiempos, el amarillismo
–muy popular en los países anglosajones, pero poco practicado en el Estado
español, excepción hecha de El Caso y las revistas del corazón– era práctica exclusiva de algunos medios de gran
tirada, fabricados a base de titulares enormes y fotos de gran tamaño. Lo más
significativo, y digno de análisis, es que ahora el amarillismo ha pasado a ser parte constitutiva de la prensa que se
pretende seria. Noticias que antes ocuparían como mucho un espacio menor
en páginas interiores, al tratarse de hechos sin mayor trascendencia social,
ahora tienen acogida en los titulares principales.
No paramos de mejorar.
Escrito por: ortiz.2006/06/02 06:00:00 GMT+2
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2006/06/01 06:00:00 GMT+2
Dijo anteanoche
el secretario general del Partido Socialista de Euskadi, Patxi López, que considera
que la izquierda abertzale –hablaba de Batasuna, pero no se atrevió a
pronunciar el nombre tabú– es «un interlocutor necesario» y que tiene intención
de reunirse con sus dirigentes para ver cómo superar la situación actual e
ir propiciando un «diálogo multipartito». El secretario de organización del
PSOE, José Blanco, aceptaba desde Madrid lo dicho por López, aunque sin mostrar
mayor entusiasmo, no sólo porque no le conviene mostrarlo, sino también
probablemente porque no lo siente. En fin, el propio Rodríguez Zapatero resumía
el conjunto afirmando que los encuentros entre los partidos para la creación de
un nuevo marco político en Euskadi y de una nueva forma de relación «entre
Euskadi y España» –tuvo ese lapsus, que se apresuró a corregir– no tienen por qué esperar a que culmine el diálogo del
Gobierno con ETA.
Este conjunto
de proclamas da cuenta de una nueva actitud de los socialistas hacia «la
cuestión vasca». Una actitud no sólo diferente de la anterior sino, en buena
medida, contradictoria con ella.
Una parte de la
izquierda radical vasca –no necesariamente nacionalista– asiste a la
escenificación de este cambio de política y monta en cólera. «¡O sea, que ahora
vienen a reconocer, aunque no lo digan, que teníamos razón, y se quedan tan
anchos! ¿Y no piensan decir nada de todo el daño que han hecho yendo durante
años de la mano del PP y jaleando a los Garzón y a los Mayor Oreja de turno?
¿No van a admitir que la Ley de Partidos fue un disparate, tanto jurídico como
político?». Etc., etc., etc.
La verdad es
que yo no siento la más mínima necesidad de pedir cuentas ni al PSE, ni al PSN,
ni al PSOE, ni a ningún miembro de la familia socialista, siempre que a partir
de ahora contribuyan eficazmente a que se asiente la paz y muestren una clara
voluntad de respetar las vías que respalde la mayoría de la sociedad vasca (y
cuanto más mayoría, mejor). No aspiro para nada a insuflar en su espíritu ningún
deseo de flagelarse por sus muchos pecados y hacerse buenos. Por decirlo claramente:
mi consideración de su valía ética no ha mejorado ni un ápice con respecto a la
que tenía hace una semana, hace seis meses, hace dos años o hace seis. Los veo,
sencillamente, como «interlocutores necesarios» para la consecución de
determinados objetivos de primera importancia. Y mientras cumplan esa función,
me vale.
Es así de sencillo.
Escrito por: ortiz.2006/06/01 06:00:00 GMT+2
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2006/05/31 06:00:00 GMT+2
Los Estados Unidos de América son una unión federal de repúblicas que presentan realidades, tradiciones y hasta legislaciones muy distintas. A veces incluso contradictorias. La Administración federal, cuyos ámbitos de actuación están muy acotados, debe realizar un trabajo de unificación elemental del conjunto de la Unión –en la legislación, en la economía, en los asuntos sociales– cuya dificultad es obvia. Aparte de eso, no hace falta insistir en la importancia del papel que los EUA cubren a escala internacional ni en la diversidad de intereses que su Gobierno está obligado a atender.
Quiere esto decir que no carece de sentido, ni mucho menos, que al menos una vez al año el presidente de los Estados Unidos exponga ante los representantes electos del pueblo un informe general sobre el estado de la Unión, y que lo debata con ellos.
Lo de España es francamente diferente. Aquí las cuestiones de política general se discuten todas las semanas en el Congreso de los Diputados, y a diario en los medios de comunicación. Así las cosas, cuando llega uno de estos llamados debates sobre el estado de la Nación, como el que se inició ayer, todo el mundo sabe lo que va a decir todo el mundo. Todo el mundo sabe qué balance de su propia gestión va a hacer el presidente de Gobierno de turno –aunque nunca es realmente un balance, porque los balances se componen de un activo y un pasivo, y en estos casos sólo hay activo– y todo el mundo sabe lo que van a responder los demás. Como mucho, y más que nada por el qué dirán, el jefe del Ejecutivo se saca de la chistera media docena de anuncios y promesas, para no dar demasiado la sensación de estar comportándose como el presidente de un Banco ante la junta anual de accionistas.
El resultado es, por lo común, soporífero. Doblemente cuando, como fue ayer el caso, el presidente del Gobierno y su principal y casi único oponente han pactado dejar fuera del debate el asunto más problemático de la actualidad política.
Los debates españoles sobre el estado de la Nación se los inventó Felipe González con la finalidad principal de demostrar año tras año al público espectador su capacidad para merendarse al Fraga o al Hernández Mancha de turno, cosa que habría repetido sin mayor problema también con Aznar de no haberle proporcionado él mismo, gracias a la corrupción y al crimen de Estado, la munición necesaria para que su oponente lograra invertir las tornas.
Puestos a sacar alguna conclusión de lo visto y oído ayer en la Carrera de San Jerónimo, quizá lo más relevante sea la tan llamativa como lastimosa falta de punch político de Mariano Rajoy, al que se le ve cada vez más incómodo en su papel. Pero esto también lo sabíamos antes de iniciarse el debate.
Basta para hacerse cargo de la irrelevancia de la sesión parlamentaria de ayer con constatar que unas solas manifestaciones de un solo político realizadas a más de 300 kilómetros del Congreso de los Diputados –las del secretario general de los socialistas vascos, Patxi López, declarando a Radio Euskadi que Batasuna es un interlocutor necesario y que va a reunirse con sus representantes para ver cómo desbloquear la situación e iniciar cuanto antes «un diálogo multipartito»– van a dar más que hablar que todo lo dicho en el plúmbeo debate en cuestión.
______________
Nota.– Un error en la conexión con el servidor ha retrasado hoy la aparición de este apunte desde las 6:00 de la mañana hasta las 8:30.
Escrito por: ortiz.2006/05/31 06:00:00 GMT+2
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2006/05/30 06:00:00 GMT+2
Rodríguez
Zapatero insiste en insinuar que en el PP hay dos tipos de «voces». De «voces» o de «sensibilidades», que suelen decir los políticos más cursis. No seré yo
quien lo niegue, pero constato que las «voces» del PP que se oyen a diario se
parecen todas muchísimo a las de Acebes y Zaplana. Es posible
que Rajoy aliente en su interior sentimientos más matizados, pero lo menos que
puede decirse es que no hace un esfuerzo enorme para que se le note.
Ayer José Blanco
afirmó algo que –alguna vez tenía que ocurrirle– puede que no ande muy
descaminado. Dijo que, a la vista de la falta de liderazgo que está demostrando
Rajoy dentro del PP y de su incapacidad para imponer su propia línea frente a
la de quienes siguen rindiendo pleitesía a Aznar –no lo dijo tan a lo bruto
como yo, pero quedó claro–, no sería de extrañar que el de mañana sea el último
debate sobre el estado de la Nación en el que intervenga como representante del
partido de la derecha. Y es que, en efecto, no tiene demasiado sentido –para él
mismo, incluso– ocupar un puesto meramente nominal, destinado a interpretar un
papel cuyo guión se lo escriben otros.
Parece ser que
Zapatero sabe que Rajoy no ve con malos ojos el inicio de conversaciones
con ETA en las condiciones en las que él las plantea, que
son las que todos hemos venido dando por supuestas desde hace meses. Se trata
de hablar, como ayer mismo precisó el presidente del Gobierno en unas
declaraciones a Catalunya Ràdio, sobre las condiciones de la disolución de ETA
y sobre «el futuro de sus integrantes». Pero, no bien acababan de reproducir
los teletipos esas palabras y ya estaba Acebes descalificándolas e ironizando
sobre «la última ocurrencia» de Zapatero, forzando a Rajoy a hacerle coro. En
realidad se lo hizo y no se lo hizo, porque Acebes había dicho que «lo único»
que tiene que hacer Zapatero es «constatar la disolución de ETA» (valiente sandez: si ETA decidiera disolverse, no haría falta que Zapatero constatara nada), en tanto que
Rajoy se paseó un rato por los cerros de Úbeda enfatizando que lo que el
presidente no puede hacer es negociar con ETA cuestiones políticas, como la
autodeterminación (cosa que él sabe bien que ni Zapatero ni ETA pretenden).
La cuestión no
es que no existan esos matices, sino que quienes finalmente marcan el paso del
PP son los Acebes, Zaplana, Mayor Oreja y demás Marías San Gil.
Me acordaba ayer
de una humorada de Vázquez Montalbán que bastantes de vosotros
recordaréis. La soltó burlándose de la consigna de los franquistas durante la
Transición («Con Franco vivíamos mejor») y con el ánimo de señalar las miserias
de la izquierda de la época. Escribió: «Contra Franco vivíamos mejor». A ver
cuándo aparece un Acebes sincero que formula la verdad de sus sentimientos:
«Con ETA estábamos mejor».
Escrito por: ortiz.2006/05/30 06:00:00 GMT+2
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2006/05/29 06:00:00 GMT+2
El Papa Benedicto XVI –al que no sé por qué la Conferencia Episcopal Española decidió bautizar de modo tan estirado, en vez de traducir su nombre latino por el muy castellano Benito, al modo de los catalanes y valencianos, que lo llaman Benet XVI, con mucha propiedad– visitó ayer en Polonia los restos del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. En el discurso que pronunció con tal motivo y rememorando los horrores allí vividos, el Papa alemán dirigió a los cielos –eso sí, en italiano– dos preguntas que me han resultado realmente chocantes: «¿Por qué, Señor, permaneciste callado? ¿Cómo pudiste tolerar todo esto?», dijo.
Se me ocurren dos posibles líneas de respuesta a los interrogantes papales: una interna y otra externa.
La interna –quiero decir: la que se atiene a la propia lógica del demandante– es bastante elemental: el Señor de los Cielos no dijo nada y toleró aquello porque lo suyo es mantener silencio y permitir todos los horrores. Es una norma que ha aplicado desde los comienzos mismos de la Historia de la Humanidad y de la que jamás se ha apartado. (Añádase que no habría resultado demasiado congruente que interviniera para proteger a las víctimas de Auschwitz, pero que en cambio se mantuviera cruzado de brazos ante la perspectiva de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo.)
Tengo oído a algún teólogo que el absentismo divino se debe a que el Supremo Hacedor no quiere interferir en el libre albedrío de los humanos. Yo replicaría a eso que los únicos humanos que tienen verdadero libre albedrío son los que cuentan con dinero suficiente para costeárselo –el resto vive más bien bajo el imperio de la necesidad–, pero tampoco quiero liarme a polemizar sobre asuntos de ese estilo, que me quedan muy distantes, tanto racional como emocionalmente.
Decía que se me ocurre también una respuesta externa a las dos preguntas del Papa. La califico de «externa» porque trata las cosas de la religión desde una lógica en la que las creencias trascendentales del estilo de las de Benedicto XVI no tienen cabida. Apoyándome en esa lógica, contesto a las preguntas papales con otras preguntas, que tienen todas su base en la muy católica, apostólica y romana creencia en los milagros. Por ejemplo: ¿podría explicar por qué su Dios hizo tantos milagros extraordinarios hace la tira de siglos y tan pocos ahora? O bien: ¿sería capaz de razonar por qué los escasos milagros que realiza su Dios en la actualidad son todos de tipo menor? (Quiero decir: consigue, v. gr., que alguien que tenía una pierna inmovilizada empiece a moverla, pero no se anima a hacer que le crezca una pierna nueva a alguien que la tiene amputada.)
Pero la pregunta más problemática –y a la que yo le veo más difícil respuesta– es otra: ¿por qué los milagros que refieren de su Dios benefician siempre a individuos aislados o a pequeños grupos de personas, y no a millones y millones? Expresado gráficamente: ¿por qué, según él, su Dios se entretuvo multiplicando panes y peces para un puñado de vecinos hace 21 siglos pero deja que se mueran de hambre ahora mismo miles y miles y miles de personas?
A estas preguntas mías les sucede lo mismo –infeliz coincidencia– que a las de Benedicto XVI: son meramente retóricas.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: «¿Por qué, Señor?»
Escrito por: ortiz.2006/05/29 06:00:00 GMT+2
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2006/05/28 06:00:00 GMT+2
Terremoto en
Indonesia, en la isla de Java, con epicentro muy próximo a la ciudad de
Yogyakarta. Las autoridades hablan de más de 3.000 muertos y de 50.000 heridos,
pero reconocen que no tienen ni idea de cuántas personas pueden haber quedado
sepultadas bajo de las ruinas de las casas hundidas.
Ya sé que no
tiene demasiado sentido ético, pero es verdad que tendemos a sentirnos más
afectados por las desgracias que suceden en los sitios que conocemos. En mi
caso y en relación a Indonesia, lo de «conocer» es una manera de hablar. Hice un corto viaje hace cinco años a la
isla de Java y paré algunos días en Yogyakarta (pronúnciese «Yuevyakarta»).
Aunque breve,
como digo, aquel viaje me dejó bastante huella, por varios motivos. Para
empezar, porque no fue un viaje turístico, sino periodístico, lo que me
permitió asomarme algo a los mecanismos del poder local, esencialmente
corrupto. En segundo lugar, porque pude arreglármelas en un par de ocasiones
para perderme de mis compañeros de expedición –más dados a mirar la
realidad local por encima del hombro que de frente– y recorrer las calles a mi
aire. La impresión que saqué, tanto de los recorridos guiados como de los que
hice por mi cuenta, no fue una impresión, sino una certeza: la miseria en la que
vive muy buena parte de la población de Yogyakarta, y de las grandes ciudades
de Indonesia, en general, es antológica.
Apuntaré sólo un
par de trazos descriptivos.
Uno: los conductores de los automóviles aparcados,
antes de ponerlos en marcha, miran debajo, porque muchos sin techo los
utilizan como refugio para dormir. Muchos.
Otra pincelada
(ésta digna de Gutiérrez Solana): hay hombres que se acercan a los paseantes a
los que ven aspecto de occidentales y les ofrecen a adolescentes, casi niñas,
por un puñado de dólares. A mí me pidieron 20 dólares por una. Cuando pregunté
al guía si me la ofrecían como prostituta, me aclaró que era más y más definitivo que eso: que el ofertante
era su padre, y que me la vendía para lo que yo quisiera. «Con 20 dólares –me
dijo– su familia come durante 15 días. Y él se libra de una boca que
alimentar».
En conjunto, el
viaje me resultó deprimente.
Me imagino ahora
aquellas calles abigarradas, repletas de transeúntes y de todo
género de vehículos de dos o tres ruedas cargados hasta los topes –hasta cuatro
personas en una sola bicicleta–, sacudidas por un fuerte seísmo.
No. Miento. Soy
incapaz de imaginármelo.
Oí ayer al
embajador español en Yakarta decir que la población española no se ha visto
afectada por el terremoto. Puso como ejemplo de la tranquilidad reinante en los
ambientes occidentales que muchos clientes del Hotel Meliá Purosani, de
Yogyakarta, ni siquiera notaron el terremoto. Conozco el Meliá Purosani. Es un
hotel de cinco estrellas como los que no se ven en España: lujo asiático,
literalmente hablando.
No me extrañó
que sus huéspedes no se enteraran de nada. Casi nadie alojado allí se entera de
nada de lo que sucede a su alrededor.
Escrito por: ortiz.2006/05/28 06:00:00 GMT+2
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2006/05/27 06:00:00 GMT+2
A sus muchas y ya conocidas capacidades, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Grande-Marlaska acaba de añadir una más: acierta a saber lo que los dirigentes de la izquierda abertzale quieren decir, aunque lo que en realidad digan sea otra cosa.
Joseba Permach afirmó anteayer que las continuas acciones judiciales contra él y sus compañeros están poniendo «al borde del colapso» los intentos de apaciguar la política vasca y el magistrado, en funciones de exégeta, ha deducido que eso equivalía a amenazar con la reanudación de las acciones armadas de ETA.
¿De dónde se ha sacado semejante idea? De sus dotes para investigar en cabeza ajena, sin duda alguna. Muchos otros, más conocedores de la realidad vasca (aunque probablemente mucho menos dotados para la adivinación), entendimos que lo que Permach pretendía decir era exactamente lo que dijo, esto es, que con semejantes obstáculos no hay forma de que avance lo que se ha dado en llamar «el proceso». Del mismo modo que, cuando oímos decir que la circulación «está colapsada», entendemos que se ha producido un atasco, y no que los conductores se estén pegando.
Permach tiene el convencimiento de que, sin el concurso activo de la izquierda abertzale, no será posible normalizar la vida política vasca. Es ésa una idea que comparten todos los demás partidos vascos, excepción hecha del PP. En sus declaraciones de anteayer, el coportavoz de Batasuna partió de esa premisa para concluir que la inmovilización judicial de la izquierda abertzale conduce a la paralización de las iniciativas políticas apenas amagadas. De hecho, utilizó indistintamente los términos «colapso» y «bloqueo». Pero el juez no está dispuesto a dejarse arredrar por el significado de las palabras.
Otro habilidad no menos llamativa del titular del Juzgado Central número 5 es su capacidad para imputar los actos de unas personas a otras que no han participado en ellos.
Con el asunto éste de las declaraciones de Permach nos ha ofrecido un buen ejemplo: el político en cuestión hizo una afirmación que a él le parece delictiva «ab initio» (¿para qué expresarlo en castellano, pudiendo soltarlo en latín, verdad?), ante lo cual opta por convocar a declarar al autor de la frase... y a siete más, que no la han pronunciado.
Más curioso todavía es el hecho de que haya llamado a declarar a Arnaldo Otegi por la conferencia de prensa realizada por Batasuna en Pamplona el pasado 23 de marzo. Y digo que es curioso porque Arnaldo Otegi no participó en ese encuentro con periodistas. Estaba enfermo de neumonía en su casa, como Grande-Marlaska sabe de sobra, porque in illo tempore (seguro que prefiere que se le diga así) lo tenía bajo vigilancia y era informado a diario de la evolución de la enfermedad.
De modo que la próxima semana Otegi deberá acudir a la Audiencia Nacional a declarar sobre una reunión en la que no participó y sobre unas declaraciones que no ha hecho.
Ignoro qué pretende Grande-Marlaska con sus constantes y singulares iniciativas procesales. No seguiré su ejemplo: renuncio a atribuirle intenciones inconfesas.
Me conformo con constatar a quién beneficia. Es suficiente.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Las habilidades de Marlaska.
Escrito por: ortiz.2006/05/27 06:00:00 GMT+2
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2006/05/26 06:00:00 GMT+2
Ha empezado a
destaparse la olla podrida del ciclismo profesional y enseguida ha habido quien
ha ironizado evocando el lema de los Juegos Olímpicos («Citius, altius,
fortius»), como si lo que se está descubriendo estuviera en sus antípodas.
Admito que,
cuando algunos ciclistas realizan hazañas casi inhumanas y no paran de elevar
el listón de su rendimiento año tras año, resulta inevitable preguntarse si no
habrán puesto los medios necesarios para superar incesantemente sus limitaciones
físicas. Pero el dopaje, pretendan lo que pretendan los tópicos, no contraviene el genuino espíritu olímpico.
Cuentan los historiadores que ya los atletas que participaban en los Juegos de
la Grecia antigua consumían pócimas que les ayudaban –o que ellos creían que
les ayudaban– a multiplicar sus fuerzas. Sólo que nadie les hacía análisis, no
sólo porque no había medios para ello, sino porque además no estaba mal visto
que cada cual tomara lo que le pareciera oportuno.
El problema del
ciclismo actual no es que a los ciclistas les dé por competir entre sí
alocadamente, sin seso ni medida. Los ciclistas de elite son profesionales que
responden a las exigencias de lo que es, de hecho, un negocio. Un negocio
integrado en el sector del entretenimiento que, para que resulte rentable, debe
ofrecer un espectáculo capaz de competir con los muchos otros espectáculos
deportivos que congregan millones y millones de telespectadores. Si no hay
espectacularidad de la buena, la cuota de pantalla baja, las cadenas de televisión
se desinteresan, los patrocinadores quitan ceros a los cheques –o los retiran,
sin más– y el tinglado entra en crisis.
El negocio, en
general, requiere que los ciclistas, todos, corran mucho y durante muchísimos
kilómetros. Pero el negocio de cada país, en particular, precisa que entre los
ciclistas más destacados de las carreras principales (y sobre todo del Tour de
Francia) haya héroes locales. Porque la pasión nacionalista dispara el
seguimiento televisivo y, de su mano, los ingresos por publicidad, etcétera. De
ahí que la competencia llegue incluso al perfeccionamiento de las técnicas de
dopaje, para hacerlas a la vez más eficaces y más indetectables.
Sin tener en
cuenta las demandas económicas del conjunto del entramado, es imposible
entender lo que está saliendo a la luz.
No pierdo de
vista, por supuesto, que en el registro de los laboratorios de oxigenación y
lavado de sangre –da grima hasta escribirlo– se han encontrado bolsas de sangre
que, según han filtrado los investigadores policiales, pertenecen a
deportistas de otras especialidades. Puede que sea así. En todo caso, lo que
afirman los especialistas en medicina deportiva es que ese género de dopaje
está específicamente concebido para una práctica como la de las competiciones
ciclistas por etapas, que exige a sus participantes un esfuerzo brutal
mantenido durante muchas horas y durante muchos días seguidos.
¿Quién tiene la
culpa de lo sucedido? ¿El médico? Sí, claro, pero el médico no habría montado un negocio
como ése si no existiera la demanda correspondiente. ¿Los clientes del médico?
También, pero ninguno de ellos se habría arriesgado a meterse en un lío
semejante si no estuviera sometido a una presión de mil pares para ofrecer más
espectáculo. ¿Las televisiones que reproducen el espectáculo? Sin duda, pero nadie
las señale con el dedo: dirán que el gran público quiere emociones
fuertes y que, si el ciclismo no las aporta, no se puede permitir el lujo de perder
tiempo y dinero con él.
Y así todo.
Digamos que es un desastre coral.
Escrito por: ortiz.2006/05/26 06:00:00 GMT+2
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