2008/07/04 05:30:00 GMT+2
He escrito una columna (aparecerá mañana, creo) alabando los aspectos positivos que ha tenido el frenazo experimentado por el gremio del ladrillo.
Creo que pensaría lo mismo viviera donde viviera, pero lo hago con interés quintuplicado como habitante de un predio mediterráneo.
Cuando compré el que tengo en la comarca del Alacantí –una modesta casita de campo perdida en la montaña–, en mi partida no había ni accesos asfaltados, ni electricidad, ni teléfono... ni casi nada. El único servicio público con el que contaba era el de agua, aunque, eso sí, poco potable y tirando a intermitente.
Mi casa funcionaba por entonces con un par de pequeñas placas rudimentarias de luz solar, que alimentaban las bombillas de 12 voltios, y un viejo generador eléctrico que servía para cumplir las tareas más trabajosas, como poner en marcha la lavadora. El frigorífico iba con gas butano. Me hice con uno de los primeros teléfonos celulares que existieron en España, que pesaba quintal y medio y costó un riñón. Tuve que comprarlo porque era el único modo posible de conectar con el periódico y dictar mis artículos, que escribía a máquina.
Pero cada cruz tiene su cara. Cuando salía por las noches al jardincillo, veía un firmamento impresionante. Ninguna de las casas del valle que se extiende entre mi casa y el mar, que eran a la sazón muy pocas, tenía en aquel tiempo luz eléctrica, de modo que eso de la “contaminación lumínica” no iba con nosotros.
En los días de más calor, sacábamos una cama al jardín, poníamos colgado de la parra un gran mosquitero comprado en Kenia y dormíamos a la fresca, mirando el cielo, estrellado hasta lo increíble.
Otra ventaja de la que disfrutábamos era que, como sólo vivíamos cuatro gatos por aquellos andurriales, la carretera que nos conectaba con la costa apenas tenía circulación.
De entonces a ahora las cosas han cambiado mucho.
Y amenazaban con cambiar muchísimo más.
Ahora tenemos electricidad (cuya instalación los paisanos tuvimos que pagar a escote a Iberdrola, que no puso ni un duro), teléfono (que hemos de agradecer a los volátiles tiempos en los que El Mundo estuvo a partir un piñón con Telefónica) y hasta carretera asfaltada hasta la puerta de casa. Pero también nos han instalado en el valle una urbanización del copetín bendito, con un centenar de chalés, que de noche se ve como un árbol de Navidad, pero en todavía más feo. El viejo esplendor del firmamento se nos ha ido a tomar por rasca.
El pueblo cercano, que era minúsculo, ha crecido brutalmente, dicho sea en el más literal de los sentidos.
La serpenteante carretera que nos comunicaba plácidamente con la costa se nos llenó de coches y de hormigoneras.
El año pasado recibimos con verdadera consternación la noticia de que el Ayuntamiento, con mayoría de corruptos de varios partidos comandados por el PP, proyectaba autorizar una nueva expansión inmobiliaria en el término municipal, pero esta vez a lo bestia del todo. De cumplirse sus planes, se decuplicaría la población residente. Hubo un meritorio movimiento de resistencia en el pueblo, pero lo principal que consiguieron sus integrantes fue ver sus vidas amenazadas.
Ah, pero en esto que llegó la crisis y mandó parar.
Ahora, el letrero más de moda en toda la zona, desde la costa hasta las cercanías de mi casa, es “Se vende”. Antes lo llevaban muchos concejales colgado del cuello; ahora está en cientos de balcones y terrazas. ¿Quién es el guapo que se mete a edificar una macrourbanización cuando todo lo ya construido está a la baja y ni siquiera así tiene salida?
Me da que de momento nos libramos del megaproyecto. Loada sea la crisis.
Un menda se me quedó hace poco mirándome con aire de sorpresa al oír mis diatribas contra la fiebre inmobiliaria local. “Pero, ¿no te das cuenta de que tu casa también se va a cotizar mucho menos?”, me dijo. “¿Y a mí qué carajo me importa en cuánto se cotice mi casa, si no tengo ninguna intención de venderla?”, le respondí.
Este país está infectado por la fiebre especulativa. A ver si la crisis hace un buen trabajo y la gente sana y regresa a la sensatez.
Escrito por: ortiz.2008/07/04 05:30:00 GMT+2
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2008/06/30 06:30:00 GMT+2
Lo oí ayer durante todo el día hasta la saciedad y eso que huí de los tropecientos programas especiales de radio y televisión que se realizaron hasta el comienzo del partido de marras y, con todavía mayor determinación, de los que se celebraron después: “¡Todos con España!” (o, alternativamente, “¡Todos con la roja!”).
Dos problemas en tres palabras.
Primero, lo de “España”. No insistiré demasiado –ya he desarrollado ese argumento otras veces– en que la Federación Española de Fútbol es un ente semiprivado que no sólo no depende de los poderes legítimamente electos, sino que se permite contrariarlos cada vez que se le pone. Que al equipo de fútbol que ella elige se le llame “España” no pasa de ser una licencia hiperbólica, comprensible a los efectos de una competición, pero carente de rigor.
Una vez recordado eso, llamo también la atención sobre el hecho de que la España que ese equipo simboliza, con independencia de que a algunos de sus integrantes les repatee, es sólo una de las Españas que hay. Ésa, la que ayer se impuso en todos los terrenos, pero sobre todo en el de los medios de comunicación, no es “la roja”. Es la roja y gualda: la que se pone firme ante el tachún-tachún de la Marcha Real, la que se embelesa con la presencia de los reyes y los príncipes, la del toro de Osborne, la de Manolo el del bombo, la que se deshace de gozo porque “hemos ganao a los mejores”, la del “España, España, España es cojonuda” y la de “con un par”. Hay muchos españoles –españoles de DNI, que al final es lo que cuenta a efectos estadísticos– que sienten repelús cuando ven a esa España a sus anchas, encantada de haberse conocido.
Ayer yo no quería que ganara la selección de Alemania. Tengo excelentes amigos alemanes –ninguno demasiado patriota–, y he conocido futbolistas alemanes de una calidad y de una inteligencia formidables, pero reconozco que, como diría Woody Allen de Wagner, cada vez que oigo las notas marciales del Deutschland über alles me entran ganas de invadir Polonia. Su estilo de juego, basado en el empuje y la superioridad física, me apabulla y, a la vez, me aburre. Es como si estuvieran preparándose en todo momento para pasar por encima del rival con un panzer. Ese tipo de sentimientos (pero sólo ése) me hizo simpatizar a partir del minuto 20 con la selección española, que hacía un juego mucho más divertido e imaginativo; técnico y, a la vez, sorprendente. Cuestión de gustos futbolísticos.
De modo que, aunque no estaba “con España” de antemano (no tenía ese prejuicio o, como dijeron en un informativo de RNE, ese “perjuicio”), el resultado del partido no me disgustó.
Hasta que el árbitro pitó la conclusión del encuentro y se desató la explosión delirante de nacionalismo españolero.
Apagué la televisión y me fui a la cama. Probé a encontrar alguna emisora de radio que no describiera enfervorecida el desparrame patrio, para que me ayudara a dormir con placidez, pero no la encontré. No se me ocurrió buscar Radio Clásica. Así que me dormí sin radio.
Coda.– Hubo un rato por la tarde en el que, tratando de huír del acontecimiento del milenio y también por curiosidad, me puse a navegar por las cadenas que se emiten vía satélite, que son la intemerata. Cientos. Encontré una que me pareció una parábola parabólica: se llama Télé Réalité (o sea, Tele Realidad) y no emite nada.
Escrito por: ortiz.2008/06/30 06:30:00 GMT+2
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2008/06/29 06:20:00 GMT+2
Hoy sale en “Público” un especial sobre la final de la Eurocopa de Fútbol. Con ese motivo, nos pidieron ayer a varios columnistas que escribiéramos unas pocas líneas para contribuir al trabajo. Grave problema el de las pocas líneas, en mi caso, porque me apetecía largar bastante y no había espacio para ello. En fin, lo que escribí es lo que sigue:
Más pan y menos circo
El fútbol es un deporte, pero también una vía de canalización de pulsiones tribales.
Como deporte, me gusta cuando lo juegan bien. Parece una perogrullada, pero no lo es: hay sesudos intelectuales, como mi paisano Javier Clemente, que afirman que ellos jamás se aburren viendo un partido de fútbol. Yo sí.
Luego están las pulsiones tribales. Sé que responden a la necesidad que muchos tienen de sentirse arropados por algún tipo de colectivo. Pero me rebelo: me disgusta ver a la gente en manada, cubierta de pinturas de guerra, gritando consignas agresivas y empeñada en que ganen los suyos a costa de lo que sea.
Me disgusta aún más, en todo caso, constatar cómo la siguen adormeciendo, igual que en la vieja Roma, dándole poco pan y mucho circo.
---oOo---
Hasta aquí el articulín. No hace falta que me digáis que no es muy original, pero en 750 caracteres no todo el mundo es capaz de decir lo esencial y además adornarse. Yo, por lo menos, no me arreglo para hacerlo.
Ya enviada la minicolumna, oí en la radio un espacio dedicado a las opiniones de Iñigo Urkullu acerca de la Eurocopa. Más curiosas de lo que parecen a primera vista.
Por lo que contaron, el presidente del PNV declaró horas antes del encuentro Rusia-España que prefería que ganara la selección de Rusia. Me quedé perplejo. ¿Qué tiene de preferible el nacionalismo ruso al español? ¿O lo dijo sólo para chinchar? ¿Y qué gana el PNV chinchando a la mayoría de los españoles? Si le hastía el hartazgo de españolería que estamos experimentando a costa del fútbol, que lo diga directamente, dejando a Putin y sus fervores gran rusos al margen, que el tipo es tan basura como el que más y no hay ninguna necesidad de hacerle el juego. Si la corriente ahora preponderante en el PNV está tan en contra del nacionalismo español, que lo demuestre en el terreno de la política, que es el que le corresponde, dejándose de gestos intrascendentes realizados de cara a la galería local.
Urkullu expresó luego sus sentimientos de cara a la final de hoy: “Que gane el mejor”, le oí decir. ¡Qué idea tan original y tan profunda, nunca oída!
¿Y por qué quería el jueves que ganara la selección de Rusia pero ahora no muestra sus preferencias por la alemana?
Es lo que les sucede a muchos adictos a la bravuconada: que acaban arrugándose.
Escrito por: ortiz.2008/06/29 06:20:00 GMT+2
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2008/06/26 05:30:00 GMT+2
Los periodistas damos mucha importancia a nuestro directorio personal de contactos, en el que tenemos anotado el modo de localizar a muy variada gente: políticos, especialistas en las más diversas materias, compañeros de profesión, enteradillos varios… Me refiero a eso que algunos suelen llamar “agenda de teléfonos”, por más que sea un término absurdo: una agenda sirve para anotar las tareas pendientes (*); no para consignar nombres, direcciones, teléfonos y otros datos de localización de éstos y aquellos.
Yo, con la cantidad de años que llevo en estas lides y con lo burócrata que soy, tengo una relación de contactos que bien podría decirse que es de mil pares porque, efectivamente, son unos dos mil. Prudente por naturaleza, me prevengo de averías o extravíos y, con ayuda de la informática, la tengo quintuplicada.
En realidad, el valor principal de tales directorios no estriba en que uno cuente con la dirección y el teléfono de toda esa multitud, aunque eso también tenga lo suyo, sino en que se trata de personas que conoces y has tratado, razón por la cual es bastante posible que, si las telefoneas, se pongan al aparato y te atiendan.
Sin embargo, tampoco hay que mitificar la importancia de tener muchos y buenos contactos en el mundo de la política, la economía y la vida social. A veces la clave no está en tener los datos de alguien, sino en conocer a alguien que le convenza de que eres de fiar.
Con el tiempo, la buena lista de contactos que más difícil de lograr me está resultando no tiene nada que ver con el periodismo, sino con el hogar. Contar con un buen albañil, un buen fontanero, un buen especialista en persianas, un buen informático, un buen carpintero, etc., etc., que te tenga aprecio, te atienda rápido, haga su trabajo con pulcritud y conocimiento y no te sablee es, sencillamente, la repera. Yo he ido atesorando con el tiempo algo de todo eso, pero no lo suficiente, pese a mi provecta edad. Tengo unas cuantas necesidades y averías domésticas que, o bien no he conseguido que ningún reparador se digne afrontar, o bien he conseguido que alguno las mirara, pero no que las resolviera.
Me da ganas de poner un anuncio por palabras: “Cambio contactos con altísimos cargos de la Administración y de los principales medios de comunicación por una recomendación solvente a un reparador de toldos que se avenga a venir a mi casa y evitar que el toldo de mi cocina acabe cayendo a la calle y matando a algún viandante”.
__________
(*) Agenda, si mi memoria de ya lejano profesor de latín no me falla, es el plural neutro del participio de la perifrástica pasiva del verbo ago y significa, literalmente, “las cosas que han de ser hechas”. Nada que ver con teléfonos ni direcciones, desde luego.
Escrito por: ortiz.2008/06/26 05:30:00 GMT+2
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2008/06/24 06:50:00 GMT+2
Tengo sobre mi mesa de trabajo, desde hace un par de días, una hoja de cuaderno que tiene por título “No olvidar…”. Debajo hay una larga lista que ya casi ocupa la página entera.
Os sorprendería ver con qué arrobamiento la miro. Es la lista de las cosas que no quiero olvidarme cuando me vaya de vacaciones.
Yo no me tomo nunca vacaciones en sentido estricto, porque jamás vaco del todo.
Me llamaron hace unos días de Público:
–¿Qué planes tienes para agosto? –me preguntaron.
–Los mismos que para julio y para septiembre: escribir a diario –respondí.
Escribo todos los días de todos los meses de todos los años (*), pero no sólo porque vivo de eso (en tanto que autónomo, si no escribo no cobro), sino también porque forma parte de mi manera de encarar la vida y de reflexionar sobre ella.
Hay gente que es capaz de hacerlo tumbada en la playa delante del mar o en la cumbre de una montaña. Yo no. En mi caso, la escritura funciona como una suerte de psicoanálisis.
El psicoanálisis basa su eficacia en el hecho de que el paciente, como debe verbalizar sus problemas para contárselos al analista, se siente obligado a darles cierta coherencia, cosa que le ayuda a apreciar mejor sus absurdos y sus carencias. Mi analista es la pantalla del ordenador. Cuando escribo, plasmo mis sensaciones y mis sentimientos. Al objetivarlos, al exteriorizarlos para convertirlos en reflexiones, debo racionalizarlos, en la medida de mis posibles. De ese modo, me hago más cargo de mí mismo.
Mi disciplina personal es siempre igual, haga calor o nieve. Pero eso vale para las horas en las que estoy escribiendo. Para el resto del día, juro que no es lo mismo estar anclado en el centro de Madrid, en un piso constantemente asaltado por bocinazos, gritos y aparatos estruendosos de toda suerte, que estar en una casa aislada en una montaña mediterránea cercana del mar, en la que los ruidos ambientales más llamativos son el graznido de los grajos y el canto de las chicharras.
Tiene sus inconvenientes, claro. Casi todos relacionados con las ventajas que aporta vivir en una gran ciudad. Allí no tengo ADSL, con lo que mi conexión a Internet es lentísima. Tampoco tengo RDSI, con lo que para participar en las tertulias de la radio he de hacer 25 kilómetros a las 7 de la mañana (y eso cuando trabajan quienes me facilitan la conexión, que no es siempre).
Pero el que algo quiere algo le cuesta. Y yo quiero aquella paz.
Ya se acerca. Me encanta la cuenta atrás.
__________
(*) Pregunta: "¿Y si estás enfermo y febril?". Respuesta: en ese caso, también. Sólo dejé de escribir el día en que murió mi madre, y sólo porque hube de ponerme de viaje de improviso y me fue imposible.
Escrito por: ortiz.2008/06/24 06:50:00 GMT+2
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2008/06/23 06:10:00 GMT+2
Vi anoche el partido de fútbol Italia-España en mi casa, en compañía de un familiar que es medio italiano y no demasiado futbolero. Él quería que perdiera Italia.
“Y tú, ¿qué prefieres?”, me preguntó. “Lo mío es directamente imposible”, le respondí. “A mí me gustaría que perdieran los dos”.
Recuperamos así algo del espíritu internacionalista de comienzos del siglo XX, cuando la gente de izquierdas consideraba que su primer deber era oponerse a su propia burguesía: ¡jamás cerrar filas con ella!
Las razones por las que no quería la victoria de los representantes de la Federación Española de Fútbol, también llamada “España”, se hicieron notar en cuanto concluyó el partido y las calles de Madrid se convirtieron en escenario de toda suerte de manifestaciones de patriotería casposa (y perdonadme por el pleonasmo: ya sé que todas las patrioterías son casposas). Hoy la prensa, las radios y las televisiones secundan ad nauseam la exaltación de la gesta de los penaltis, etc. Es un horror. A la vieja lista de siempre (Sagunto, Cádiz, Numancia, Zaragoza, San Marcial, Indíbil y Mandonio, Viriato, Daoiz y Velarde, Espoz y Mina, los héroes del Álcazar y demás) ahora nos toca añadir a la pareja de hecho constituida por Iker Casillas y Cesc Fábregas.
¡Y encima tienen que enfrentarse el jueves a la selección rusa! Nos esperan cuatro días de estomagante recuerdo del gol de Marcelino a la selección de la URSS en la Eurocopa de 1964. ¡Y viva España!
Pero tampoco quería que venciera la selección italiana, no tanto porque el nacionalismo italiano me cargue (que también) sino sobre todo porque, como aficionado al fútbol, llevo muy mal el supuesto juego práctico italiano, aburrido como él solo, correoso, marrullero, chulo y tirando a violento. Mi experiencia, confirmada anoche, es que resulta muy difícil ver un partido de la selección italiana que no aburra (salvo, hipotéticamente, por lo incierto del resultado).
Me fastidiaba que ese estilo volviera a triunfar, como tantas otras veces.
De modo que mis deseos eran imposibles. Como casi siempre. Y ahora ya no hablo sólo del fútbol, sino de la vida en general.
Escrito por: ortiz.2008/06/23 06:10:00 GMT+2
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2008/06/22 06:00:00 GMT+2
Eurocopa de fútbol. Ayer se enfrentaban las selecciones de Holanda y Rusia. Un comentarista de la cadena Ser, en la que recalé durante un rato tratando de descansar de la apabullante verborragia del locutor de Canal + (capaz de poner a cualquiera de los nervios a base de relatar a mil por hora todo lo que sucede en los encuentros, por mucho que el 90% de lo que farfulla a escape lo esté uno viendo ya en la pantalla del televisor) afirmó con el mayor aplomo del mundo: “Hay una ley del fútbol que dice que el equipo que perdona tantas ocasiones de gol como las que está desperdiciando Rusia, acaba perdiendo”.
En cosa de nada, la selección de Rusia marcó dos goles y ganó el partido. Toma ley del fútbol.
El locutor de Canal + del que había salido huyendo era el mismo que la víspera, durante el enfrentamiento entre las selecciones de Croacia y Turquía, nos había dado muestra de la amplitud de sus conocimientos históricos diciendo que uno de los dos equipos, no recuerdo cuál, trataba de burlar la defensa del contrario “como el ejército alemán la Línea Maginot, durante la Primera (sic) Guerra Mundial”. En la misma línea de rigor histórico, el de la Ser habló varias veces del equipo de Rusia llamándolo “soviético”.
Entiendo que a los cronistas de fútbol no se les exija demasiada cultura general, aunque tampoco les sobraría. Puedo resignarme incluso a la idea de que utilicen un castellano rarísimo, lleno de palabros de su invención y de aburridos lugares comunes (por ejemplo, según el locutor de Canal +, nadie quita nunca el balón a nadie: siempre “le roba la cartera”).
Lo que ya se me hace más cuesta arriba es que hagan como si no supieran que el fútbol es un juego, y que en todos los juegos es decisivo el azar. Qué leyes del fútbol ni qué pamplinas.
En el tercer gol que marcó ayer la selección rusa, el delantero chutó, el balón rebotó en un contrario y se le metió tontamente por debajo de las piernas al atribulado portero holandés. ¿Cómo se llama eso? Suerte. Antes, habían disparado varias veces, y muy bien, contra la portería holandesa, pero no habían logrado marcar. ¿Qué es eso? Mala suerte.
Siempre hay algún comentarista cursi que sentencia que ésa es “la grandeza del fútbol”. Bobadas. Eso es lo propio del azar, que permite que en todo momento pueda ocurrir cualquier cosa. Lo cual es divertido. Si se deseara que el fútbol fuera justo, se reglamentaría que los partidos se ganaran a los puntos, como los combates de boxeo, haciendo un cómputo global de los goles, claro, pero también de los tiros a puerta, saques de esquina, faltas cometidas, tiempo de control del balón, etc., etc. Pero la gracia del fútbol consiste en que puede ganar el peor, si ese día la suerte le acompaña. Con el tiempo –en un largo campeonato– tiende a imponerse la calidad, pero en cada encuentro puede suceder cualquier cosa, y en esa indeterminación reside buena parte del atractivo del juego.
El problema de los rollistas de deportes es que no quieren reconocer que cuando peroran y peroran durante un partido ejercen, en muy buena medida, de teóricos de la suerte. Y que ése es un oficio absurdo.
Escrito por: ortiz.2008/06/22 06:00:00 GMT+2
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2008/06/21 08:00:00 GMT+2
Al actor Pepe Rubianes, que está retirado de la actividad pública porque sufre un cáncer bastante chungo, van a procesarlo de nuevo por “ultraje a España”.
¿Cabe injuriar a una entidad jurídica? Porque, vistas las cosas desde criterios objetivos, lo único que resulta indiscutible es que España es una entidad jurídica: un Estado, con tales fronteras, tal jurisdicción, tales relaciones internacionales, tal organización territorial, etc. Si todo eso te cae fatal y no lo aguantas, ¿no puedes decirlo, sirviéndote del lenguaje que te dé la gana?
Según veo yo esto de las injurias, está feo insultar sin razón a las personas (en realidad no me gustan los insultos ni siquiera cuando son razonables), pero no acabo de entender que una patria pueda sentirse injuriada. Es más: no creo que una patria pueda sentirse nada. Jamás le he visto las neuronas a ninguna patria.
Como afrancesado de longue date que me ha tocado ser, recuerdo numerosas muestras de cabreo y maldición de Francia expresadas por franceses a los que nadie procesó nunca por “ultraje a Francia”. Y eso que siempre se habla de Francia como quintaesencia del nacionalismo, cuando no del chovinismo. Allá por el 68, ahora tan mentado, Maxime Le Forestier, cantautor francés que era (y sigue siendo) muy majo, grabó una canción titulada Je m’en fous de la France, expresión que tiene matices coloquiales no muy fáciles de traducir. Podrían ir desde “Francia me importa un bledo” hasta “Que Francia se vaya a la mierda”. El contenido de la letra se inclina más bien por esta segunda acepción. Se cachondea de la realidad de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad bajo el capitalismo y acaba diciendo: “A la mierda Francia. / Me han mentido. / Se aprovecharon de mi infancia / para hacerme creer en gilipolleces”.
Bueno, pues mucha gente biempensante se escandalizó, pero nadie llevó a Le Forestier a los tribunales.
Podría hacer una antología de afirmaciones vitriólicas decididamente antipatrióticas incluidas en canciones de Georges Brassens, Léo Ferré, Marc Ogéret, Boris Vian…
Eso, en el país de los chovinistas.
Aquí, como estamos a salvo de esas tonterías, procesamos a los enfermos de cáncer por ultrajes a España.
Confío en que España en persona acuda al juicio de Pepe Rubianes como testigo de cargo.
Escrito por: ortiz.2008/06/21 08:00:00 GMT+2
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2008/06/20 06:30:00 GMT+2
Comenté ayer mi metedura de pata con el apellido Rodham, que es como se identificaba la senadora Hillary Clinton de soltera. A decir verdad, no me importa gran cosa la procedencia de ese apellido, porque no atribuyo a esos asuntos mayor trascendencia. Mi amigo Ralph, de los USA, me citó un viejo texto que sostiene que Ortiz sí que es un apellido propio de judíos. Se habla en él de algunos Ortiz que fueron perseguidos por llevar a cargas ese santo y seña. Sin embargo, un especialista en heráldica me documentó (ignoro con qué acierto: no sé nada ni de estirpes ni de heráldica) que Ortiz es una variante de diversos apellidos (Fortuny en catalán, Ortuño en castellano viejo) que tomó cuerpo hace siglos entre Álava y el norte de Burgos, probablemente en la población casi cántabra de Espinosa de los Monteros. A saber.
Lo que acabó por interesarme de todo este embrollo –poco o nada apasionante, y menos aún trascendental– es el problema, ése sí más importante, de las consultas que hacemos en Internet y de la credibilidad que les damos. Yo encontré una página web en la que se afirmaba que Hillary Rodham es de familia judía (adjetivo de perfiles imprecisos, ya lo sé) e incluí ese dato de pasada. Mal hecho. Debería haber indagado más.
Pero también es cierto que quienes escribimos mucho estamos muy expuestos a ese peligro: los más escrupulosos consultamos el diccionario cuando tenemos alguna duda, metemos las narices en alguna enciclopedia y rastreamos algo en Internet. Si ha habido alguien que ha sentenciado algo erróneo y tenemos la desgracia de toparnos con ello, corremos el peligro de tomárnoslo en serio y repetirlo. (Por cierto: he corregido mi Apunte sobre Hillary Clinton para evitar que alguien que mire en Google o en cualquier otro buscador “Hillary + judío” se tope con mi texto y se vea inducido al mismo error.)
Pensando en esta historia, recordé con una sonrisa otro patinazo que tuve en el comienzo de los años ochenta, también típico de mi vida de juntaletras (por aquel entonces pobre de solemnidad). Un editor de guías turísticas, al que le molestaba mucho gastar dinero haciéndolas bien, nos contrató a unos cuantos desgarramantas con cierta soltura literaria para que le hiciéramos introducciones a determinados lugares de España. Teníamos que glosar en un par de folios la Historia, los paisajes, las costumbres y la gastronomía de cada sitio. A mí me tocaron algunos lugares que conocía algo, otros que apenas conocía y algunos que no conocía en absoluto. Excuso decir que, con la porquería que pagaba aquel explotador, estaba descartado invertir muchas horas en cada uno de los trabajillos. Cogíamos guías viejas de cada lugar, consultábamos algunas enciclopedias y perpetrábamos cada par de folios a la carrera. Fue en una de ésas en la que, después de mirar una vetusta guía de Asturias, escribí con gran aplomo sobre “el jamón de Avilés, escaso pero exquisito”. Cuando se publicó la guía, un amigo mío asturiano, que tuvo la inquina morbosa de leerla, se partió de la risa. “¿El jamón de Avilés? ¡Pero si hace un montón de décadas que no se produce!”, se me cachondeó. Glups.
Yo lo había leído. Pero no basta con que una cosa esté escrita y publicada para que sea verdad.
Escribir es un riesgo. A mí me gusta la precisión del lenguaje, pero no puedo garantizarla, ni mucho menos. Como suelo decir a quienes trabajan conmigo cuando meten el cuezo: “La mejor pluma tiene un borrón”. También hay otro dicho igual de tópico: “Los únicos que no se equivocan son los que no hacen nada”.
Escrito por: ortiz.2008/06/20 06:30:00 GMT+2
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2008/06/19 05:30:00 GMT+2
Por las noches, antes de dormirme (o para dormirme), oigo la radio.
A veces recalo en alguna tertulia política, pero no es lo más frecuente, porque, al menos en mi caso particular, ese género de espacios no contribuye nada a mi sosiego mental. Me cabreo con lo que oigo y eso tiende a desvelarme.
Con más frecuencia, detengo el dial en algún programa sobre deportes. Como ésos tratan de asuntos que suelen importarme entre poco y nada, ejercen sobre mí un poderoso efecto hipnótico y, en cosa de nada, me quedo roque.
Pero anoche comprobé que también los espacios radiofónicos sobre deportes (o sea, y al 90%, sobre fútbol) empiezan a tocarme poderosamente las narices. Como tienen una extensión enorme –el más discreto dura un par de horas– y sus presentadores se las ven y se las desean para llenar a diario todo ese tiempo con lo que sea, recurren a larguísimas entrevistas con personajes que no sólo no tienen nada que decir, sino que además no saben decirlo.
Ayer por la noche acabé huyendo asqueado de una entrevista con un deportista que era incapaz de empezar ni una sola frase sin decir “La verdad es que…” ¡No exagero! En el lapso de tres o cuatro minutos, soltó como veinte o veinticinco veces “La verdad es que…”. Y no veáis cuál era su colección de verdades: que lo importante es el éxito del equipo, y no el triunfo personal; que, en esta vida, como la familia no hay nada; que el míster es el que tiene que decidir y al jugador lo que le toca es amoldarse a sus decisiones… Tópicos y más tópicos, en tropel.
Cuando ya se me hizo imposible aguantar por más tiempo los confusos balbuceos del analfabeto, cambié de emisora. Y, ¡oh, maravilla! En cosa de segundos, volví a toparme con el mismo personaje, dispuesto a pasarse unos cuantos minutos más diciéndole al presentador de la otra emisora que “la verdad es que…” Ateniéndose, por supuesto, al mismo orden del día: el equipo, la familia, el míster, etc.
La culpa no la tienen ellos. Hay alguna gente en el mundo del fútbol que tiene dos dedos de frente, e incluso más, y a la que vale la pena entrevistar, porque dice cosas inteligentes, y hasta divertidas, pero son legión los técnicos y los jugadores que dan más patadas al diccionario que al balón y que, en el supuesto de que piensen algo, son incapaces de expresarlo. ¿A cuento de qué empeñarse en hacerles hablar o, todavía peor, ponerlos de comentaristas en radio o en televisión?
Hace años, cuando ejercía de subdirector de El Mundo, hubo una ocasión en la que los jugadores del Real Madrid se enfadaron con la prensa, no recuerdo a cuento de qué, y afirmaron que no iban a hacernos más declaraciones. Lo festejé: “Ganancia neta. ¡Para las bobadas que dicen!”. Todo el mundo en la Redacción pareció coincidir conmigo. Pero en cosa de nada los futbolistas del Madrid cambiaron de opinión y todos los periódicos volvimos a llenar páginas y más páginas con sus bobadas.
Hay una enfermiza relación dialéctica entre las chorradas a las que los periodistas damos cauce y las chorradas que el público nos demanda. Tanto más las soltamos, tanto más las asume. Tanto más las asume, tanto más nos las reclama. Es un círculo perfectamente vicioso.
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Rectificación.– A veces me fío demasiado de Internet. Hace días escribí que Rodham, el apellido de soltera de Hillary Clinton, es "inconfundiblemente judío". Y lo escribí basándome en lo afirmado en alguna página web, de la que me fié tontamente. Porque resulta que no. Ni inconfundible ni confundiblemente. Un amigo norteamericano me ha aclarado que Rodham es un apellido anglosajón de vieja estirpe. Que doña Hillary tenga más o menos contactos con el lobby judío estadounidense es otro asunto.
Ya sé que hay gente que toma pie en mis rectificaciones para calificarme de ignorante, pero no pienso renunciar a la autocrítica cuando considere que es de rigor. Además, no tengo ningún inconveniente en reconocer que, en efecto, soy muy ignorante.
Escrito por: ortiz.2008/06/19 05:30:00 GMT+2
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