2006/07/04 08:45:00 GMT+2
Defiendo siempre que tengo ocasión la superioridad del transporte público. En todos los planos, incluido el de la seguridad. Lo he escrito hace bien poco al referirme a lo arriesgado que resulta viajar en automóvil, y a lo difícil que es someter a los vehículos particulares y a sus conductores a los controles de idoneidad que cabe imponer a los medios públicos de transporte.
En principio, como regla general, el transporte público es el que puede ofrecer más garantías de eficacia y seguridad a los usuarios. No sólo en comparación con el transporte particular, en vehículo privado, sino también en comparación con el transporte colectivo realizado por empresas de propiedad privada. La lógica que mueve a las empresas privadas las empuja a maximizar los beneficios. Las partidas presupuestarias destinadas a acrecentar la seguridad los recortan. Esto no quiere decir que las empresas privadas de transporte se despreocupen de la seguridad de sus pasajeros, ni mucho menos. No sólo no pueden hacerlo; tampoco les conviene. Pero miran con la máxima atención, eso sí, la rúbrica de gastos correspondiente. En cambio, una empresa de titularidad pública no tiene por qué rendirse a la dictadura del beneficio económico. Puede invertir dinero para obtener rentabilidad social, aportando a la ciudadanía bienestar, comodidad, seguridad, calidad de vida.
Ése es el criterio general, expuesto a grandes trazos, que me mueve a preferir el transporte público, como opción de principio. Pero no cabe desconocer lo que el triunfo ideológico y político del llamado neoliberalismo ha supuesto también en este terreno. Desde hace años, las castas políticas dominantes vienen haciendo una labor de desprestigio constante de las empresas de titularidad pública, dando por hecho que su destino no puede ser otro que la privatización. Y, en tanto logran privatizarlas, reclaman de ellas que se sometan a los mismos criterios de rentabilidad que siguen las empresas privadas, negándose a admitir que puedan tener pérdidas. Y si, por ejemplo –y puesto que hablo del transporte–, una determinada línea de tren no puede ser privatizada porque genera pérdidas y nadie quiere hacerse cargo de ella, plantean de inmediato su cierre definitivo, sin pararse a considerar el perjuicio social que eso vaya a acarrear.
Los sindicatos, incluidos los más moderados y próximos a los poderes públicos españoles, vienen denunciando desde hace tiempo que las empresas de transporte de propiedad pública subcontratan cada vez más funciones que les son propias. También se han quejado de la sistemática reducción del número de empleados que estas empresas dedican a las tareas de seguridad y mantenimiento, al igual que su renuencia a sustituir maquinaria e instalaciones que, sin haber alcanzado límites de decadencia intolerables, sí reclaman la más pronta renovación.
No voy a emitir ningún juicio taxativo sobre el terrible accidente que sufrió ayer el metro de Valencia. No tengo suficientes elementos de juicio para hacerlo. He escuchado con pesar, eso sí, las quejas sindicales existentes en lo referente a esa línea, en general, y a la empresa, en general. Espero que merezcan la debida consideración cuando se investiguen a fondo las causas de la tragedia y se depuren las responsabilidades que deduzcan de lo sucedido, si las hay.
Lo que no puedo por menos que preguntarme es si unos gobernantes como los de la Generalitat Valenciana, devotos del neoliberalismo en boga –persuadidos, por tanto, de la superioridad de lo privado sobre lo público–, son los más aptos para gestionar seria y concienzudamente un servicio público.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: Transporte público.
Escrito por: ortiz.2006/07/04 08:45:00 GMT+2
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2006/07/03 06:00:00 GMT+2
El Ejército
israelí ha lanzado una operación militar intensiva contra Gaza, sobre
territorios supuestamente controlados por la autoridad palestina. Ha matado
indiscriminadamente, ha tomado rehenes, ha destruido infraestructuras
esenciales para la supervivencia de la población civil... La excusa que esgrime
el Gobierno de Tel Aviv es el secuestro por milicianos palestinos de un joven
israelí, Gilad Shalit, al que dice que quiere rescatar, pero ni siquiera los más incondicionales del
Estado de Israel se atreven a argumentar que una ofensiva militar tan
generalizada y tan cruel pueda servir para el objetivo aducido.
Israel ha
desencadenado ese ataque feroz tras saberse que Hamas se disponía a rubricar
una declaración política que incluía un reconocimiento implícito de la
existencia del Estado de Israel.
La agresión
israelí, radicalmente contraria a los principios básicos del Derecho
internacional y cualquier cosa menos apaciguadora, ha sido acogida
favorablemente por el Gobierno norteamericano. No ha merecido ni siquiera un
atisbo de condena de la llamada comunidad internacional, UE incluida. El
ministro español de Exteriores, Moratinos, ha aprovechado la ocasión para
impartir su enésima lección de hipocresía, hablando de la necesidad de «retomar
el camino de la negociación» –así, en abstracto– pero sin señalar directamente
a quien una y otra vez dinamita ese camino.
La población
palestina está harta de tanta guerra, de tanta penuria y de tanto sufrimiento,
pero nadie con poder bastante le ofrece una salida aceptable. Ni siquiera una
capitulación digna. Cada vez que cede en algo, Israel le impone una nueva
condición, todavía más humillante. A la que se añade otra más en el siguiente
paso.
Me pregunto si
Israel y quienes le respaldan en sus agresiones –lo hagan abiertamente, como
los EEUU, o mirando para otro lado, como la UE– serán conscientes del mensaje
que están haciendo llegar al pueblo palestino. Se den o no se den cuenta de
ello, le están diciendo: «Reconócelo: la vía de las concesiones sólo sirve al
agresor. Has de encontrar el modo que les obligue a hacerte caso; la manera de
convertirte en inaguantable para ellos».
Le están
pidiendo por la vía de los hechos que rivalice con los sionistas en brutalidad,
en crueldad. Que convierta su desesperación en arma de destrucción masiva.
Ya ha habido
quien ha blandido la amenaza: volver a atentar contra objetivos civiles
israelíes, pero ahora a mayor escala, buscando hacer el máximo daño. Practicar
el terrorismo, en suma. El terrorismo en sentido estricto, es decir, las
acciones destinadas a aterrorizar a la población civil del enemigo para que se
revuelva contra su Gobierno, por pura autodefensa.
Para mí que,
cuando esa gente abre fuego con tanta facilidad contra objetivos palestinos, no
se da cuenta cabal de que está jugando, en efecto, con fuego.
Escrito por: ortiz.2006/07/03 06:00:00 GMT+2
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2006/07/02 06:00:00 GMT+2
• «En una época de universal engaño, decir la
verdad constituye un acto revolucionario». Por dos veces he visto citada esta
frase de George Orwell en las últimas horas. Finalizaba una película que
pasaron anteanoche por algún canal de televisión y de la que sólo vi,
precisamente, el final. La víspera la había exhibido en Londres un ciudadano en
una pequeña pancarta que paseó por las cercanías del Parlamento británico.
Durante poco tiempo, porque fue detenido en conformidad con la nueva legislación
antiterrorista de Blair, que prohíbe hacer propaganda política en determinadas
zonas de la capital británica.
Los policías que
detuvieron al hombre de la pancarta quizá no se dieron cuenta de que, para
considerar que la frase en cuestión es propaganda política, se requiere empezar
por convenir con él en que, en efecto, vivimos «en una época de universal
engaño».
• Visita a Madrid del ministro del
Interior francés, Nicolas Sarkozy. Nada más llegar, se reunió con Pérez
Rubalcaba y fijó un encuentro con Rodríguez Zapatero. A continuación, se fue a
cenar con Aznar y con Acebes. Por preferencias personales, supongo.
Doy por hecho
que ni Rubalcaba ni Zapatero habrán hecho a Sarkozy ninguna confidencia que no
quieran que llegue de inmediato al PP. Imagino que no le habrán insinuado nada,
en particular, que tenga que ver con una posible suavización de la actividad
policial contra ETA en territorio francés.
Conociéndome
el percal, no me extraña nada que Sarkozy haya preferido a la gente del PP para
la parte más relajada de su estancia en Madrid. Me ha extrañado, sin embargo,
que nadie haya explicado por qué el ministro francés de Interior eligió ese par
de comensales, en concreto. ¿Por qué Aznar sí y Rajoy no?
• Primer día del carné por puntos. Oí
ayer al director general de Tráfico, Pere Navarro, afirmar que uno de los
objetivos del tal carné es «demostrar que los accidentes son evitables».
La de
tonterías que pueden decir quienes se dedican profesionalmente a la venta de
peines.
Tiene sentido
plantearse qué cabe hacer para contribuir a que se produzcan menos accidentes.
Pero es absurdo pretender que los accidentes –así, en general, considerados
globalmente– pueden ser evitados.
Lo que Pere
Navarro pretende es extender la idea de que los accidentes no son inherentes al
transporte por automóvil, sino una disfunción del sistema, evitable por tanto.
Y eso es falso. Los humanos somos propensos a la comisión de errores: nos
distraemos de muy diversas formas, tenemos prisa, sueño, miedo a las avispas
que entran por las ventanillas, somos competitivos, no revisamos nuestros
coches todo lo que haría falta, no cambiamos de neumáticos con la frecuencia
debida (porque son muy caros y andamos mal de dinero, porque ni los miramos)...
Los errores de ese tipo pueden prevenirse al máximo en los medios de transporte
colectivo, profesionalizando la conducción y arropándola con múltiples medidas
de seguridad. Es imposible hacerlo en el conjunto de los coches particulares.
En consecuencia, una cierta cantidad de accidentes es inevitable.
Pere Navarro
lo sabe. Le consta que en los países en los que ya funciona desde hace tiempo
el carné por puntos sigue habiendo muchos muertos en la carretera.
Algunos menos, pero todavía muchos.
A lo que
ninguno de ellos se atreve es a promover un modelo social de transporte que dé
prioridad a los medios colectivos y públicos y haga poco prácticos los
desplazamientos en coche particular.
Todo sea con tal de no contrariar los
sacrosantos intereses de la sacrosanta industria del automóvil.
• Me han
enseñado a acceder a un contador de visitas de páginas web que es, por
lo que dicen los expertos, el más preciso de los accesibles sin coste
económico. Se trata del Google Analytics. Este contador depura las
estadísticas, descartando las visitas que, de hecho, no tienen
estricto valor de tales. No me preguntéis cómo lo hace, porque no lo sé. Estoy
tomando nota de los datos que me proporciona este contador, aunque sigo
reflejando las estadísticas de Webalizer, más que nada porque, si sus
datos absolutos resultan discutibles, no lo es la tendencia que marca (que, por
fortuna, sigue siendo ascendente).
De todos
modos, por el aquel de jugar limpio, dejaré constancia mensualmente de las
visitas contabilizadas por Google Analytics. Éstos son los datos que asigna
a www.javierortiz.net en el mes de junio: visitas, 45.723; páginas visitadas,
126.389.
Ahora, a medida que avance el verano, la cifra bajará. Lo hace todos los años. No sé por qué, pero mis lectores tienden a abandonarme en cuanto tienen la oportunidad de entregarse a la molicie. Ingratos.
Escrito por: ortiz.2006/07/02 06:00:00 GMT+2
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2006/07/01 09:00:00 GMT+2
Por dos veces repitió ayer la vicepresidenta del Gobierno ante los medios de comunicación que la promesa hecha la víspera por su jefe, José Luis Rodríguez Zapatero, de «respetar las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos» debe entenderse dentro de los límites marcados por la legalidad vigente y, muy especialmente, por la Constitución de 1978. Siendo así –insistí en ello en mi Apunte de ayer–, carece de fundamento la pretensión de que el presidente del Gobierno español «vino a reconocer implícitamente» el derecho de autodeterminación del pueblo vasco.
Quienes tienen hilo directo con la Moncloa explican así lo que, según ellos, alberga Zapatero en su cabeza: dicen que el presidente del Gobierno va a favorecer la formación de una mesa de partidos legales que se encargue de idear un nuevo Estatuto de Autonomía vasco que, una vez elaborado y aprobado por el Parlamento de Vitoria, siga los mismos trámites por los que acaba de pasar el nuevo Estatut catalán. Es en eso en lo que está pensando cuando habla de «las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos».
Igual promesa hizo a los catalanes; no lo olvida. Pero considera que no volverá a tropezar con la misma piedra porque da por hecho (a) que no se aprobará ningún proyecto de nuevo Estatuto que carezca del aval del Partido Socialista de Euskadi y (b) que el PSE no dará su aprobación a un texto que desborde los límites impuestos por la Constitución. Por decirlo claramente: espera que el proyecto llegue a Madrid ya previamente cepillado.
He dicho más arriba que Zapatero está pensando en una mesa de partidos legales. Por supuesto que sabe que o en esa plataforma está presente Batasuna o no valdrá para gran cosa. Cifra sus esperanzas en que la organización de la izquierda abertzale se avenga a pasar por el aro de la Ley de Partidos.
Llegado de este punto, hay una pregunta que cae por su propio peso: quienes están celebrando con tanto alborozo lo dicho por Zapatero como un reconocimiento «implícito» del derecho de autodeterminación ¿no son conscientes de que lo que el presidente del Gobierno español tiene in mente es lo que acabo de describir más arriba, y nada más? ¿Que ni por un momento se le ocurrido la posibilidad de reconocer al pueblo vasco su derecho a la libre determinación? Como me consta que no son tontos y que oyen y leen tan bien como yo (o mejor), he de deducir que han emprendido una operación táctica «envolvente»: se han apoderado de la frase de Zapatero sobre el respeto a «las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos», tomándola aislada de su contexto y fingiendo que no reparan en los límites que él mismo le ha marcado, para que la opinión pública vasca la asuma como tal y haga muy difícil una interpretación diferente.
Es la misma táctica que, por el lado contrario, ha empezado también a aplicar el PP, que también hace como si no hubiera oído de labios de Zapatero nada sobre la legalidad vigente y la Constitución y como si la afirmación sobre «respetar las decisiones...», etc., fuera un absoluto (tan catastrófico, en su versión, como gozoso, en el caso de los partidos vascos autodeterministas).
Unos y otros se han apoyado en la tendencia de Zapatero a vestir de seda las monas que va sacando a hacer sus gracias sobre el escenario de la política española.
Admito que siento una desconfianza instintiva por las astucias que se basan en fingir que las cosas son como no son y que los demás quieren lo que no quieren. De modo que miro con bastante prevención esta especie de farsa que está empezando a representarse.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: El guion de la farsa.
Escrito por: ortiz.2006/07/01 09:00:00 GMT+2
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2006/06/30 08:45:00 GMT+2
Estaría encantado de la vida si
fuera verdad lo que el PP presenta como una catástrofe y Batasuna y el PNV como
una proclama muy positiva, es decir, si el presidente del Gobierno español
hubiera manifestado, amén de su intención de iniciar contactos con ETA para
tratar sobre las condiciones de su disolución, la voluntad del Ejecutivo de
Madrid de «respetar las decisiones que adopten libremente los ciudadanos
vascos». Los unos y los otros se han tomado esa declaración como un
reconocimiento «implícito» del derecho de autodeterminación.
En primer lugar, no lo es. Basta
una lectura mínimamente atenta de la declaración que hizo ayer Rodríguez
Zapatero ante la Prensa, y no en la tribuna del Congreso de los Diputados –un
modo de restar solemnidad a sus palabras–, para ver que lo que dijo es, en
efecto, que se compromete a respetar «las decisiones que adopten libremente los
ciudadanos vascos», pero que lo hará «desde los principios del pasado». Los
«principios del pasado» –a los que por cierto se refirió inmediatamente después
de haber invocado la Constitución de 1978– incluyen, ay, el «principio» de que
la única soberanía reconocible y reconocida por el Estado español es la que
reside en las Cortes de Madrid. No hace falta recordar que, en nombre de esos
«principios del pasado», pudo el Gobierno de Zapatero negarse incluso a tomar
en consideración el proyecto de reforma estatutaria que aprobó el Parlamento
vasco, cosa que podría volver a hacer con cualquier otro acuerdo que contara
con respaldo mayoritario en Euskadi pero no fuera de su agrado o no le
conviniera.
A esa consideración, que es
clave, habría que añadir otra, basada igualmente en la experiencia: hoy en día
sabemos que las promesas de Rodríguez Zapatero de respetar decisiones adoptadas
mayoritariamente a escala autonómica –así las ve él– se las puede llevar el
viento con la misma ligereza con la que fueron formuladas. Supongo que nadie
habrá olvidado que el presidente del Gobierno español se comprometió a
respaldar el proyecto estatutario que recibiera el apoyo de la mayoría del
Parlamento de Cataluña. Y todos sabemos lo que hizo finalmente con esa promesa.
Su intervención de ayer presentó
otros aspectos negativos (dicho sea, obviamente, desde mi punto de vista). Uno
ya lo he mencionado más arriba: la vía que eligió para hacer pública su
decisión, prescindiendo de llevarla al salón de plenos del Congreso de los
Diputados. Con ello restó importancia a sus palabras, y también a sus
compromisos. Que lo hiciera para no ahondar más la brecha que le separa del PP no
pasa de ser una pobre excusa: no veo cómo podría hacerse más honda una brecha
que ya llega sin obstáculos hasta Nueva Zelanda.
Tampoco me gustó nada que el
presidente no se atuviera a un texto formal y bien pulido, y que prefiriera
ampararse en las licencias e imprecisiones propias de las comunicaciones que se
atienen a un esquema, pero no tienen una redacción estricta. Eso hace que
algunas de las frases de su breve discurso parecieran nacidas de la pluma del
propio Cantinflas (así, por ejemplo, cuando hizo una «apelación a los
ciudadanos, a las formaciones políticas y a la sociedad vasca en general», como
si «los ciudadanos» y «la sociedad», no fueran una y la misma cosa, o cuando
habló, en el momento central de su intervención, de «las decisiones de los
ciudadanos vascos que adopten libremente», galimatías que todos hemos decidido
corregir por nuestra cuenta, trascribiéndolo como «las decisiones que adopten
libremente los ciudadanos vascos»). La consecuencia de esas imprecisiones es lo
difícil que pone las reclamaciones a
posteriori: ¿cómo acusarle de no ser fiel a unas palabras que, tomadas en
su literalidad, no dicen nada preciso?
En fin, me desagradó su empeño
recalcitrante en no derogar la Ley de Partidos. Como ya he señalado en
anteriores ocasiones, si Batasuna opta por legalizarse con otras siglas –que es
a lo que se le invita–, esa Ley siempre podrá servir para promover la
ilegalización de la nueva formación política, considerándola una mera
«reconstitución» de la anterior.
Supongo que no será necesario
decir que también vi aspectos positivos en lo dicho ayer por Rodríguez Zapatero.
En ese campo, dos puntos principales: el anuncio del inicio formal de contactos con ETA y la
admisión explícita de que debe haber un «gran acuerdo político» para resolver
los problemas políticos pendientes en Euskadi (y en España, por vía de
consecuencia). Eso equivale a admitir la necesidad de las famosas «dos mesas» de
diálogo: una con ETA; la otra, con presencia de todos los partidos políticos que quieran participar en esas conversaciones. Eso sí es algo
concreto.
Escrito por: ortiz.2006/06/30 08:45:00 GMT+2
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2006/06/29 05:00:00 GMT+2
De las circunstancias más
irritantes que han acompañado la participación española en el Campeonato
Mundial de la FIFA, que sigue jugándose en Alemania –aunque por aquí ya casi no
lo parezca–, una fue, sin duda, la naturalidad o incluso el regocijo con el que
muchísima gente hizo suya la consigna «¡A por ellos!», difundida sin parar por
todos los medios, incluidos los públicos. Convirtieron la cosa es una especie
de canto de guerra y tuvieron éxito. En cuanto se juntaban cinco o seis
forofos, se ponían a dar botes y a gritar «¡A por ellos!» como posesos.
Llevo desde comienzos de mes
preguntándome quiénes podían ser esos «ellos» contra los que había que ir tan por
la brava. Eso, como primera providencia. De habérmelo aclarado alguien, le
habría formulado una segunda pregunta, para mí tan decisiva como la primera:
«¿Y qué os han hecho, para que os creáis en la obligación de arrollarlos?».
Como nadie me respondió a la
primera cuestión, no tuve la oportunidad de plantear la segunda. Y sin embargo era
igual de interesante, porque toda definición hostil de un «ellos» implica la
existencia de un «nosotros». (Asunto sobre el que, como se verá, tomé
precauciones de entrada, preguntando «¿Que os
han hecho?» y no «¿Qué nos han
hecho?».)
Ese tono decididamente belicoso –tontorrón,
pero belicoso–, que tan presente ha estado en los días que ha durado el espejismo del fútbol
español, respondía a un planteamiento ideológico nacionalista excluyente, de ésos que tratan
de definir la propia identidad a costa de las identidades ajenas. Es como el
«¡Qué viva España!» al que me referí ayer: para que España pueda ser «la
mejor», como pretende la cancioncita, todos los que no son España han de ser
forzosamente peores.
El final, más bien triste y
hasta un pelín ridículo –durante varios días vivimos el esplendor de los
perdonavidas, que ya sabían que los de Luis Aragonés y el pelo de su gamba iban
a dejar bien servidos a los jugadores «viejos y decadentes» de la selección
francesa–, vino cuando se lanzaron a por «ellos», representados en este caso por
Zidane y compañía, y se llevaron una azotaina en toda regla, por absurdos y por
pretenciosos (no los jugadores, sino los del reino de la chulería, con Aragonés
al frente).
Mi buen amigo Gervasio Guzmán
tiene toda una teoría al respecto: «Para llegar lejos en un mundial, hace falta
tener los nervios muy templados y no atolondrarse», dice. A lo que yo le
apostillo: «Sí. De todos modos, tampoco estorba nada jugar mejor que el
contrario».
De la participación española en este Mundial de fútbol, siempre me quedará el recuerdo divertido de esos miles de aficionados enfervorecidos, empeñados en cantar un himno que no tiene letra y cuya música, para más inri, siguen sin aprenderse (en efecto: una y otra vez, cuando la orquesta repetía la primera parte, el público se lanzaba a clamar la segunda, generando un caos genuinamente celtibérico).
Cuando en la presentación del partido España-Francia terminó aquel guirigay de barraca de feria y empezaron a oírse las muy reconocibles notas de La Marsellesa, no me costó nada imaginar lo que podía venir a continuación.
Escrito por: ortiz.2006/06/29 05:00:00 GMT+2
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2006/06/28 07:30:00 GMT+2
No me alegré de que la Selección
de la Federación Española de Fútbol perdiera el partido que jugó ayer contra su
homóloga francesa. No me alegré, pero sentí un gran alivio.
«A ti lo que te sucede es que
quieres que le vaya mal a España», me dicen algunos. Y se equivocan por
completo. No sólo porque ese equipo no representa a España en tanto que
colectividad –ha sido elegido por un
empleado de una asociación de carácter privado– sino porque, además, no les
deseo ningún mal, ni a la una ni al otro. Soy capaz de defender posiciones
derrotistas, si hace al caso. Así, por ejemplo, deseé que las tropas españolas
desplazadas a Irak sufrieran un gran fiasco, y no me importaría que lo mismo
les sucediera a las que están en Afganistán. Pero en las contiendas
futbolísticas, en las que, en tratándose de estados poderosos, tanto montan
montan tanto los unos como los otros, no veo ninguna razón extra balompédica para desear que gane éste o pierda aquel.
Mi alivio por la derrota del
equipo seleccionado por Luis Aragonés –zafio como él solo, garrulo hasta decir
basta– tiene que ver con las reacciones sociales, en parte espontáneas, en
mucha mayor medida inducidas, que se habrían producido a ciencia cierta en el caso
de que ese conjunto deportivo hubiera vencido ayer, y no digamos ya en partidos
sucesivos. La explosión de patriotería celtibérica, jaleada por sus máximas
estrellas (El Koala, Manolo el del bombo,
Poli Rincón y demás componentes de la crema de nuestra intelectualidad), habría
sido –hablo de mí, claro– física y metafísicamente insoportable: un continuo «¡Semos los mejores!», coreado de mil
modos con el «¡Que viva España!» (*) como música de fondo, camisetas en rojo y
gualda como uniforme de obligado cumplimiento, pinturas por la cara con el emblema
monárquico y un toro de añadido, sonar sincopado de bocinas en la insomne
madrugada...
Ésa es una regla general en este
tipo de ocasiones, pero en ésta, en concreto –ahora que afrontamos el inminente
peligro de desmembración de la Patria, etcétera, etcétera–, se nos avecinaba
elevada al cubo. Había razones para el pánico. Recordemos el titular principal
de la portada de El Mundo del pasado
15: «La goleada de la selección dispara las expresiones de patriotismo en
España». Y de subtítulo: «El PSOE esgrime la “España plural” y el PP habla del
“legítimo orgullo de la nación más antigua de Europa”».
Me parece una broma ridícula que
haya quienes digan que hablando de estas cosas estamos politizando el deporte.
Tanto la valoración de la importancia de la noticia como el contenido de la
portada periodística que acabo de citar –una entre cientos: menciono ésa tan
sólo porque la conservo– demuestran más que de sobra que el campeonato de
fútbol de Alemania ha sido utilizado políticamente desde el primer momento por
los defensores de la España «eterna» e «indisoluble» para hacer caja política.
A nadie puede extrañar que otros nos opongamos a ello.
Por lo demás, dijeron tantas
tonterías previas sobre Francia, los franceses, su selección de ancianos, etc.,
que ver la cara de pasmados que se les ha quedado no deja de tener su aquel.
Espero que hayan comprendido que es imposible ganar un partido de fútbol cuando
uno ni siquiera es capaz de chutar contra la portería contraria.
Pasa con esto como con las
juergas de alcohol. Los que se achispan se divierten mucho por la noche,
durante la fiesta; los demás lo pasamos mejor al día siguiente, cuando nos
levantamos de la cama sin resaca.
_________
(*) La muy patriótica y cargante
cancioncilla de Manolo Escobar incluye un barbarismo como la copa de un pino:
«Por eso se oye este refrán...»,
dice. Utiliza la palabra refrán al
modo del francés e inglés refrain.
Eso en castellano se llama estribillo. Los
refranes son otra cosa.
Escrito por: ortiz.2006/06/28 07:30:00 GMT+2
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2006/06/27 08:00:00 GMT+2
Vuelvo a mi admirado Pierre
Desproges y a sus divertidas boutades.
«El enemigo no está bien de la cabeza –escribió–. Se cree que el enemigo somos
nosotros, cuando es evidente que el enemigo es él».
A mi modo –o sea, con menos
ingenio–, hacía yo una broma similar allá por los años 70, cuando los sedicentes
marxistas nos liábamos en larguísimas polémicas sobre quiénes mantenían con más
tino el legado teórico de Karl Marx y quiénes lo traicionaban. Decía yo: «No sé
por qué se discute tanto sobre qué marxismo es el verdadero y qué marxismos son
falsos. Me parece obvio que el verdadero marxismo es el mío».
Algo parecido viene pasando
desde hace años en la política española (y en el periodismo, en tanto que rama
de la política) con relación a los jueces que alcanzan mayor notoriedad, por
una u otra razón. Cada bando considera que los magistrados que le benefician
son estupendos, auténticos dechados de perfección, en tanto que aquellos otros
que perjudican sus intereses se dejan guiar por la ambición, por la vanidad o
por algún género de fanatismo político-ideológico, si es que no por todo ello a
la vez. El caso más llamativo de todos es el de Baltasar Garzón, quien, en las
muy diferentes etapas de su deriva profesional, se ha ganado las simpatías y
las antipatías de los enemigos del PSOE, las del PSOE y las del PSOE y el PP
juntos. Está por ver qué le sucederá ahora, cuando vuelva a asentar sus reales
en la Audiencia Nacional.
En el otro extremo habría que situar al pobre Marino
Barbero, magistrado sin la menor vocación de juez estrella, que fue tratado cual monigote, insultado y
perseguido –hasta le sacaron a relucir el impago de una mensualidad de su
modesto crédito hipotecario– porque se tomó en serio la instrucción del caso Filesa, que ponía al desnudo una
trama de financiación ilegal del PSOE. Puestos a insultarlo, Rodríguez Ibarra
llegó a hacer mofa de él pretendiendo que se había metido a competir «a ver
quién mea más lejos».
Cada bando ve así la realidad y
actúa en consecuencia, sometiendo a los jueces que le molestan a un asedio
implacable, en el que casi nada queda al margen, y haciendo aparatosas campañas
de defensa de los magistrados que le ponen bien las cosas.
Cabría deducir –suele hacerse–
que todo esto lo único que deja claro es el cerrado sectarismo de la
política española, que convierte en ángeles o en demonios a los jueces según
les place a los unos o a los otros. Pero no. No es lo único. También demuestra que muchos jueces son atacables porque, tengan
mayor o menor conciencia de ello, son igual de sectarios que los políticos que
les bailan el agua o los difaman. Mi experiencia, que ya viene de lejos –de muy
lejos–, me enseña que casi todos los jueces de alto copete tienen bastantes
asuntos poco presentables escondidos bajo la alfombra. Todo es cuestión de
sacarlos a relucir. O de mantenerlos ocultos mientras se porten como es debido.
Sea como sea cada caso concreto, la pieza clave de
todo el engranaje de la justicia española es el Consejo General del Poder
Judicial, órgano político de gobierno del sector, que puede mantener contra
viento y marea al más chapucero de los justicieros y cargarse al más
escrupuloso de los juristas según le venga en gana. ¿Marlaska? Marlaska no es
nadie, y lo será todavía menos dentro de cinco días. Si a Marlaska le hubieran
abierto un expediente –así fuera meramente informativo– a la primera
irregularidad cometida, en vez de jalearlo, no estaríamos donde estamos. Pero
no olvidemos que el CGPJ es emanación directa de la relación de fuerzas
políticas existente en el momento de su designación. El actual CGPJ está en
manos de jueces que se sitúan abiertamente del lado del PP, que era el partido
gobernante la última vez que se decidió su composición. Para hacerse una idea
de la clase de CGPJ que hay ahora mismo quizá baste con decir que su propio
presidente, Francisco José Hernando Santiago, no ha ocultado nunca la
consideración que le merece la obra de Franco.
Ahí está la clave. Es muy
probable que hasta la próxima renovación que se produzca en el CGPJ no haya
nada que hacer con esto de los jueces. De los jueces estrella y de los estrellados.
Escrito por: ortiz.2006/06/27 08:00:00 GMT+2
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2006/06/26 05:45:00 GMT+2
Con el correr del tiempo, los
discursos de Mariano Rajoy me han suscitado muy diversas reacciones, desde el
aburrimiento hasta la hilaridad, desde la sensación de déjà vu hasta el estupor, desde la ternura –¡se le ve a veces tan
desvalido!– hasta la irritación. Ayer, por primera vez en muchos años, me dio
miedo. Lo noté fuera de sí, desesperado, agresivo, amenazante, peligroso. Tuve
la sensación de que, de pillarme a su paso y oírme lo que pienso, no le
costaría nada darme media docena de guantazos.
Para mí que una de las cosas que
más le sacan de quicio es la conciencia de que emplea argumentos que son pura
simpleza y no se tienen en pie. En el discurso que le oí ayer, su tesis básica
era que, puesto que Batasuna es ETA,
según sentencia del Supremo –del Tribunal, no del Hacedor–, legalizar a
Batasuna equivaldría a legalizar e ETA, con lo que tendríamos «dos ETA, una
legal y otra ilegal, una sin armas y otra con armas, y con ambas se
negociaría». «Es de puro sentido común», concluyó. Pero él sabe muy bien que,
antes de ser ilegalizada, Batasuna fue legal, como lo fue Euskal Herritarrok y,
antes de ambas, Herri Batasuna, y no pasó nada que no viniera dado por la
existencia de ETA, de un lado, y de la izquierda abertzale como corriente
socio-política, del otro, realidad que existía antes y sigue existiendo después de la prohibición de Batasuna. Tampoco debe de ser tan de «sentido
común» lo que dice cuando su propio líder carismático, José María Aznar,
consideró durante años, antes de su primera designación como presidente del
Gobierno e inmediatamente después, que la ilegalización de HB hubiera sido un doble
error, jurídico y político, y de hecho se negó a promoverla.
«No se puede dialogar con alguien
que pone una pistola sobre la mesa», insiste Rajoy, abundando en sus argumentos
«de sentido común». Apostaría con él doble contra sencillo –y ganaría de calle–
a que la mayoría de las grandes negociaciones que en el mundo han sido han
juntado a gentes que acudían respaldadas por fuerzas armadas. Puestos a
enarbolar evidencias, no me parece la menor que sólo cabe negociar el abandono
de las armas con alguien que tiene armas.
Metido en estas reflexiones de
andar por casa estaba ayer mientras oía las noticias de la radio cuando pusieron un
anuncio que me llamó la atención. Y es raro, porque hay radios cuyos
noticiarios son pura publicidad: unas veces de productos comerciales y otras
del partido político de sus amores. Este anuncio venía respaldado por el
Instituto de la Mujer y estaba destinado a alertar contra la llamada violencia de género. Lo que me llamó la
atención no fue el cuerpo del
anuncio, destinado a denunciar que la violencia contra las mujeres suele
empezar por agresiones menores, que no parecen tener una enorme importancia,
pero que o se corta con ellas por lo sano o se les allana el camino que puede
acabar en el hospital o en el tanatorio (una verdad incontrovertible), sino la
frase con la que se clausura el mensaje: «¿Alguna vez te has preguntado cuándo
un hombre deja de ser hombre?».
La pregunta del anuncio me sugirió
otra, de mi propia cosecha: «¿Y por qué diablos el Instituto de la Mujer se
mete en jardines conceptuales tan improductivos como éste?». Pretendiendo
combatir las expresiones más extremas del machismo dominante, el mentado Instituto
hace propaganda del tópico esencialista según el cual ser hombre equivale a ser
bueno, pacífico, generoso y estupendo. Y vaya que no. Un hombre que pega a una
mujer no es un no-hombre; es, lisa y llanamente, un hombre que pega a una
mujer. En rigor, examinado a lo largo de su devenir histórico, el hombre –y
cuando hablo del hombre no incluyo en este caso a la mujer–, ha demostrado sobradamente
su recurrente tendencia a tratar de imponerse mediante la violencia tanto a los
de su especie como a la Naturaleza en general. Un hombre que agrede no deja de
ser hombre. No diré que al contrario, porque tampoco veo la necesidad, pero más
bien.
No se trata de ningún puntillismo
conceptual, ni mucho menos. Porque, planteadas las cosas al modo del anuncio
del Instituto de la Mujer, se diría que de lo que se trata es de que el hombre
se reconcilie con su verdadero ser, esencialmente positivo, cuando lo que
estamos proponiendo es, en realidad, un radical distanciamiento de las más
hondas pulsiones del animal masculino, una reconducción de sus tendencias naturales destinada a transformarlo en
un ser civilizado.
Vistas así las cosas, cabría
permitirse la humorada de contestar a la pregunta del anuncio («¿Alguna vez te
has preguntado cuándo un hombre deja de ser hombre?») diciendo: «Cuando se
comporta como si fuera un igual entre iguales.»
Escrito por: ortiz.2006/06/26 05:45:00 GMT+2
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2006/06/25 10:20:00 GMT+2
Reconozco –sería inútil negarlo,
supongo– que Fernando Grande-Marlaska me fascina. Es, en cierto modo, como Garzón, pero tiene otro
encanto. Garzón canta más. Se le nota demasiado lo mucho que le gusta lucirse. Y lo oportunista:
cuantos le hemos seguido el rastro –a veces de demasiado cerca– sabemos que es
capaz de defender cada cosa y su contrario, según más le convenga. Marlaska no
para de actuar, pero se mantiene en la sombra. Se traicionó concediendo una
entrevista a El País en la que accedió a exhibir determinados aspectos
de su vida privada. ¿Sintió tal vez la necesidad compulsiva de hacer ver al
gran público que, con independencia de lo reaccionario y brutal que pueda
mostrarse en el ejercicio de sus funciones, tiene también su lado progre, «humano»?
Es posible.
Escribí ayer sobre sus dos
últimas iniciativas singulares. Ya son las penúltimas. Y es que no para. Ayer mismo, por muy sábado que fuera,
se le ocurrió llamar a declarar a Gorka Agirre en calidad de imputado y a
Xabier Arzalluz como testigo. Pretende probar que Agirre ha tenido relación con
la trama de cobro del impuesto revolucionario.
Siempre he dicho que, entre los
muchos problemas que plantea la existencia de la Audiencia Nacional, uno, y no
pequeño, viene dado por el hecho de que sus jueces se ven obligados a decidir sobre asuntos de los que no tienen
ni pajolera idea. Lo del elefante en la cacharrería es filfa, comparado con las
que suelen armar gracias a la aplicación práctica de su ignorancia.
Grande-Marlaska pasó por Euskadi, pero como si no. Quizá adquiriera un elevado
conocimiento sobre la correcta cocción de las alubias de Tolosa y el punto
correcto de acidez del txakoli, pero de los intríngulis de la política vasca se
quedó tan in albis como estaba el día en el que vino al mundo.
No me ofende que no haya tenido el
detalle de leer las memorias de Arzalluz, de cuya concreción práctica fui
culpable –en ese caso me tocaría estar enfadado con casi toda la población
española–, pero eso no quita para que, de haberlo hecho, hubiera podido
ahorrarse las meteduras de pata que está a punto de añadir a su ya largo
palmarés de especialista en la materia. Se habría enterado de que Gorka Agirre,
que nació en Bélgica –toda la familia del lehendakari José Antonio Aguirre hubo
de emprender el camino del exilio–, se instaló pronto en Iparralde, donde montó
una imprenta que hacía trabajos para afuera y, ya de paso, imprimía la
propaganda clandestina del PNV. Durante su larga estancia en eso que muchos
vascos solemos llamar «el otro lado» y que otros prefieren denominar «País
Vasco francés», Gorka Agirre mantuvo un trato amplio e intenso con varias
generaciones de refugiados de ETA, incluyendo a sus sucesivos jefes, lo que le
ha permitido establecer con posterioridad contactos diversos, de finalidades
muy diferentes: para que el PNV supiera a qué atenerse en relación a tales o
cuales propuestas de ETA, para facilitar el contacto con ETA de familiares de
secuestrados, para hacer llegar a la organización terrorista los planteamientos
del PNV en cuestiones cruciales de las que el partido de Arzalluz no quería
hablar en público... No tiene nada de especial que tanto el PNV, de un lado,
como la propia ETA, del suyo, hayan pensado en él como cauce de comunicación.
Si ETA quería que el PNV supiera que su determinación de no recurrir en lo sucesivo
al impuesto revolucionario es firme, lo lógico era hacer llegar el
mensaje a Gorka Agirre. Y si Marlaska cree que eso implica «colaboración con
banda armada», es que no tiene ni idea de lo que dice. O, por expresarme con
más claridad: lo cree, y con ello demuestra que no tiene ni idea de lo que se
trae entre manos.
Siempre se ha dicho que es
preferible un perverso a un tonto, porque el perverso de vez en cuando
descansa, en tanto que el tonto lo es a jornada completa. No me atrevería a
definir a Fernando Grande-Marlaska, pero de lo que no tengo la menor duda es de
que no descansa.
Escrito por: ortiz.2006/06/25 10:20:00 GMT+2
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