2006/07/14 08:40:00 GMT+2
El ilustre
penalista Enrique Gimbernat Ordeig, con quien tuve en tiempos estrecho contacto
profesional, de cuyos amplísimos conocimientos jurídicos aprendí mucho y de
cuya amistad me precio –aunque no esté de acuerdo con bastantes de mis
opiniones: lo preciso porque no quisiera comprometerlo–, suele comentar que, si
alguna vez tuviera que sentarse en el banquillo de los acusados, lo último que
se le ocurriría es asumir su propia defensa. «Cuando la causa te afecta tan
directamente –dice–, lo más probable es que te dejes cegar por la pasión y no
aciertes a determinar qué línea de defensa te conviene más». Gimbernat bromea a
propósito de las películas norteamericanas en las que el acusado hace una
brillantísima defensa de sí mismo y gana el juicio de calle, premiado con la
ovación del público.
No es mejor la
defensa más vehemente, más conmovedora y más sincera, sino la que tiene en
cuenta más y mejor las leyes que son de aplicación al caso, la jurisprudencia
existente y los datos objetivos que figuran en el sumario. Con toda la frialdad
necesaria. Con toda la frialdad de la que careces cuando son tu propio
prestigio y tu propia libertad, en ocasiones, los que están en juego.
Algunas víctimas
del terrorismo han optado por erigirse en directos defensores de su causa ante
la opinión pública. Tienen todo el derecho del mundo a hacerlo, pero los demás
también tenemos todo el derecho del mundo –y muy buenos argumentos– para
considerar que cuentan con muchas posibilidades de dejarse cegar por la pasión
y de defenderla mal. Me dejan perplejo esas víctimas –familiares de víctimas en
la mayoría de los casos, es decir, víctimas en segundo grado– que se
manifiestan exigiendo que no se dialogue con ETA, aun a riesgo de que ello
contribuya a la continuidad de la actividad terrorista. ¿No les importa que
donde hoy se manifiestan 100 víctimas mañana tengan que manifestarse 102, 105 o 110?
Están tan obsesionados con su desgracia que no piensan en los males que puede
acarrear la pervivencia del terrorismo.
Su posición me
parece –y no lo digo por quedar bien, sino porque lo pienso– perfectamente
comprensible. A nadie que ha padecido tanto se le puede exigir que se distancie
de su caso y que haga un análisis frío de la situación social en su conjunto,
aunque haya quienes lo han hecho. Lo que resulta inaceptable, en todo caso, es
la posición de los políticos y agitadores mediáticos que rinden pleitesía a la
posición de las víctimas más intransigentes, pintándola como la única
éticamente aceptable.
He calificado su
posición de inaceptable; no de incomprensible. Comprendo –lo comprendo, aunque
me repugne– su deseo de atrincherarse detrás de las víctimas para dar algún
sentido a su posición de autodefensa política. «No quieren que el PSOE se
apunte el tanto del fin de ETA; les gustaría que fuera cosa suya», dicen muchos. No
estoy de acuerdo. Por lo que les conozco –y les conozco bien–, no creo que
deseen el fin de ETA, ni siquiera aunque fuera un logro suyo. Les conviene que
ETA siga en activo. Necesitan de la existencia de ese enemigo cruel,
supuestamente taimado y multiforme –«la hidra de mil cabezas», según el tópico
anticomunista de los tiempos de la Guerra Fría–, que justifique el
reforzamiento constante de su poder y las medidas destinadas a vaciar de
contenido los derechos individuales y colectivos. La presencia de ETA les permite tener decretado un estado de excepción permanente.
Ya sé que queda
bruto expresado así, pero no veo mejor modo de decirlo: son, en este momento,
los más apasionados defensores de ETA.
Escrito por: ortiz.2006/07/14 08:40:00 GMT+2
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2006/07/13 07:45:00 GMT+2
Pablo Muñoz, alma mater periodística del grupo Diario de Noticias, con cabeceras diferenciadas en Navarra, Álava y Guipúzcoa, ha sido detenido y trasladado a la Audiencia Nacional por orden del juez Baltasar Garzón, que lo vincula con la presunta red de extorsión de ETA que investiga su Juzgado. El nombre de Pablo Muñoz apareció mencionado en la declaración de una de las personas que fue detenida con anterioridad.
Tengo el convencimiento de que Pablo Muñoz, del que soy amigo, no tiene ninguna relación con el cobro del pésimamente llamado impuesto revolucionario. Viene condenándolo desde hace años por activa y por pasiva, de palabra y por escrito, en público y en privado, como editorialista y con su propia firma. Pero ustedes son muy dueños de suponer que Pablo dice y escribe abiertamente unas cosas y luego, a escondidas, piensa y hace las opuestas. No les pido que le crean. Sólo que imaginen, por un momento, la posibilidad –la mera posibilidad– de que esté diciendo la verdad y que un poco antes o algo después sea puesto en libertad con todos los pronunciamientos favorables.
¿Qué sucederá entonces? Que, sin haber hecho nada punible, el ciudadano Pablo Muñoz quedará marcado de por vida. Sufrirá una condena, tan dura como injusta.
No ocurriría tal cosa si se obrara de otro modo.
Primer punto: Pablo Muñoz, tras enterarse por una filtración periodística de que su nombre estaba en el candelero, proclamó su disposición a declarar voluntariamente ante Garzón. Si, a la vista de ello, el juez le hubiera señalado cita, se habría ahorrado la detención y todo el circo que la acompañó. Recordó ayer Jiménez Villarejo que la privación de libertad es una medida extrema que el juez debe evitar siempre que le sea posible. Garzón debe de tener otros criterios.
Segundo punto: Pablo Muñoz ha sido presentado por muchos medios de comunicación, antes incluso de prestar declaración, como parte del entramado etarra. El martes, una emisora supuestamente progresista presentó su detención como ejemplo de que «el Estado de Derecho no está en tregua con ETA». ¡Sustituyen la presunción de inocencia por la certeza de culpabilidad!
Pablo Muñoz es muy conocido en Euskadi y, si queda en libertad sin cargos, la opinión pública vasca lo tratará bien. Pero no sucederá lo mismo con los millones de españoles que lo han visto conducido por la Policía y que han oído que es un agente del terrorismo. Si la Justicia lo exculpa, suerte tendrá si alguien incluye ese hecho en una espacio de noticias breves. Para la mayoría, tanto su imagen como la de los medios de los que es director editorial quedarán ya para siempre asociados a ETA.
La máquina de triturar reputaciones hace su trabajo, más implacable que el de la propia justicia. Eso sí: elige con cuidado a sus víctimas.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo (Pablo Muñoz) con la siguiente nota: «La importancia del asunto, en el que me siento muy personalmente implicado, lo exige.»
Escrito por: ortiz.2006/07/13 07:45:00 GMT+2
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2006/07/12 12:10:00 GMT+2
Decididamente,
hoy no es mi día.
Anoche, como
había tenido una jornada bastante fatigosa, decidí ir pronto a la cama,
sabiendo que este miércoles tampoco iba a ser precisamente muy tranquilo y
queriendo afrontarlo descansado. Mi plan era levantarme con las primeras luces
del alba, como tarde, escribir mi Apunte del Natural correspondiente y
bajar a Alacant a los estudios de la Radio Televisión Valenciana para
participar en la tertulia de Radio Euskadi (los entes autonómicos de radiotelevisión
tienen acuerdos de colaboración, a través de la FORTA, de los que me
beneficio).
No eran aún las
11 de la noche y ya estaba en la cama. Me dormí rápidamente, porque apagué
pronto la radio, cabreado por la orientación que estaban dando a las noticias.
Volvieron a insistir en que la detención de Pablo Muñoz, acusado de colaborar
en el cobro del impuesto revolucionario, era una demostración de que «el
Estado de Derecho no se da tregua contra ETA» (sic!). Ya lo había oído
varias veces antes a lo largo del día, pero no estaba vacunado todavía contra
la indignación. Tiene particulares bemoles oír frases así en las ondas de la
Cadena Ser, que no dice ni pío de que uno de los detenidos en esa operación judicial
ha sido durante años y sigue siendo el principal responsable, incluso jurídico,
de Radio Irún, de la propia Cadena Ser. Si
los detenidos son etarras, según ellos mismos los presentan, ¿no
tienen nada que decir del que figuraba en sus propias filas?
Así que me
dormí, dándole vueltas a lo de Pablo, y también a los tremendos atentados de
Bombay. Me intrigaba la elección del lugar del atentado, habida cuenta de que
Al Qaeda nunca ha colocado en la lista de sus peores agravios internacionales
el conflicto de Cachemira. Pero también
me llamaba la atención el hecho de que los autores hubieran escogido un día 11.
Como el 11 de septiembre. Como el 11 de marzo. Claro que la masacre de Londres
fue el 7 de julio. ¿Casualidad?
Por lo general
yo no duermo más de 6 horas seguidas. Para cuando suena el móvil, que utilizo
como despertador, ya llevo un buen rato de pie. No ha sido hoy el caso. Me he
despertado a las 8 menos veinte porque ha sonado el teléfono. Me llamaban de
Radio Euskadi para darme la relación de los temas previstos para la tertulia.
Estaba somnoliento y aturdido. «Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué no ha sonado el
despertador? ¿Cómo he podido dormir tanto?». Nada parecía tener sentido. Me he
vestido en un santiamén y cinco minutos después ya estaba arrancando el coche.
He avisado a la radio de que no era imposible que llegara tarde, aunque lo he
hecho por mera prudencia. En condiciones normales, de mi pueblo en lo alto a la
carretera general de la costa hay unos 10 minutos. Y desde ese punto, en El
Campello, hasta Alicante, se viene a tardar normalmente entre 20 y 30 minutos,
según la intensidad de la circulación. Hoy he hecho el primer tramo en menos de
10 minutos, pero desde El Campello al edificio de RTVV he tardado la friolera
de tres cuartos de hora. Estaban conectándome el micro cuando el conductor del
programa, convenientemente avisado, me
ha hecho la primera pregunta. Nervios a espuertas.
El mismo
fenómeno de la ida me ha sucedido a la vuelta. El atasco circulatorio no era
igualito, sino algo mayor, todavía. (No he parado de preguntarme: «¿Y de dónde
salen tantos coches? ¡Porque supongo que los turistas no se ponen a circular ni
a las 8 ni a las 9 de la mañana!».) El regreso ha tenido otra particularidad:
he tenido que parar a repostar gasolina, con todo lo cual en vez de 55 minutos
he tardado 70. He llegado a casa lo antes que he podido, pero tarde. Había
quedado a las 10:30 con una gente que tiene que repararme un cachivache
eléctrico que me pusieron defectuoso. He llegado a las 10:40. Había una nota en
la puerta: «Hemos pasado a las 10:30». Hay que saber lo que cuesta conseguir
que cualquier reparador de lo que sea se avenga a subir hasta mi casa, en el
quinto pino, perdida en la montaña, para hacerse cargo de lo desesperante que
puede ser que, cuando por fin se decide a venir, sea yo el que no esté.
Relacionados con
mi precipitado abandono de la casa a las 7:45, me he topado con varios
problemas más, pero tampoco es cosa de levantar aquí acta de todo.
Consternado por
la marcha del día, he optado por sentarme un rato. Y he vuelto a acordarme de
Pablo Muñoz, que es el factótum periodístico del grupo Noticias –Diario
de Noticias de Navarra, Diario de Noticias de Álava, Diario de Noticias de
Gipuzkoa). Es eso pero, para mí, es también –y sobre todo– un buen
amigo. Me he vuelto a decir que es absurdo e innecesariamente cruel que,
habiéndose ofrecido él mismo a declarar voluntariamente tras enterarse (¡por
otros medios de comunicación!) de que su nombre había aparecido durante el
interrogatorio de uno de los detenidos, Garzón haya ordenado detenerlo. Y he vuelto
a decirme también qué disparatado es plantearse que Pablo tenga nada que ver
con el cobro de una extorsión de ETA, método de recaudación mafioso contra el
que él mismo ha escrito montones de veces.
Me lo ha
comentado hace un rato por teléfono un amigo madrileño: «Pero es que todas esas
cosas sobre Pablo Muñoz las sabéis tú y los que estáis al tanto de los asuntos
de Euskadi, pero para los que andamos por Madrid, o por Sevilla, o por
Valencia, ese hombre, aunque quede en libertad sin cargos dentro de tres días,
habrá quedado ya marcado de por vida. Y cuando alguien mencione un Diario de
Noticias, no faltará el que diga: “¿Pero eso no estaba relacionado con
ETA?”»
Y tiene razón.
De modo que he
empezado pensando que hoy no es mi día por algunas tonterías de tipo
decididamente menor que me han salido mal y he acabado asumiendo, obligado por
las circunstancias, la auténtica desgracia –que es del día de hoy, pero viene
de lejos y no tiene pinta de terminarse pronto– de la que Pablo Muñoz es
circunstancial víctima. Por decirlo resumidamente: estamos en manos de
auténtica gentuza.
Escrito por: ortiz.2006/07/12 12:10:00 GMT+2
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2006/07/11 06:00:00 GMT+2
Estoy molesto,
ya que no sorprendido, con los comentarios editorializantes
que salpican las noticias sobre la huelga de pilotos de Iberia. Muy pocas
se limitan a informar sobre lo que sucede. Casi todas aprovechan para atacar la
acción –la inacción– de los pilotos. De hecho, no hay hora del día que pase sin
que alguien nos recuerde lo muy enfadados que están los usuarios y los demás
trabajadores de Iberia y sin que el uno o el otro nos insista en que los
pilotos constituyen «un gremio privilegiado» que plantea «reivindicaciones
desorbitadas». El colofón suele ser una invitación apenas disimulada, si es que
no indisimulada, a que la autoridad judicial atienda las demandas de la
dirección de Iberia y declare ilegal la huelga.
Lo primero que
debo decir, para que nadie se crea que examino el asunto desde fuera, es que la
huelga en cuestión me ha ocasionado un perjuicio notable. En principio, ayer
debería haber estado en Bilbao, para participar en la tertulia de Pásalo, el programa vespertino de ETB2
en el que ejerzo de contertulio. El paro de los pilotos hizo que se anularan
los vuelos entre Alicante y Bilbao que me convenían, con lo que hube de
renunciar a esa parte de mi trabajo (y de mis ingresos). O sea, que tengo muy
buenas razones para estar molesto. Pero mis conveniencias personales no me
obnubilan hasta el punto de volvérseme anteojeras. Todavía acierto a ver algo
más que lo que tengo delante de las narices.
Por ejemplo: no
se me pasa desapercibido que los medios de comunicación que hablan de los
pilotos de Iberia como «un gremio privilegiado» nunca se hayan referido a los
altos cargos de los propios medios de comunicación como «un gremio
privilegiado». Y a fe que los sueldos de quienes componen los staff de dirección de los medios no tienen nada que
envidiar al de los pilotos. Llamo la atención sobre el prudente silencio que
guardan los medios en lo referente a la poderosa influencia que el elevado
nivel de vida de quienes los dirigen tiene en los criterios con los que desempeñan
su profesión y en cómo su posición social los aleja de la ciudadanía corriente
y moliente, cosa que da igual en el caso de los pilotos, cuyo ejercicio
profesional, mayormente técnico, depende poco de ese tipo de condicionantes.
¿Es excesivo lo
que cobran los pilotos de Iberia? Es mucho, qué duda cabe, en comparación con
los sueldos que son norma en la mayoría de los sectores laborales (y poco en
comparación con los de algunos otros, como ya ha quedado dicho), pero no creo
que quepa calificarlo de «excesivo». Doy por supuesto que cobrarán lo que fijen
las condiciones del mercado. En mi vida he visto a un empresario que pague a
sus empleados más de lo que le hace falta para conseguir que trabajen en las
condiciones más ventajosas para él. Si las leyes de la oferta y la demanda han
establecido esos sueldos, ¿en qué se apoyan las amargas quejas de quienes, por
lo demás, defienden el libérrimo funcionamiento de los mercados como si les
fuera la vida en ello?
Se me encienden
las alarmas cada vez que oigo argumentaciones que desembocan en la demanda de
limitar la libertad de huelga en la rama de los transportes de modo que su
ejercicio no resulte lesivo para los usuarios. Me parece un intento demagógico
de aprovechar el cabreo del público para colar
restricciones abusivas del derecho de huelga. Dejar de prestar un servicio
fastidia obligatoriamente a quienes precisan de ese servicio. Se me hace
difícil imaginar una huelga de transportes que perjudique a la patronal sin
molestar a los usuarios. Para hacer daño a la patronal y forzarla a negociar se
requiere ejercer presión en la medida y en el momento más favorables para los
trabajadores. Se podrá discutir a partir de qué punto el daño que la huelga
causa a los usuarios deja de estar justificado y pasa a convertirse en abusivo.
Lo que no puede aceptarse es lo que algunos reclaman, que no es otra cosa que
la prohibición de hecho de las huelgas en la rama del transporte. Porque,
cuando se imponen servicios mínimos que no tienen nada de mínimos, la huelga
deja de ser huelga.
He oído en la
radio a un representante sindical de los trabajadores de tierra de Iberia –de
UGT o de CCOO, no recuerdo el detalle– que ponía en duda la legalidad de la
huelga de los pilotos. Según él, las reivindicaciones del Sindicato Español de Pilotos
de Líneas Aéreas (SEPLA) desbordan el marco de lo que puede ser materia de
negociación colectiva. Es un argumento penoso, propio del burocratismo que se
ha adueñado de la práctica de los sindicatos oficiales. Para empezar, tiene lo suyo que un sindicalista se meta
a enjuiciar qué reivindicaciones son legales y cuáles no. Pero, dejando eso al
margen, ¿qué materias considera él que deben quedar excluidas, por principio,
de la negociación colectiva? ¿No tienen nada que decir los trabajadores si
Iberia decide crear una línea de vuelos de bajo coste a la que ir trasladando
una parte de sus actuales servicios? ¿Cree que el «bajo coste» del precio de
los billetes se logrará sin degradar la calidad ya problemática del servicio y
las condiciones laborales de los empleados?
Con
independencia de que se adopte al final una u otra actitud ante esos planes,
¿cómo puede pretenderse que no tienen relación con la práctica sindical?
No pretendo
avalar la justicia de las reivindicaciones que han motivado la huelga de pilotos.
Ni mucho menos. No conozco lo suficiente su situación laboral. Además,
desconfío de la distancia con la que tratan al resto de los empleados de la
compañía.
Me he limitado a
hacer algunas observaciones críticas sobre el modo en el que esta huelga está siendo
presentada ante la ciudadanía. He creído que valía la pena.
Escrito por: ortiz.2006/07/11 06:00:00 GMT+2
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2006/07/10 08:00:00 GMT+2
Según empezó
anoche la segunda parte de la final de la Copa del Mundo de la FIFA y vi que la
selección de Francia estaba jugando bastante mejor que la italiana, me sentí
profundamente abatido. «La han hecho buena», le comenté a mi buen amigo
Gervasio Guzmán, que estaba viendo el partido conmigo. Gervasio ha hecho parada
y fonda en mi casa de Aigües, a orillas del Mediterráneo, antes de emprender un
largo viaje hacia el África austral. «¿Qué dices?», me preguntó, tratando de
chillar un poco más que el locutor de la Cuatro, que estaba empeñado en
convencernos de que el encuentro estaba creciendo
y en acabar con todos los verbos reflexivos de la lengua castellana por el
original sistema de convertirlos en transitivos. «¡Que la han hecho buena los
franceses!», le respondí, berreando yo también. «¿Por qué? Pero si están
haciéndolo francamente bien», objetó. «¡Pues por eso lo digo! ¡Han conseguido
que me ponga de su lado, y eso les hundirá sin remisión!», le expliqué.
Gervasio me miró
con cara de coña: «¿Te has vuelo supersticioso, o qué? ¿Resulta ahora que te
consideras gafe?», se mofó. Hube de aclararle que lo mío no tiene nada que ver
con supersticiones ni sinos personales; que es un convencimiento que nace de la
mera observación de los hechos. Tengo comprobado que si un contendiente, sea
del tipo que sea y participe en la pugna que sea, recibe el regalo envenenado
de mis simpatías, va derechito a la derrota.
Como quiera que
un fenómeno tan unívoco y persistente no puede ser resultado del mero azar, deduzco
que la explicación ha de estar en que, por alguna suerte de habilidad innata e
inconsciente, percibo quienes tienen todas las papeletas para convertirse en
perdedores, lo que despierta mis sentimientos de solidaridad y me mueve a
ponerme de su lado.
«Zidane está
jugando muy bien. Está teniendo una despedida gloriosa», comentó Gervasio poco
después. «Hum... Entonces lo más probable es que dentro de nada meta gol en su
propia portería», apostillé. No acerté en la magnitud del desastre, que fue superior
al que preví: incurrió en una agresión inconcebible en un jugador de su
experiencia y fue expulsado.
De todos modos,
cuando más clara quedó mi extraña –y molesta– capacidad para detectar a los
perdedores por la vía de fijarme en quiénes despiertan mis simpatías
espontáneas fue a la hora de los penaltis. «El siguiente lo va a tirar
Trezeguet», le dije a Gervasio. «Es un gran futbolista, pero el pobre no ha
tenido ocasión de demostrarlo en este Mundial. Ha sobrellevado su marginación
con gran dignidad. Si está jugando hoy es sólo por las lesiones y el
agotamiento de los otros candidatos al puesto. La verdad es que me cae
francamente bien. Así que seguro que falla». Y falló.
Toda ley tiene
su excepción. Hubo un caso en el que simpaticé con un candidato –no porque me
pareciera perfecto, sino por mera comparación con su rival– y mi circunstancial
preferido venció. Me refiero a las elecciones vascas en las que Mayor Oreja se
presentó candidato para desbancar a Ibarretxe. Aquel día supe –¡qué extraña
sensación!– cómo se sienten los que ganan.
Se lo comenté a
Gervasio y se me rió en las barbas: «Hombre, ¡así cualquiera! ¡Ésa estaba
cantada!». No me tomé el trabajo de contarle la cantidad de veces que he visto
perder a gente cuya victoria «estaba cantada». Con muchos de los cuales, huelga
decirlo, simpatizaba. La de Nicaragua fue de antología.
-----------
Advertencia.– La columna que hoy me publica El Mundo («Que juzguen las urnas») ni ha aparecido ni aparecerá como Apunte del Natural.
Escrito por: ortiz.2006/07/10 08:00:00 GMT+2
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2006/07/09 10:10:00 GMT+2
Hoy termina el
Campeonato Mundial organizado en Alemania por la FIFA. No tengo ni idea de qué
selección quedará campeona, si la francesa o la italiana, y en buena medida me
da lo mismo, aunque supongo que, visto el asunto con pretensiones sociales, debería desear la derrota de
los representantes del fútbol profesional italiano, porque eso contribuiría a la
lucha contra la corrupción que lo corroe, según han puesto de manifiesto las
investigaciones judiciales.
De todos modos,
la experiencia me demuestra que, en ésta como en algunas materias más, mi
cerebro no siempre camina en la misma dirección que mis vísceras. Ahora mismo es
cierto que no tengo ninguna preferencia, pero cabe perfectamente que esta noche
a las 21:30 esté deseando que ganen éstos o los otros. Puede depender de
aspectos circunstanciales del juego que hagan: me disgustan los equipos que se
quedan a la defensiva a la espera de que los fallos del oponente les permitan
montar contraataques peligrosos, llevo fatal a los jugadores divos que fingen lesiones o las exageran
y siento auténtica aversión –eso ya directamente, sin matices– por quienes reparten
coces y codazos con la insufrible excusa de que el fútbol es «un juego de
hombres». Por esta última razón cambié de colores sobre la marcha en el partido
Alemania-Italia. Empecé a verlo predispuesto contra Italia, cuya selección
tantas veces me ha puesto de los nervios con su juego defensivo y marrullero, e
incluso violento, pero ese día los italianos jugaron un fútbol alegre y echado
para adelante, mientras los alemanes, con Ballack a la cabeza, sabiéndose
arropados por la hinchada, se pusieron a repartir patadas de campeonato (de
campeonato de patadas, no de fútbol).
A veces me dejo
arrastrar también por consideraciones político-ideológicas que tal vez no
deberían hacer al caso, pero que se me imponen por su cuenta. Por ejemplo: en
esta edición del Mundial de la FIFA, la selección portuguesa se me ha quedado mal
colocada en el ranking de las preferencias –y cuidado que Portugal me cae bien–
por culpa, sobre todo, de su entrenador Felipao
Scolari, que es un facha de tomo y lomo: adora la disciplina militar,
elogia a Pinochet, obliga a los jugadores de su equipo a soportar su devoción
por las vírgenes (ahora, como está en Portugal, los ha puesto bajo la devoción
de la de Fátima) y les impone rezar antes del comienzo de los partidos, dice
que los defensas deben ser «malas personas» –o sea, leñeros– y añade, para
remate, que jamás se avendrá a ser entrenador de un futbolista homosexual. Lo
admito: con tal de que un tipo así no salga victorioso –y menos todavía si le
acompaña Figo, al que le tengo un paquete de aúpa, por simulador de faltas y
por plañidero profesional–, me conformo casi con lo que sea.
Sé que algunas
de mis preferencias futbolísticas sentimentales
no resistirían un debate medianamente riguroso. ¿Qué sentido tiene que, si
juega alguna selección centroamericana, o africana, o asiática, y se enfrenta a
la de Inglaterra, Alemania o cualquier «gran potencia», me ponga
instintivamente del lado de los primeros, como si representaran a «los débiles»
contra «los poderosos»? Es una opción visceral bastante tonta. Estoy seguro de
que los seleccionados de Arabia Saudí, o de Japón, o de Corea, se identifican
con los explotados y oprimidos de sus pueblos –y no digamos ya con las
explotadas y oprimidas– tanto como nada y que ganan en una semana, los «pobres
y débiles», más que yo en todo un año. Pero mis vísceras, que son muy suyas,
imponen sus leyes de excepción.
Puedo seguir el
rastro de mis inclinaciones balompédicas, en plan psicoanalítico, hasta desenterrar
algunos traumas de mi más tierna infancia. Veo la huella de esos viejos
rencores, muy especialmente, en mi fobia hacia el Real Madrid, rayana en el
fanatismo. Con tal de que pierda ese club, me importa un bledo contra quién sea
y en qué circunstancia. Sé que eso se debe a que de niño quisieron imponerme la
pleitesía al tinglado de Santiago Bernabéu, cuya obra me presentaban como
demostración de la superioridad de «lo español» sobre «lo vasco» y, más
concretamente, de lo procedente de Madrid sobre todo lo demás. Consiguieron,
obviamente, el efecto contrario.
Consciente de
mis propias entretelas –parte de las cuales tengo diagnosticadas; otras sin
localizar, porque también en la cosa de la introspección lo poco agrada, pero
lo mucho enfada–, me hago cada vez más tolerante ante los gustos ajenos, muchos
de los cuales me resultan incomprensibles, y hasta absurdos.
Aunque hay ideas
a las que me resulta imposible adaptarme. Así a la confesión de un comentarista
deportivo, ex futbolista él, que dijo que prefería que el campeonato se lo
llevara Portugal y no Francia, «porque los portugueses son nuestros vecinos».
Supongo que él, cuando atraviesa la frontera norte del Estado, se planta
directamente en Alemania.
Y es que una
cosa es ser subjetivo, y otra ser bobo.
Escrito por: ortiz.2006/07/09 10:10:00 GMT+2
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2006/07/08 07:55:00 GMT+2
Manuel García
sale de su casa a las diez de la noche, como todos los días laborables. Acude a
su trabajo de supervisor nocturno de averías en la central eléctrica de la
comarca. Apenas ha caminado cien metros cuando un tipo malencarado se abalanza
sobre él inopinadamente y le pone un cuchillo al cuello. «¡Dame ahora mismo
todo lo que lleves o te rajo!», le grita casi a la oreja. Aterrado, Manuel le
ruega que conserve la calma y le dice que se lo dará. El ladrón le quita la
cartera, el reloj y hasta la alianza de oro que lleva en el anular de la mano
derecha desde el día de su boda. A continuación, huye a la carrera.
Aún aturdido,
Manuel se dirige a la Comisaría de Policía más cercana a presentar la
correspondiente denuncia. El policía encargado del trámite le toma los datos y
redacta el formulario. Una vez consignada la filiación, entra en materia:
–¿Sabía usted
que este barrio es peligroso de noche?
–Claro que lo
sé. Pero tengo que ir a trabajar.
El policía
cambia de asunto:
–¿Para qué ha
sido usted víctima de ese atraco? –le pregunta.
Manuel, que
todavía está nervioso, piensa que no ha entendido bien.
–¿Que para
qué?
–Sí –insiste el
agente–. Es un aspecto clave. ¿Para qué ha sido usted víctima del robo?
Nuestro hombre
se indigna.
–Óigame, agente.
Yo no he pretendido que me robaran. El robo me ha pillado por sorpresa y, desde
luego, muy al margen de mi voluntad. No he hecho nada para nada. A una pregunta
como la que me hace sólo podría responder el ladrón. Él sabrá para qué se ha
arriesgado a que yo pudiera responder a su ataque, o a que ustedes lo detengan
y lo manden a la cárcel.
La respuesta de
Manuel es lógica, ¿no? Para mí, sí. Para los dirigentes del Partido Popular y
para algunos familiares de algunas víctimas del terrorismo, no.
«¿Para qué han
muerto las víctimas de ETA? ¿Han muerto para nada?», se preguntó el otro día
José María Aznar en el acto inaugural de un curso del FAE. Fue una pregunta
meramente retórica: en seguida demostró que no necesitaba que nadie le diera
ninguna respuesta.
Sin embargo, a
los damnificados por ETA –a los que murieron a resultas del atentado que
sufrieron y a los que lo sobrevivieron– les pasó lo mismo que a Manuel: no
fueron víctimas para nada. No lo hicieron a propósito. No tuvieron opción. Ni
siquiera los que se sabían amenazados: aunque tomaran precauciones, debían
seguir viviendo. Uno no puede explicar para qué ha sido blanco de un disparo u
objetivo de una bomba. Es a quienes mataron e hirieron a los que hay que
preguntar para qué lo hicieron. Porque ellos sí tuvieron opción. Y si responden
que convirtieron a otros en víctimas porque creyeron que con ello iban a
contribuir a la libertad del pueblo vasco, habrá que ponerles ante la evidencia
del desastre que causaron: no sólo sembraron el mundo de tristeza; también
enlodaron la causa de la libertad y dificultaron que fuera el propio pueblo
vasco el que se encargara –mediante su lucha colectiva, sin necesidad de ningún
Robin Hood salvador– de marcar la pauta de su destino colectivo.
¿Que las
víctimas tienen derecho a una reparación? Sin duda. Pero nadie, salvo ellas
mismas, están autorizado a decidir cómo debe ser esa reparación y al servicio
de qué línea política debe ponerse. Sabemos de víctimas supervivientes que
defienden unas posiciones políticas y de otras que sostienen las opuestas. Y lo
mismo pasa con los familiares de quienes perdieron la vida. ¿Cuáles interpretan
bien el sentir del fallecido? ¿Cuál sería su sentir en las presentes
circunstancias?
Su muerte no tuvo ningún sentido específico. Quien quiera dárselo ahora habrá de asumir el sentido de su elección, no achacárselo a la víctima.
¿Es lícito afrontar la historia desde los sentimientos, desde la rabia y el deseo de venganza? Lo es. Pero los sentimientos han de ser situados en el plano que les corresponde. Que no es el de la razón.
Escrito por: ortiz.2006/07/08 07:55:00 GMT+2
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2006/07/07 07:55:00 GMT+2
A la hora de dar
por iniciados los sanfermines de este año, el concejal de Aralar al que correspondió tal honor puso
ayer su mejor empeño en no lanzar desde el balcón del Ayuntamiento de Iruña ni
un viva ni un gora! en memoria del santo. Contaba con que ese gesto
confiriera un aire laico al rito festivo. Empeño inútil. No sólo porque la
alcaldesa estaba allí para enmendarle la plana (se apoderó del micrófono y
lanzó un «¡Viva San Fermín!» tirando a rabiosillo), sino porque no hay gesto ni
adorno que pueda convertir en laicas unas fiestas que desde siempre han
mezclado el pacharán y el vino de misa con perfecta liberalidad. ¿Unos sanfermines
sin San Fermín? A quien alimentara
tan exótica esperanza le habría bastado con esperar a los minutos anteriores a
las 8 de la mañana del día de hoy para oír a los mozos cantar ante la imagen
del santo eso de «A San Fermín pedimos / por ser nuestro patrón, / nos guíe en
el encierro / dándonos su bendición».
El rito de los
encierros de sanfermines requiere de la invocación del santo, de los
periódicos convertidos en porras de papel y de la presencia de borrachos
–preferiblemente foráneos– dispuestos a jugarse la vida haciendo el idiota
delante de los toros para que los expertos los calienten a palos y los pongan a
caldo.
Me ponen de los
nervios. Todos: los extranjeros y los nativos, los borrachos y los sobrios, los
ignorantes y los expertos. Porque todos ponen en riesgo sus vidas, por más que
algunos lo hagan con más experiencia y conocimiento de causa y otros con
pasmosa inconsciencia. Me ponen de los nervios los que se juegan el tipo
corriendo delante de los toros y me indignan las autoridades que admiten y
arropan el comportamiento de esos eventuales suicidas.
Recuerdo que,
hace años, en una conversación de ésas de barra de bar, me referí a los
muchos conductores kamikazes que pueblan las carreteras españolas empleando un
argumento bastante tópico: «Si quieren darse una galleta, o incluso matarse,
allá ellos. Pero que no impliquen a gente que no tiene ningún deseo de morir».
Un amigo se enfadó con mi ramplonería: «De eso, nada. Si tienen ganas de
accidentarse, o incluso de matarse, que se tiren discretamente por un
acantilado o se las repriman, que sus tonterías al volante nos salen a los
demás por un ojo de la cara: ambulancias, médicos, muy costosas
rehabilitaciones, necesidades especiales que pueden durar ya toda su vida...
Esos gastos, en todo o en parte, corren siempre a cuenta del erario.»
En el caso de
los sanfermines estamos en las mismas: el aparatoso dispositivo de
seguridad desplegado a diario y la atención a los corredores que se accidentan
durante los encierros son gastos sufragados con cargo a los impuestos que
pagamos todos. Son vicios privados costeados con fondos públicos. Las
autoridades deberían no sólo abstenerse de fomentar ese ejercicio colectivo de
imprudencia temeraria sino hacer lo posible para que no se realice, del mismo
modo que persiguen la conducción temeraria o tratan de frustrar –asunto este
bastante más discutible, según los casos– las tentativas de suicidio.
No diré nada de
la jerarquía católica, que se ocupa tanto de la vida en el momento de su
gestación y tan poco de cómo discurre a partir de su llegada al mundo
extrauterino. Si quiere hacerse cómplice de ese espectáculo de tan singular
moralidad, prestándole su bendición y su santoral, allá ella. Pero no se
extrañe si sus incoherencias mueven al sarcasmo de algunos infieles, entre los
que me cuento.
Escribo todo
esto a sabiendas de que tengo muchos y muy buenos amigos, gente de pro, algunos
de ellos reconocidos luchadores en pro de los derechos humanos, que son forofos
de los sanfermines, encierros incluidos.
Supongo que
todos somos una mezcla de civilización y brutalidad. Ellos cargan con ese
baldón. No porque sean mis amigos dejaré de criticar esa práctica atávica y de
mal gusto.
Que sea
expresión de una tradición sólo me dice que viene de antiguo, no que sea más
disculpable.
Escrito por: ortiz.2006/07/07 07:55:00 GMT+2
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2006/07/06 06:30:00 GMT+2
Todos los años
por estas mismas fechas veo el mismo espectáculo. Todos los años por estas
mismas fechas me rebelo contra él.
Estoy en contra
de la tauromaquia. Lo he explicado muchas veces, pero no tengo inconveniente en
explicarlo una más. Acepto –me consta– que los aficionados a la lidia no
disfrutan con el sufrimiento de los astados. Esa crítica, que con tanta
frecuencia se les dirige, reposa sobre una base falsa. Ellos no gozan con el
padecimiento de los toros, sino con el arte de la lidia, que existe y tiene
valor, en todos los sentidos de la palabra.
Precisamente ahí
está lo esencial del problema: los buenos aficionados hacen abstracción del
dolor de los bichos, no lo toman en consideración, lo dejan a beneficio de inventario.
Lo ven como una circunstancia necesaria para el desarrollo de la fiesta;
no, desde luego, como su objetivo.
Es como el
boxeo. Salvo algún sádico suelto, nadie se regodea con los pómulos tumefactos,
con las cejas rotas, con los hígados tocados hasta el límite de la
resistencia humana. El amante del boxeo en lo que se fija es en la esgrima de
los púgiles, en la pugna entre sus habilidades respectivas, en su astucia en la
administración de las propias fuerzas y en la búsqueda de los puntos débiles del
oponente. Los padecimientos inmediatos
de los boxeadores –y los que acumulan con el paso del tiempo– los deja al
margen. Si le obligas a hablar de ellos, te dirá que son una pena y que lo
siente. De tener alma de Carlos Solchaga, tal vez añadiera que es imposible
hacer tortillas sin romper huevos.
Contra lo que me
rebelo es contra la capacidad que tenemos los humanos para hacer abstracción de
lo que de hecho es inaceptable, pero no nos conviene considerar. No tenemos
ningún interés en saber cómo y a costa de qué llega a nuestras tazas el
reconfortante café que saboreamos a la hora del desayuno o tras la comida, o
quién y en qué condiciones ha fabricado el aparato de radio que nos trae las
noticias que nos administran en las dosis conveniente, o cómo se han
manufacturado –y nunca mejor dicho– las zapatillas que calzamos, o la ropa que
vestimos. No es que no tengamos interés en saberlo; es que tenemos interés en
no saberlo.
La tauromaquia
es un ejemplo perfecto de esta capacidad humana. Ni siquiera se apunta al
«ojos que no ven, corazón que no siente», sino que practica el «ojos capaces de
filtrar lo que tienen delante para no ver lo que no quieren ver, corazón que no
siente».
¡Y si fueran
sólo los ojos! No me admira menos la capacidad de los taurinos para hacer como
que no oyen –o para tomar como festivo sonido ambiental– los berridos agónicos
del animal, chorreante de sangre, cosido a agujeros.
Viéndolos, no me
cuesta nada imaginar cómo funcionaban los circos de la Roma clásica y los
festejos de muerte que programaban. No os planteéis que en aquel caso se
trataba de personas que disfrutaban con la muerte de otras personas: ni
disfrutaban con la muerte –también ellos hacían abstracción de esa
circunstancia– ni consideraban a quienes morían en la arena como sus
semejantes.
La de la
igualdad de todos los humanos es una idea relativamente reciente. La idea,
digo: la realidad todavía está por llegar.
De todos modos,
los sanfermines, cuyo chupinazo de arranque va a correr a cargo (habrá
corrido ya probablemente, cuando leas esto) de un concejal de la muy
progresista y humanista Aralar, son sólo en parte una celebración de la
tauromaquia. Está también el espectáculo de los encierros. De ellos me ocuparé
mañana, día de San Fermín.
Escrito por: ortiz.2006/07/06 06:30:00 GMT+2
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2006/07/05 07:30:00 GMT+2
Los datos sobre el accidente del
metro de Valencia que van quedando claros apuntan en la dirección que cabía
prever: instalaciones avejentadas, mecanismos de seguridad insuficientes,
subcontratación de empresas de dudosa capacitación... No podía esperarse otra
cosa, tratándose de un servicio público a cargo de la Generalitat Valenciana,
defensora a ultranza de los criterios neoliberales
de «eficiencia económica».
Dicen los sindicalistas de la
empresa que, cuando reclamaron de los responsables de la Administración de
Camps que pusieran al día los sistemas de seguridad de la línea en la que
anteayer se produjo el terrible accidente, les respondieron preguntándoles si
estaban locos. Les pareció un dispendio inasumible. Del mal estado de los trenes de esa línea
da cuenta el hecho de que la propia Generalitat, pese a la manga ancha de sus
criterios, se había resignado a mandarlos el año próximo al desguace, sin más. El año próximo ha resultado ser un plazo muy excesivo.
Oí ayer en la cadena Ser a un
experto en trenes que aseguró que la probabilidad de un accidente como el
ocurrido el lunes en Valencia es remotísima. Pero se trataba de un experto en
trenes en general; no de un experto en estos trenes de la Red de la Generalitat
Valenciana, en concreto. Es obvio que en este caso específico tienen que
concurrir circunstancias que convierten en mucho menos remota la posibilidad de
accidente. La prueba de ello está en el hecho de que esa misma línea sufrió
otro accidente –aunque de consecuencias muchísimo menos graves– hace diez
meses.
Los escándalos nunca vienen
solos. Me quedé de piedra al enterarme de que los funerales por las víctimas
del accidente iban a celebrarse –y se celebraron efectivamente– ayer mismo. ¿A
qué esas prisas? En casos semejantes, las autoridades siempre dejan transcurrir
algunos días, para que todos los trámites puedan realizarse con la calma debida y
para que los propios familiares de los fallecidos puedan hacerse cargo de la
situación, emocional y materialmente. Esta vez no ha sido posible: todo el
mundo –las máximas autoridades del Estado incluidas– movilizado a escape...
para que los 41 muertos de Valencia no ensombrezcan la visita del Papa.
Un Papa al que, por supuesto, ni
se le pasó por la cabeza aprovechar el viaje para presidir él mismo la
ceremonia religiosa. Sus asesores de imagen no quieren que a nadie se le pueda
ocurrir empezar a presentarlo como un heraldo negro.
Por cierto que también es
casualidad que los 41 fallecidos fueran católicos. Porque supongo que no habrán
pasando por encima de las creencias distintas (o no creencias) de algunos de
ellos, haciendo que sus restos sirvan para la práctica de un rito extraño a su
sentir. (Que ésa es otra: la seudolaicidad de este Estado.)
Escrito por: ortiz.2006/07/05 07:30:00 GMT+2
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