2006/09/02 09:25:00 GMT+2
No sólo no tengo
intereses favorables al tabaquismo, sino que los tengo, y muy serios, en
contra. El humo del tabaco me afecta de verdad: aparte de que su olor no me
guste –que no me gusta–, me daña las vías respiratorias y acentúa mis
afecciones oculares. Seguro que en alguna medida, no sé cuál, la culpa es mía,
por haber sido un contumaz fumador durante la tontería de cuarenta años, aunque
un examen médico realizado en mis postrimerías como nicotinómano diera un
resultado sorprendente sobre la bondad de mis pulmones.
Puesto a dar
prueba de mi hostilidad al consumo de tabaco, confesaré que soy capaz de
cambiar de sitio en la barra de un bar si siento –si padezco– que el cliente o
la clienta de al lado está fumando, y que hasta he abandonado la contemplación
de escaparates de aparatos musicales, que son mi debilidad favorita, por
idéntico motivo.
Pero lo que el
Gobierno está haciendo con ese asunto es impresentable.
El primer
argumento en contra –el más obvio y repetido– es el de la desigualdad. ¿Por qué
tirar a degüello contra ese humo nocivo y mostrarse tan tolerante con tantos
otros que se producen a diario y en masa? ¿Por qué no deja tiesos de sanciones
a los ayuntamientos que tienen un parque de autobuses que emiten nubes de
dióxido de carbono dignas del Guinness de los records? ¿Por qué no cierra a
capones las empresas que causan lluvias ácidas o efectúan vertidos venenosos y
se conforma con imponerles de vez en cuando multas que sus dueños pagan sin
rechistar porque les sale mucho más rentable pagar las sanciones que instalar
los sistemas anticontaminantes de rigor?
Pero esa
objeción, con ser correcta, no pone de manifiesto lo que a mí me parece más
preocupante, que es la constatación de lo realmente incompetentes que son
algunos de los integrantes del Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Alguno/alguna de
ellos se ha permitido declarar que están estudiando la posibilidad de prohibir
el consumo de tabaco en todos los sitios públicos. ¡Excelente! Imagínese usted,
buen lector o lectora, que posee un bar, cafetería o restaurante que sobrepasa
los metros marcados por la ley y que se está planteando hacer la reforma
necesaria para crear zonas separadas de fumadores y no fumadores. Doy por hecho
que la perspectiva de dejarse un pastón en la obra entrampándose hasta las
cejas y que al cabo de pocos meses le digan que en realidad es ilegal fumar en cualquier
punto del local le sería de gran ayuda para conciliar el sueño por las noches.
Lo que no puede
permitirse en ningún caso un gobernante que se precie es crear un estado de inseguridad
jurídica que impida a sus gobernados saber a qué narices atenerse. Menos aún hacerlo
por puro atolondramiento, por ignorancia de las reglas más elementales que
rigen la gobernación de las gentes.
¿Estamos
volviendo a los orígenes? Del primer Gobierno del PSOE se dijo que era «un
Gobierno de penenes», que es como se
llamaba por entonces a los profesores no numerarios. Era un modo de ridiculizar
a los nuevos ministros, tildándolos de inexpertos y bisoños. Eran, es verdad,
inexpertos y bisoños, pero lo compensaban con superabundantes dosis de ambición
y soberbia, cuyos efectos no tardamos en percibir.
Para mí que lo de
ahora es diferente. Veo a algunos ministros –y ministras– que se manejan muy
mal, que hablan que da pena, que acumulan las torpezas como si les fuera la
vida en ello, pero no creo que sean mala gente. No obligatoriamente. No todos,
al menos.
Lo que sí son, y
a conciencia, es malos gobernantes. De eso, por desgracia, no cabe la menor
duda.
Escrito por: ortiz.2006/09/02 09:25:00 GMT+2
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2006/09/01 09:10:00 GMT+2
Un refrán popular –no muy fino, es verdad– sostiene que no vale echarse el pedo y apretar el culo. Estoy de acuerdo en que el apretón posterior no resuelve el mal causado previamente, pero no dejo de apreciar que lo mismo ese gesto evita una reedición de la agresión olfativa, lo cual puede ser de agradecer.
En sus tiempos de presidente del Gobierno español, Felipe González puso en práctica una política exterior alineada sin reservas con la de Washington en la práctica totalidad de los asuntos en los que tuvo ocasión de optar, incluyendo la primera Guerra del Golfo. En el conflicto de Oriente Medio, aunque alardeaba de su buena relación con Yasir Arafat, mostró una actitud de completa tolerancia hacia la política expansionista de Israel. Sobre su posición en América Latina, habanos aparte, baste recordar su estrechísima relación con Carlos Andrés Pérez, de quien aprendió las presuntas ventajas del empleo de la guerra sucia para combatir a los grupos guerrilleros.
Hay asuntos que a uno se le quedan grabados a fuego en la memoria. Yo no olvidaré nunca que el Gobierno de González autorizó la venta al régimen de Augusto Pinochet de material antidisturbios de fabricación española. También avaló la venta a Turquía de aviones de CASA preparados para la represión de la resistencia kurda.
Abreviando: que nunca ha sido precisamente santo de mi devoción, como creo haber probado sobradamente en las 355 páginas de mi libro El felipismo, de la A a la Z, publicado por Espasa ahora hace diez años. Él no se echaba pedos; la cagaba, directamente.
Pero ahora –y regreso con ello a la prosa versallesca– ha apretado un par de veces el esfínter posterior, y yo, que no soy fanático en mis fijaciones personales, como bien sabe Martín Villa, lo reconozco y doy por bueno.
Primer apretón: hace algunas semanas, en un curso en la Universidad de Verano de El Escorial, afirmó que no podía pretenderse rigurosamente que Hizbolá hubiera «secuestrado» a dos soldados israelíes, porque ambos se encontraban en una zona ocupada ilegalmente por Israel, en un acto inequívocamente bélico, y que, en consecuencia, no eran rehenes, sino prisioneros de guerra.
El segundo apretón lo dio ayer en Irán, donde afirmó que el Gobierno de Teherán tiene derecho a desarrollar un programa nuclear con fines pacíficos, porque eso es algo inherente a la soberanía de los estados e Irán es un Estado tan independiente y soberano como cualquier otro.
Me hizo gracia que fuera la cadena Ser, en tiempos protofelipista, la que reaccionara con más rapidez a esas declaraciones, aunque sin citarlas, dedicándose a argumentar en sus informativos (ahora se lleva mucho eso de editorializar las informaciones) que el problema es que el régimen iraní «no es de fiar» porque durante años estuvo propiciando su industria nuclear «en secreto». Como si los demás estados –el francés, por ejemplo– hubieran desarrollado su política nuclear en condiciones de perfecta transparencia, y como si EEUU, único estado que ha utilizado armamento nuclear contra poblaciones civiles, fuera mucho más «de fiar».
Por supuesto que Felipe González podía haber ido más lejos. Lo hizo Máximo Cajal hace unos días, recordando que Irán está al alcance del armamento nuclear de algunos de sus enemigos, Israel incluido, y que tampoco tiene nada de extraño que quiera dotarse con fines disuasorios de un poder nuclear propio.
Comenta alguien bien informado que Felipe González habla con Rodríguez Zapatero antes de hacer este tipo de declaraciones. No sé si será así. Hace unos meses estaba que trinaba con el actual presidente de Gobierno y no paraba de tirarle zancadillas. En todo caso, sí parece intuirse detrás de esas tomas de posición novedosas de González la mano de su sucesor.
Es justo lo contrario de lo que sucede en el PP: ahí no para de verse detrás de las tomas de posición de Mariano Rajoy la mano de su antecesor.
Escrito por: ortiz.2006/09/01 09:10:00 GMT+2
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felipe_gonzález
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2006
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2006/08/31 05:00:00 GMT+2
«El Mundo» publica hoy, en la
sección de Cartas al Director, una titulada «Carta abierta a Javier Ortiz», que
suscribe Rafael Sanus Abad, obispo auxiliar emérito de Valencia. Como quiera
que bastantes lectores de estos Apuntes no
tendrán acceso directo a la carta, la transcribo aquí, porque responde a un
artículo mío que probablemente sí han leído. Dice así:
«Sr. Director:
»Que la ignorancia es muy atrevida lo acepta todo el mundo,
porque es una afirmación avalada constantemente por la experiencia. Yo lo he
comprobado por enésima vez al leer el modesto artículo que ha escrito Javier
Ortiz titulado Ritos bárbaros
publicado en EL MUNDO, el pasado lunes 28 de agosto.
»¿De verdad cree usted que los católicos, al comulgar, nos
dedicamos a practicar la antropofagia? ¿Acaso piensa que los católicos somos
débiles mentales, supersticiosos y aficionados a las misas negras? Si esto no
es una rebuscada y bárbara confusión mental, que venga Dios y la aclare.
»¿Ha leído usted lo que dice el Concilio de Trento sobre la
presencia real de Cristo en la eucaristía? Lo encontrará en el libro conocido
como el Denzinger, cuyo título propio
es Enquiridion symbolorum. Por si
acaso no sabe usted latín existen excelentes traducciones al castellano: en
cualquier librería religiosa se lo pueden facilitar.
»¿Sabe lo que pienso que le ha ocurrido a usted en esta
ocasión? Pues que ese día no se le ocurrió ninguna idea para escribir su
artículo en el periódico y recurrió a un tópico que circula desde hace 20 siglos.
¿O es que acaso cree que es el primero al que se le ha ocurrido? Si es así, mi
querido Javier Ortiz, ¡qué ingenuo es usted! Léase el capítulo seis del
Evangelio de San Juan y lo comprobará.
»Lo siento, pero no tiene ni idea de lo que es la eucaristía
cristiana ni tampoco de la historia de las religiones. EL MUNDO es un periódico
objetivo, independiente y plural. Y eso me gusta. Pero una cosa es ser plural y
otra bien distinta es ser un cajón de sastre donde cabe cualquier ocurrencia de
sus colaboradores. EL MUNDO no puede permitirse la estupidez de ofender la
inteligencia de los muchísimos lectores católicos que tiene.
»Créame, Javier Ortiz: siga la máxima de zapatero a tus
zapatos. Si no entiende nada de una cuestión, lo mejor que puede hacer es
callarse. Lo agradeceremos todos; usted el primero, porque no hará el ridículo,
y todos sus pacientes lectores.»
Firma el exordio, como he hecho constar antes, Rafael Sanus
Abad, obispo auxiliar emérito de Valencia.
Informado de la existencia de la carta, escribí unas líneas
de respuesta, por si el periódico quería publicarlas a continuación, como se
hacía en tiempos. Escribí:
«Me temo que el obispo emérito no entendió el artículo.
Huelga decir que nadie se come a nadie en las misas (de hecho, yo no hablé de
«antropofagia», sino de «teofagia», y como obvio recurso literario). Me limité
a señalar lo chocante que resulta la fórmula "Quien come mi carne y bebe
mi sangre" para quien la oye desde fuera, y cómo lo mismo puede
suceder con ritos de otras religiones que en Occidente tomamos
superficialmente por primitivos. Tranquilícese don Rafael, de todos modos, en
lo que a mis conocimientos del sacrificio se refiere: diez años de misas
obligatorias diarias dan para mucho.– Javier Ortiz».
Pero el periódico, considerando que
ya cuento con mi propia columna para argumentar y rebatir cuanto me pete, no
creyó conveniente añadir mi apostilla.
En todo caso, no deja de ser
curioso que siga habiendo gente que se monta todo un largo rollo para discutir
lo que nadie ha dicho. Obviamente, a lo que no estaba yo dispuesto era a
malgastar el espacio de una columna rebatiendo a un hombre de tan limitadas
entendederas. De modo que la columna que escribí, y que hoy aparece publicada,
fue esta otra (que reproduzco por partida doble. aquí y en la sección
correspondiente), titulada ¡Tantas y
tantos Kampusch! y que reza –si se me permite la expresión– así:
«Es motivo de general conmiseración la actitud de Natascha
Kampusch, la joven austriaca que ha permanecido secuestrada durante ocho años y
que, tras escapar de su cautiverio, no ha mostrado particular inquina hacia el
hombre que la tuvo recluida.
»"La muchacha es
víctima del síndrome de Estocolmo", dicen los expertos. Y así será, no
digo yo que no, pero por ponerle un nombre clínico a su comportamiento no creo
que quepa darlo por juzgado y visto para sentencia.
»Lejos de considerarla extraña y pasmosa, la actitud de
Natascha Kampusch es una de las más frecuentes del universo. Lo suyo es
llamativo por las circunstancias en las que se ha producido, realmente extremas
y novelescas, pero el modo de sentir que manifiesta la joven es, en el fondo,
muy común.
»A su manera y en su propia escala, la mayoría de los
humanos –y no digamos de las humanas– tiende a comprender, e incluso a
apreciar, a aquellos que los dominan y dirigen sus pasos.
»Ahora se habla profusamente de la posición que tuvo buena
parte de la población española durante la dictadura franquista. Muchos
adoptaron hacia aquel régimen una actitud de sumisión, de temor reverencial,
que de hecho se convertía en disculpa, cuando no en comprensión: que si no era
para tanto; que si Franco había afrontado una situación caótica; que los que se
metían en problemas eran en realidad sólo los que se los buscaban; que el
llamado Generalísimo, bien mirado, tampoco
era un dictador tan salvaje; que lo suyo no podía ser estrictamente tildado de
fascista... A fuerza de intentar explicar su propia inacción ante la dictadura,
que algo en su interior les decía que tenía su tanto de cómplice, fueron legión
–siguen siéndolo– los que la vistieron de seda, llamándonos extremistas y
exagerados a los que nos tomamos los Derechos Humanos y las libertades como una
cuestión de principios. Como Natascha Kampusch con Wolfgang Priklopil, su
carcelero, sostienen que Franco no fue su amo y señor, porque ellos también pudieron
durante su cautiverio –cito el comunicado de la muchacha– dedicarse a «leer,
hacer trabajos domésticos, ver la televisión, hablar y cocinar». O a escribir
lo que a nadie molestaba.
»Es terrible reconocerlo, pero también hay su tanto de síndrome de Estocolmo en la tragedia que
sufren muchas mujeres víctimas de lo que ahora se llama violencia doméstica (en
vez de machista y patriarcal, términos que la definen bastante mejor). Según
los datos publicados hace un par de días, con frecuencia son ellas las que
violan las órdenes de alejamiento y buscan a sus maltratadores, a los que se
sienten unidas por un vínculo humillante y perverso de sumisión, de dependencia
psicológica, que no reconocen como tal.
»Y es que rebelarse contra la opresión nunca ha sido fácil.
Hay que empezar por odiarla.»
Eso es lo que opté por escribir, dejando lo del obispo
emérito auxiliar a beneficio de inventario y pensando que, como decía un viejo
conocido mío, «A buen encendedor, con pocas cerillas basta».
Escrito por: ortiz.2006/08/31 05:00:00 GMT+2
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2006/08/30 05:00:00 GMT+2
Oía ayer el bello
Pauvre Rutebeuf de Léo Ferré, pasmoso
en su capacidad para musicar –y readaptar, llegado el caso– poemas extraños y misteriosos.
No pude evitar conmoverme una vez más con los versos del pionero de los poetas
de la miseria (Rutebeuf, del que se sabe muy poco, fue el primer vate que se
dejó de mandangas cortesanas y habló con franqueza de lo mal que le iba todo,
allá por el París del siglo XIII).
El pobre y
autocompasivo Rutebeuf se queja en el poema del abandono de sus supuestos amigos,
que le habían dado la espalda: «Que sont
mes amis devenus / que j'avais de si près tenus / et tant aimés? / Ils ont été
trop clairsemés. / Je crois le vent les a ôtés. / L'amour est morte» (En traducción pedestre y nada poética: «¿Qué
ha sido de mis amigos, que tan cercanos tuve y tanto amé? Han sido diezmados. Tal
vez se los ha llevado el viento. El amor ha muerto».)
Según oía la queja de Rutebeuf, se me
ocurrió comparar mis sentimientos con los suyos. Y llegué a la conclusión
de que, si bien yo también podría afirmar que a muchos de mis amigos se los ha
llevado el viento, a mí eso no sólo no me apena, sino que me hace feliz.
Veamos. Se dice
que Rutebeuf fue durante algunos años un escritor de éxito en la Corte
francesa. En ese tiempo parece que no le faltaron los amigos de ocasión, que se
le acercaban a ver si les caía algo, del tipo que fuera. Bueno, pues a mí me sucedió
lo mismo durante los años que fui subdirector de El Mundo. Sonaba sin parar mi teléfono. Mi correspondencia era inabarcable.
Recibía muchas más invitaciones a actos sociales, comidas, cócteles, etc., de
las que jamás hubiera podido atender. De creer lo que me decían, tenía
admiradores a espuertas. De juzgar por las apariencias, mi éxito era arrollador.
Paparruchas. No
me lo creí nunca. Esos agasajos aduladores me sonaban a hueco por los cuatro
costados. Como nunca me han gustado los festejos y ágapes de postín, no iba a
ninguno, salvo cuando no me quedaba más remedio («por imperativo legal», como
quien dice). De modo que, cuando dimití de mi empleo y salí a la carrera,
conservando de mi anterior ocupación lo único que siempre ha sido más fuerte
que yo (publicar), me divertí muchísimo comprobando cómo la tropa de los que
querían quedar conmigo sin parar e invitarme a lo que fuera se olvidó por completo
de mi existencia. Cosa que agradecí infinitamente a sus integrantes, aunque ellos ni se
enteraran.
Hubo uno, al que
yo apreciaba –lo admito: soy débil y sentimental– que me telefoneó un buen día hace
pocos meses y, según llevaba charlando con él un rato, pensé que me llamaba
sólo para saber de mí, sin tener nada que pedirme. Y me alegré, y se lo dije.
Lo coloqué en una situación de lo más embarazosa, porque tuvo que reconocer que
me telefoneaba para pedirme un favor, sólo que todavía no lo había dicho.
El pobre Rutebeuf
se quejaba de haberse quedado sin amigos. Yo no podría decir nada de ese estilo,
porque tengo bastantes amigos, y además muy buenos, de esos que no te fallan ni
cuando les das motivos. Pero me sobraba la tira de falsos amigos, en cuya
amistad nunca creí, y de los que me he librado por la vía rápida, desde que ya
no decido qué artículos pueden salir o no salir en las páginas de El Mundo.
Ganancia neta.
Atenderlos me hacía perder horas y más horas. Menudos plastas.
No entiendo qué
le pasó al pobre Rutebeuf. Para mí que no se lo montó nada bien. La culpa tuvo
que ser suya.
Escrito por: ortiz.2006/08/30 05:00:00 GMT+2
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2006/08/29 07:20:00 GMT+2
La contemplación
de uno de los encuentros del comienzo de la Liga de Fútbol (el que por razones
tribales me llamó más la atención, es decir, el que enfrentó al Athletic de
Bilbao con la Real Sociedad de San Sebastián) me suscitó algunas reflexiones de
tipo más o menos filosófico.
Seguro que
algunos de los que estéis leyendo esto sabréis que en ese partido se produjo
una situación curiosa: Aritz Aduriz, jugador del Athletic, le dio al balón con
la mano dentro del área de la Real y Fermín Martínez, uno de los árbitros
auxiliares, decidió que la mano culpable había
sido de un jugador de la Real, lo que dio lugar a que el árbitro principal,
Undiano Mallenco (se llama así, no es cosa mía), señalara falta máxima y el
Athletic metiera un gol (que, para más recochineo, fue marcado por el propio
Aduriz).
La primera
pregunta filosófica que me hice a la
vista de la escena fue: dado que el reglamento de fútbol señala que los
árbitros sólo deben castigar las faltas que ven claramente, sin sombra de duda,
¿cómo podía ser que el tal Fermín Martínez estuviera convencido de haber visto
con total nitidez algo que no había sucedido? Lo que me condujo tout naturellement, que diría un
francés, a plantearme lo mismo, pero aplicado a la vida en general: ¿cuánta
gente no está convencida de ver con perfecta claridad cosas que nunca han
existido? No tenía en mente en ese momento los asuntos religiosos –que también
hubiera podido ser–, sino tantas y tantas falsedades políticas, económicas y
sociales que, a fuerza de repetidas, adquieren la categoría colectiva de evidencias y la mayoría del personal se
refiere a ellas como tales, dando por innecesaria su demostración.
¡«Sin sombra de
duda»! ¡Qué cosa tan difícil! O, por el contrario: ¡qué fácil y que útil, para
quien no lleve en su sangre el virus de la duda metódica! (*)
Pocos minutos
después de bucear en tan procelosas aguas, llegó el tiempo de descanso del
partido, momento en el que el futbolista del equipo bilbaíno reconoció ante un
micrófono de Canal + que había sido él quien había tocado el balón con la mano.
Lo que me llevó a la segunda pregunta de tipo más o menos filosófico: ¿por qué Aduriz
no se dirigió al árbitro en el momento de la jugada conflictiva y le dijo: «Oiga,
que quien ha dado al balón con la mano he sido yo»?
Seguro que esta
pregunta provoca muchas sonrisas de sorna. Porque lo normal y corriente es dar
por hecho que aquel que puede beneficiarse de una trampa o de un error ajeno lo
haga. Pero yo no lo considero tan evidente. Es más, me parece una falta de
respeto hacia el adversario. Es posible que, de haber actuado Aduriz como yo
sugiero, se le hubieran echado encima todos, desde los directivos de su club
hasta los aficionados. ¡Con la cantidad de dinero que hay en juego!
Pero habría
suscitado una polémica interesante. Y, desde luego, habría contribuido a eso
que tanto se cita y tan poco se practica a la hora de la verdad: la llamada
«educación en valores». ¿De qué creerán que están hablando cuando hacen tanta
propaganda del «juego limpio»?
______________
(*) Si tenéis un
rato, os recomiendo vivamente la lectura de esta Meditación
de René Descartes.
Escrito por: ortiz.2006/08/29 07:20:00 GMT+2
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2006/08/28 07:30:00 GMT+2
Mi vida en Aigües es muy plácida. Aigües –lo cuento para quien no suela recalar en esta página– es el pueblecito del Mediterráneo cerca del cual tengo la casa en la que vivo parte del año y el verano entero. Casa Ortiz, que es como bauticé el enclave en un rapto de grandiosa originalidad, está en una colina apartada y cuenta con un buen pedazo de terreno a su alrededor en el que hay bastantes árboles y plantas diversas, entre ellas un tomatero de amplio espectro (me veo en la obligación de utilizar sus pequeños frutos para cualquier quehacer culinario) y un generoso surtido de aloe vera, cuyas propiedades medicinales Charo, mi mujer, está empeñada en demostrar que son infinitas.
Bueno, decía que mi vida en Aigües es muy plácida. Me levanto cuando me da la gana (salvo cuando tengo que bajar a Alicante, para ir a la radio), veo amanecer sobre la montaña, desayuno, doy de comer a los gatos, hago tareas rutinarias de limpieza y mantenimiento...
En todo ese tiempo, la paz en el valle, bajo mi casa, es absoluta. Ni el más mínimo rastro audible de la existencia de la especie humana.
Supongo que es eso lo que hace que, cuando finalmente me siento ante el ordenador, me conecto a internet y leo la prensa del día, mi sensación de extrañeza con respecto al mundo noticiado sea total.
Cuando estoy en Madrid no me ocurre nada semejante. Allí, el ruido del tránsito y el movimiento de la mucha gente que acude a trabajar cuando todavía es de noche consiguen que me parezcan normales las noticias sobre bombardeos, accidentes, naufragios, opas hostiles, índices bursátiles, pasarelas de moda y consejos de ministros. Pero aquí, en Aigües, en medio de este silencio que hace que hasta zumben los oídos, cuando leo los periódicos o escucho la radio me parece oír una voz interior –quizá la de mi otro yo, el inconsciente– que me dice, como Jesús a María en las bodas de Canaá: «¿Y a ti y a mí que nos va en esto?»
Sientes que el mundo «normal», exterior, es apocalíptico. Que no sólo le suceden toda suerte de desgracias, sino que además muchas de ellas, si es que no la mayoría, son absurdas, delirantes.
Pero reflexionas. Y te das cuenta de que no es que todo lo demás carezca de sentido, sino que tú te has metido –felizmente, por un tiempo– en una burbuja incontaminada, artificial a fuerza de natural, que te mantiene al margen de la realidad. Porque la realidad mayoritaria, por desgracia, es la otra.
Y vuelves a maldecir lo mal que está todo. Y vuelves a escribir sobre ello.
Escrito por: ortiz.2006/08/28 07:30:00 GMT+2
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2006/08/27 08:15:00 GMT+2
Hay en el mundo
muchas tradiciones culturales que resultan chocantes e incluso desagradables
para quienes no han convivido con ellas desde la niñez y no las tienen
integradas en su propia normalidad cotidiana.
Las hay de todo
tipo. Las gastronómicas son típicas. Un hombre de leyes ya fallecido me contó
hace años la triste experiencia que supuso para él presentarse en una fiesta de
profesores en Alemania con varios kilos de excelentes percebes de Cedeira. El
aspecto de los bichos provocó un rechazo generalizado entre los asistentes, que
no quisieron ni probarlos. A mí no me habría sucedido nada parecido con los
percebes gallegos, vaya que no, pero me ha ocurrido con muchísimos otros
supuestos manjares. Todavía recuerdo el día en el que unos amigos mexicanos
quisieron que probara una ración de saltamontes. La explicación de que los
saltamontes no son bichos muy diferentes de las gambas me pareció interesante
en el plano científico, pero no cambió en nada mi firme determinación de no
comerlos. (*)
Con los ritos
religiosos ocurre lo mismo, e incluso más. Vemos cómo visten y cómo se
comportan durante sus ceremonias los adeptos a creencias que nos son extrañas y
nos cuesta admitir que haya gente que esté en sus cabales y que pueda hacer y
decir todo eso en serio. No nos damos cuenta de que lo mismo sentirán las
personas procedentes de otras culturas que vean los actos religiosos que se
producen por aquí. Dicho sea con todos los respetos, las vestimentas que lucen
los protagonistas de los ritos católicos... en fin, digamos que tienen lo suyo.
Tampoco creo que dejara indiferente a un marciano sensato la contemplación de
una procesión española de Semana Santa, en particular si conllevara la
participación de disciplinantes.
Yo no soy
marciano (¿o sí?), pero a lo largo de los años me he ido distanciando tanto de
la Iglesia católica y de sus ritos que ahora, cuando me los topo –cosa que
sucede en muy escasas ocasiones–, me invade un sentimiento de profunda
extrañeza, cuando no de total perplejidad. La última vez que acudí a una
ceremonia católica fue con ocasión del funeral de mi madre. Allí ese
sentimiento fue de directa indignación, al ver hasta qué punto los oficiantes eclesiásticos
podían burocratizar el dolor ajeno. Sólo les faltó sustituir el hisopo por una
tarjeta de crédito.
Esta mañana de
domingo he encendido la radio con intención de oír las noticias y me he
encontrado con la retransmisión de una misa. Me ha pillado la cosa en el
momento en el que el sacerdote decía: «El que come mi carne y bebe mi
sangre...».
¡«El que come mi
carne y bebe mi sangre»! Me lo he tomado tal cual y se me han revuelto las
tripas.
Estaría bien que
la gente de cultura católica se acordara de esa terrible fórmula teofágica cada
vez que le entre ganas de ridiculizar un rito religioso ajeno. ¿Primitivos, los
islamistas? Ya. No como los nuestros, tan modernos.
_____________
(*) A veces no
es necesario que el hábito en cuestión pertenezca a culturas alejadas de la
propia. Lo cercano también puede parecernos bárbaro, por mucho que choque con
la etimología (barbarus, extranjero).
Pamplona está a un tiro de piedra, como quien dice, de mi lugar de nacimiento,
y eso no me ha impedido sentir desde niño un rechazo visceral por la
tauromaquia en general y por los encierros sanfermineros en particular.
Escrito por: ortiz.2006/08/27 08:15:00 GMT+2
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2006/08/26 09:10:00 GMT+2
Oí ayer una
crónica emitida desde Tel Aviv, no recuerdo en qué emisora de radio o cadena de
televisión, en la que se contaba que, según un sondeo publicado por el diario
israelí Yediot Ahoronot, el Gobierno
hebreo pasa por un pésimo momento de popularidad. De creer los resultados de
ese sondeo, un 63% de la población considera que tanto el primer ministro, Ehud
Olmert, como el ministro de Defensa, Amir Peretz, deberían presentar su
dimisión, como pago por lo mal que han conducido la última guerra. Otros
sondeos no ofrecen resultados más
favorables para los mandatarios de Tel Aviv. La radio israelí asegura que sólo
el 5% de la población desea que Peretz continúe como ministro de Defensa. Un
instituto de opinión ha publicado un estudio que revela que, si se celebraran
elecciones en este momento, tanto el partido del primer ministro, el Kadima,
como los socialistas con los que gobierna en coalición, perderían la mitad de
sus diputados, que ya es perder.
A lo que parece,
la mayoría de la población israelí da por hecho que su Ejército no ha ganado
esta contienda, cosa que siente como una derrota. Es comprensible ese
sentimiento, dado que los israelíes están acostumbrados a que, desde hace más
de cinco lustros, las acciones militares de sus sucesivos gobiernos se cuenten
por victorias indiscutibles y hasta apabullantes. El hecho de que al término oficial
de la pasada ofensiva el propio Mosad haya concluido que Hezbolá mantiene incólume
lo esencial de su capacidad de ataque y que el ministro de Defensa haya afirmado
que es muy posible que Israel deba reanudar sus ataques en breve (ha hablado
directamente de una «segunda vuelta» de la operación) es interpretado por la
mayoría, en buena lógica, como signos claros de que esta vez las cosas no les
han salido ni mucho menos como estaban previstas.
Esta reacción
popular es importante y significativa, porque no se veía nada parecido desde
los tiempos de Golda Meir, que hubo de dimitir en 1973 por culpa de sus errores
militares. Conviene a la causa de la paz y puede contribuir a que la clase
dirigente israelí se aproxime al convencimiento de que no puede imponer su diktat en toda la zona. Que tiene que
moderarse, llegar a compromisos, coexistir.
Lo que no me
gusta –lo que me entristece, directamente– es que la reacción de la opinión
pública israelí se haya producido, en lo esencial, en respuesta a la ineficacia de sus autoridades.
No ignoro que
hay bastantes israelíes que también se sienten afectados por los padecimientos
que Israel ha causado a la población civil libanesa y que han reaccionado con
horror tras conocer los actos de guerra de sus Fuerzas Armadas que han sido
calificados como crímenes contra la Humanidad por organizaciones y
personalidades nada sectarias. Pero son, por desgracia, los menos. Para la gran
mayoría, si la ofensiva pasada hubiera machacado a Hezbolá, todo estaría en
orden, aunque la operación se hubiera llevado por delante a varias decenas de
miles de libaneses más ajenos a la contienda.
Me pregunto qué
será necesario para que la mayoría de la población israelí empiece a no aceptar
ser causa del penar ajeno. ¿Habrá de sentir con mucha más intensidad el dolor
propio?
He estado a
punto de escribir –¡cómo son las tradiciones culturales!– «Dios no lo quiera».
Pero me he parado a pensar: «¿Dios? ¿Yaveh?» Y al final me he dicho: «Ojalá que
no». O sea: No lo quiera Alá.
Escrito por: ortiz.2006/08/26 09:10:00 GMT+2
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2006/08/25 07:20:00 GMT+2
He recibido no poca correspondencia sobre mi apunte de ayer.
Varios lectores me han hecho ver mi ignorancia del sentido científico del
término «caos». A mí me ha llamado la atención que se decidieran a criticar mi
ignorancia (que es auténtica, desde luego) sin haber leído la noticia en la que
estaba basado mi comentario. De haberlo hecho, habrían comprobado que Hawking
no precisó que estuviera utilizando el término en el sentido que cobra en
determinadas ciencias («comportamiento aparentemente errático e impredecible de
algunos sistemas dinámicos, aunque su formulación matemática sea en principio
determinista», según reza la tercera entrada que incluye el DRAE), ni que excluyera
su significado corriente y moliente. Habrían visto también que las respuestas
que ha recibido su pregunta tampoco se han atenido a esa acepción propia de la
Física y de la Matemática.
Dicho sea con toda la modestia de un completo profano en
Ciencias, sigo creyendo que mi objeción al planteamiento de Hawking es
pertinente: ni siquiera ha considerado la posibilidad de que lo mejor que
quepa hacer para preservar la supervivencia de la especie humana (en
condiciones dignas, que ésa es otra) es sublevarse contra el sistema de
organización social imperante. De la misma manera que cuando recibió el premio Príncipe de Asturias ni siquiera se planteó
qué relación puede haber entre «el caos social, político y medioambiental» y la
forma de Estado monárquica representada por quienes lo agasajaban.
Ha habido un mensaje de un lector que, sin embargo, me ha
hecho sonreír y exclamar, al modo de los espadachines, «Touché!». Me señala que yo también he formulado en muchas
ocasiones preguntas capciosas, de ésas que acotan el campo de las respuestas
posibles o incluso las sugieren. Me pone algunos ejemplos. Varios, de todos
modos, se refieren a preguntas que formulé de manera meramente retórica, o
incluso con ánimo de ridiculizarlas.
Hoy la actualidad plantea un asunto en el que tampoco
quisiera hacer trampa. Me refiero al derecho de autodeterminación, que va a
estar en el centro de una marcha o manifestación que va a celebrarse (o a
lamentarse, según los criterios de cada cual) en Bilbao.
No voy a entrar a defender la legitimidad del acto y demás
rollos anejos: mi posición al respecto es de sobra conocida.
Lo que me
planteo –y os planteo– es el asunto del propio derecho de autodeterminación, a
favor del cual me he pronunciado en muchas ocasiones. Soy partidario del
derecho de autodeterminación de los pueblos, de todos los pueblos, pero no veo
nada claro en este caso concreto cómo podríamos materializarlo, en el supuesto
de que ningún Estado lo impidiera.
Lo que planteo
es el peliagudo asunto del sujeto de
la autodeterminación. Euskal Herria existe, por supuesto, diga lo que diga el
fanático Mayor Oreja, pero el concepto de Euskal Herria es hoy, para muchos
–entre los que me encuentro–, sobre todo cultural. El pueblo de Navarra es
parte de Euskal Herria: es un hecho que ningún antropólogo o lingüista
medianamente serio se atrevería a negar, así milite en UPN. Otro tanto cabe
decir de los territorios vascos de disciplina
francesa. Pero tanto el uno como los otros tienen rasgos comunes y también
rasgos muy diferentes. Incluso en su propio interior. Si los pueblos no son
esencias inmanentes, es decir, si identificamos los pueblos con las sociedades realmente existentes (curiosa
tautología), entonces no hay más tu tía que aceptar, entre otras cosas: a) que sólo
cabe reclamar el ejercicio del derecho de autodeterminación, en el sentido
político del término, para quien quiere ejercerlo, y b) que habrá de ejercerlo,
si quiere hacerlo, en compañía de quien decida ejercerlo.
La tradición
social y política vasca arrastra un fuerte componente confederal, dicho sea en
términos modernos. Según ella, cada territorio
cuenta con derecho a decidir qué hace, cuándo lo hace y con quién lo hace. Lo
cual tiene sus aspectos positivos y sus aspectos negativos.
¿Cómo se
concilia todo eso? Uf.
En todo caso,
espero que en esta ocasión nadie me diga que planteo una cuestión cerrada.
Incluso estoy dispuesto a replantear los términos de la pregunta.
Escrito por: ortiz.2006/08/25 07:20:00 GMT+2
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2006/08/24 07:40:00 GMT+2
Cuenta hoy El País que el
científico Stephen Hawking planteó a comienzos de julio al orbe internáutico la
siguiente pregunta: «En un mundo que es un caos social, político y
medioambiental, ¿cómo puede la especie humana sobrevivir los próximos 100
años?».
Dejo de lado los problemas
gramaticales de la frase –de los que supongo que no será responsable el
astrofísico, sino el traductor–, y me digo que, como sucede a menudo con las
grandes preguntas, ésta también hay que empezar por debatirla en su propia formulación,
antes de plantearse siquiera la posibilidad o la conveniencia de responderla.
Michael Z. Lewin escribió hace
muchos años una novela policíaca titulada Acertar con la pregunta
de la que sólo recuerdo para estas alturas que me condujo al convencimiento de
que la mayor parte de las respuestas viene condicionada, si es que no dada, por
la propia pregunta.
En el caso concreto que hoy me
ocupa, planteo: ¿por qué hemos de aceptar de antemano y sin previo debate que
el mundo «es un caos social, político y medioambiental»?
Al formular de ese modo la
cuestión, Hawking hace trampa, incluso aunque no se dé cuenta. Afirmar que el
mundo es «un caos» implica presuponer que carece de un orden concreto, cosa que
es falsa. Que un determinado orden sea injusto, perjudicial y hasta suicida
para la especie humana no lo excluye en tanto que orden. El orden establecido
es un orden: un orden espantoso, en mi personal criterio, pero un orden. Claro
que, si Hawking hubiera definido el orden social, político y medioambiental del
mundo como injusto, perjudicial y hasta suicida, según acabo de presentarlo yo,
la cuestión dejaría de situarse en el plano de la supervivencia genérica y
abstracta para plantearse en el terreno concreto de los intereses económicos
(y, por ello mismo, sociales, políticos, militares, medioambientales... y
cuantos más planos de consideración añadir se quiera) de tales o cuales
agrupaciones humanas, que son los que explican que las cosas estén como están, y no de otra manera.
De replantear así el debate, la
discusión que aparecería como prioritaria es si la conveniencia primera para la
mejor supervivencia de la Humanidad –porque también hay modos y modos de
sobrevivir– es (como creo yo) o no es (como parece creer él) derrocar a la
casta que domina el mundo. Y cómo hacerlo. Y para sustituirla por qué.
Eso sin necesidad de preguntarle por qué narices
fija en su pregunta el plazo de 100 años, y no de 50, o de 112.
Escrito por: ortiz.2006/08/24 07:40:00 GMT+2
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