Iberdrola nos dejó anoche a dos velas. Tampoco es que sea un acontecimiento insólito en estos andurriales de la montaña mediterránea. Más bien todo lo contrario: así que caen cuatro gotas (y anoche cayeron bastantes), a ellos se les cae su tingladillo de chichimoco. Pero hacía ya algún tiempo que sólo nos procuraba cortes de electricidad breves, de dos o tres minutos; justo el tiempo necesario para montarte un caos en lo que estás escribiendo y desprogramarte unos cuantos aparatos. Lo de esta vez representa, en cambio, todo un regreso a las buenas tradiciones: nos aportaron la oscuridad total a medianoche y no han devuelto el suministro hasta bien amanecido el día.
Desde el principio renuncié a telefonear para pedir información o hacer ninguna reclamación. La última vez que lo hice acabé cabreándome con la pobre chica a la que tenían de saco de los golpes. Eran las 10 de la mañana y llevábamos sin energía eléctrica desde la tarde anterior, y va y me dice: “Ah, ¿siguen sin luz?”. Me armé de paciencia y le respondí: “No. Luz tenemos un montón. Entra a raudales por las ventanas. Lo que no tenemos es electricidad”. No conseguí que me entendiera.
Como soy ya medio campestre y tengo experiencia, así que he abierto un ojo, a eso de las 5 de la madrugada, me he hecho cargo de la situación y he puesto en marcha las medidas de emergencia que los autóctonos, que sabemos cómo (no) funciona Iberdrola, tenemos previstas para casos así, en forma de grupos electrógenos chapucillas, que despiertan a todo dios en un kilómetro a la redonda, porque arman una bulla que no veas, pero por lo menos aseguran que los frigoríficos no se descongelen del todo, quepa encender un par de bombillas... y arranquen los ordenadores.
Hecho lo cual, me he quedado pensando en los comerciantes del pueblo de al lado, que celebra sus fiestas patronales. Anoche primero les jarreó de lo lindo, hundiéndoles la jarana y la verbena, y a continuación se quedaron sin electricidad, lo que habrá tenido un efecto excelente sobre sus despensas.
Seguro que, si protestan, Iberdrola les dice que, dentro de su campaña en defensa del medio ambiente, ayer hizo lo posible por disminuir la contaminación lumínica en nuestra zona.
Uno de los muchos consejos que agradezco a Charo, mi compañera de vida, es el que me dio hace algo así como doce o trece años, cuando me dijo: “Vas muy poco a San Sebastián a ver a tu madre. Te pasas el día hablando de lo mucho que la quieres, pero la telefoneas poco y la visitas menos. Es ya mayor. En unos años se irá y lamentarás no haber estado más cerca de ella y haberle demostrado más tu cariño”.
Le hice caso. Empecé a viajar más a Donosti, a veces con Charo, que hizo muy buenas migas con Maritxu. Charlábamos mucho, nos reíamos, nos contaba historias...
Cogimos la costumbre fija de ir a visitarla por estas fechas, porque tal día que hoy era su cumpleaños. Nos íbamos a comer fuera, a veces a alguno de los restaurantes ésos de la llamada nueva cocina vasca, en los que se divertía mucho porque veía a gente famosa y luego podía contárselo a sus amigas. Tampoco le faltaba por Nochebuena, porque sabía del valor sentimental que ella concedía a la fecha, que yo no llevaba nada bien, porque se volvía obligatorio rememorar a mi padre (al que tuve siempre un aprecio limitado, por así decirlo).
Bueno, como habréis deducido fácilmente por lo anterior, mi madre –madre y maestra– murió hace unos años. Pero yo me quedé con la agradecida satisfacción de haberle demostrado en el tramo final de su vida que la quería de verdad y que podía contar conmigo. Incluso (por iniciativa de Charo, una vez más) le pedí que se viniera a vivir con nosotros, oferta que rechazó, pero que agradeció con los ojos brillantes y un beso que me valió un Potosí.
Os cuento esto, en primer lugar, porque me es imposible mirar el calendario y no pensar en ella. Y en segundo lugar, para daros el mismo consejo que Charo me dio a mí y que yo tanto agradezco ahora: no perdáis la ocasión de demostrar a vuestros seres queridos que lo son, que los queréis, mientras estén todavía en condiciones de disfrutar de vuestro cariño y de saber que les agradecéis todo lo bueno que os han dado.
Un muy querido amigo está pasándolas tirando a canutas porque una persona que le es allegada no está en su mejor momento de lucidez, por decirlo delicadamente.
No sé si habréis pasado por una circunstancia similar. A mí me ha tocado encarar un par de casos de ese género –aunque supongo que no habrá dos iguales– y ambos me resultaron desconcertantes y dificilísimos de afrontar, material y sentimentalmente. Mis dos allegados, cada uno de diferente procedencia y condición, eran personas bastante jóvenes (por entonces) y en excelente estado aparente, pero que perdieron, cada una a su modo, el contacto con lo que los demás llamamos realidad. Sus psicopatologías eran muy diversas, pero igual de desconcertantes para mí, porque no logré encontrar el modo de comunicarme con ellos, de captar su código: uno no paraba de hablar, pero todo lo que decía, aunque presentaba una cierta coherencia interna, era perfectamente absurdo (eso significa paranoia en griego, creo), y el otro se pasaba días sin decir nada de nada, ni expresaba ningún sentimiento, salvo cuando, sin motivo aparente, entraba en cólera y había que atarlo para que no desgraciara a nadie.
Aquellos episodios me sirvieron, ya que no para nada más útil, para darme cuenta de lo poco que sabemos sobre el funcionamiento de nuestras neuroncillas y lo mal que lo encajamos. Muchos estamos de acuerdo en que nuestro ser es una extraña mezcla de materias varias, algunas de las cuales se digieren y se van por el WC, o la ducha, y otras acaban transformándose y se perpetúan en un lienzo, en un escenario, en un disco, en un libro o en una cuna. Pero no asumimos con la misma amarga naturalidad las hemorroides (propias o ajenas), o lo desastrosas que tenemos las vértebras, o ese maldito cáncer que nos devorará por dentro el día menos pensado, que la pérdida de la chaveta. Mi sentimiento visceral es que, si dejas de pensar, estás ya en el otro barrio, salvo para estorbar en éste. En esos casos siempre recuerdo la novela negra, negrísima, de Horace McCoy: They Shoot Horses, Don’t They? Aquí la tradujeron “También se remata a los caballos”.
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Como hoy me ha quedado el conjunto ("Dedo" y "Apunte") triste y tirando a deprimente, voy a tratar de compensarlo contándoos un chiste malo que se me ha ocurrido oyendo las noticias de la madrugada. Han contado –no lo sabía– que Rafael Nadal se enfadó porque un periodista dirigió una pregunta en catalán a un integrante del equipo olímpico de tenis español que, por lo visto, es de alguna zona donde se habla la lengua de Pompeu Fabra. Nadal cortó al periodista, ejerciendo de jefe (¿lo es?): "¡En español, por favor!", le dijo secamente.
Un lector inteligente me sugiere que persevere en mi determinación de no escribir los recuerdos de mi vida. Coincido con casi todos sus argumentos, salvo con uno. Él sostiene que el género de la autobiografía es sospechoso por definición, en la medida en que el autor se ve impelido a reconstruir el pasado para maquillar su propio papel en él.
Me valdría la objeción si los demás nos tomáramos las autobiografías como fieles testimonios de la Historia, pero no hay por qué hacer tal cosa. Yo suelo considerarlas meros puntos de vista. Y tampoco me estorba que sean autojustificativas: es interesante comprobar cómo cada cual recoloca las piezas de lo sucedido cuando se empeña en salvar la cara, sobre todo ante sí mismo.
Lo peor que puede tener una autobiografía no es que traicione la verdad de los hechos (resbaladizo concepto, a fe), sino que la vida de su autor carezca de interés o que carezca de interés su visión sobre lo que ha vivido. Cuando ya coinciden ambas cosas, el aburrimiento está asegurado.
Como quiera que adquirí cierta formación freudiana, hubo un tiempo en el que me divertía (o angustiaba, según los casos) trabajando sobre el recuerdo de mis propios sueños. La técnica es sencilla, aunque algo trabajosa. Dejas un cuaderno en la mesilla de noche y, cuando te despiertas en medio de un sueño agitado, escribes todo lo que recuerdas de lo que has soñado. Vuelves a dormirte y, cuando despiertas otra vez al cabo de las horas, escribes de nuevo lo que recuerdas del primer sueño sin repasar la primera versión. El ejercicio interesante no es comprobar en qué coinciden los dos recuerdos, sino en qué difieren, es decir, qué ha censurado tu inconsciente del primer recuerdo.
Es una manera como otra cualquiera de practicar el ombliguismo. Yo dejé de malgastar el tiempo en esos menesteres nocturnos una vez que comprobé que los abismos de mi inconsciente, por no resultar apasionantes, ni siquiera me lo resultaban a mí.
Además, acabé cogiéndole también un cierto paquete al psicoanálisis, tras comprobar la cantidad de gente que, una vez caída en sus redes, se servía de él para justificar actitudes perfectamente egoístas y desconsideradas. Alguna me pilló de demasiado cerca.
Por volver al principio: no creo que acabe escribiendo mis memorias, pero no porque piense que lo mismo traiciono la realidad de lo realmente sucedido, sino porque no les veo gran interés, porque siempre me han dado grima las batallas de los abuelitos y porque de las pocas cosas que todavía conservo en relativo buen estado es el sentido del ridículo.
Fue hace 40 años, y en pleno agosto, como ahora. Mi compañera de entonces y yo acabábamos de poner fin a un rocambolesco periplo en Simca 1000, que nos había llevado de Donostia a Madrid y a Galicia bajo un sol de injusticia para rescatar a una menor de la tiranía de su padre. Regresamos a nuestra ciudad de origen el 2 de agosto, justo a tiempo para enterarnos de que ETA había matado a Melitón Manzanas, el prototorturador de la policía política de Franco.
Pocos días después, recogí en una farmacia de la calle de San Martín los resultados de una prueba de orina (“la prueba de la rana” se llamaba por entonces a eso) que atestiguaba que mi chica, Begoña, estaba embarazada. Fui a buscarla a su trabajo, le pedí que se sentara en las escaleras del portal y se lo comuniqué.
“¿Qué hacemos?”, nos dijimos.
“Tenerlo, ¿verdad?”, nos respondimos.
A los dos nos hacía ilusión. Llevábamos 13 meses casados. Dijimos “tenerlo”, aunque deberíamos haber dicho “tenerla”, porque nació niña en la primavera siguiente. (Se llama Ane y es estupenda y muy buena hija. Gracias.)
Pocas fechas después me tocó salir otra vez de viaje. En esta ocasión tenía que ir con tres amigos más a Burgos, siempre al volante, para encontrarnos allí con otros cuatro jóvenes de origen vasco afincados en Madrid, con los que debíamos coordinar la puesta en marcha de una pequeña organización de estudiantes muy rojo-separatistas que se suponía que yo tenía que encabezar. Al parecer, alguno de los que nos juntamos tenía su teléfono pinchado por la BPS (Brigada Político-Social) lo que les permitió enterarse de nuestro proyecto de vernos en la capital castellana, aunque no supieran ni dónde habíamos quedado ni a qué hora. Fueron a Burgos... y nos encontraron. Tiene narices. Primero a seis y luego a los otros dos que quedamos despistados. Yo arrastraba un cabreo de mil pares, porque me había pasado el viaje entero reclamando que fijáramos una coartada, pero no hubo modo: enterados del embarazo de mi compañera, todos prefirieron dedicarse a hacer chanzas hablando del inminente nacimiento de “los quintillizos Ortiz”.
Tuvimos suerte de que los policías no andaban muy duchos en idiomas, de modo que, cuando nos encerraron en los calabozos de Burgos, pudimos ponernos de acuerdo en lo que íbamos a declarar a base de cantar a voz en cuello en francés Los paraguas de Cherburgo(¡no es broma!) cambiando la letra a voluntad: “Moi je te connais de ce jour-là...”, etc.
Todavía me pregunto cómo aquellos zopencos no se mosquearon ante el fervor coral que mostraba su colla de detenidos, por muy vascos que fueran. Convengamos, de todos modos, en que la sagacidad no era su fuerte, porque lo único que yo admití durante los ocho días de interrogatorio que pasamos en la Comisaría de San Sebastián, una vez que nos trasladaron ilegalmente allí para poder aplicarnos el estado de excepción que se había decretado en Guipúzcoa tras la muerte a tiros de Manzanas, es que, de todos los demás detenidos, sólo conocía a uno, con el que me veía de vez en cuando... ¡para hablar de la poesía de Gonzalo de Berceo! (si no fuera porque todo esto está documentado, no me atrevería ni a contarlo).
Lo más cómico es que tragaron.
Si relatara toda la tragicómica peripecia que vivimos durante aquella quincena surrealista, entre Burgos, la comisaría de San Sebastián y la cárcel de Martutene –de la que fuimos rescatados por la voluntad férrea de un juez demócrata y honrado, Julián Serrano, a cuyo entierro acudí hace pocos años en Madrid, como tardío gesto de reconocimiento–, os quedaríais con la duda razonable de si os estoy tomando el pelo o qué. Y eso que no os cuento ni lo del plato de pitilines de cerdo, ni lo del tío de ETA que destilaba patatas para hacer explosivo, ni lo de los dos dominicos obsesionados porque no se supiera dónde escondían una multicopista que jamás habían tenido (según ellos), ni lo del estudiante detenido por traerse de Francia unos cuantos libros y que con los años llegaría a ser presidente de la Asociación de la Banca Privada...
Pero hay algo que no puedo dejar de citar más en concreto. Hablo del 20 de agosto de 1968, cuando uno de los principales jefes de la BPS, de cuyo nombre no logro acordarme (¿Sainz Rodríguez?), entró en los calabozos de San Sebastián, nos miró con sorna y nos dijo: “¡Atención! ¡Vuestros amigos, los rusos, han invadido Checoslovaquia!”.
Me entró la risa.
“¿De qué te ríes?”, me preguntó, mosqueado.
No le respondí. ¿Qué sentido habría tenido explicar a aquel torturador que las tropas del Pacto de Varsovia me despertaban casi tanta simpatía como él?
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Post data 1ª.– Esto es una pequeña muestra de por qué, cuando me dicen que escriba mis memorias, me entra una enorme pereza.
Post data 2ª.– Dedico toda la parrafada anterior a la memoria de Francisco Javier Rámila Benito del Valle, que es el único de los ocho que ya nos ha dejado para siempre.
Alguna gente se lía cuando se refiere a la necesidad de que los escritores y periodistas identifiquen o no sus fuentes de información. Y, sin embargo, la cosa tampoco es tan complicada, por lo menos desde el punto de vista doctrinal. Si alguien afirma que Fulano o Mengano ha dicho o ha hecho algo impropio, injusto o delictivo, está obligado a probarlo, salvo que se trate de un dato de conocimiento general. Pero si se refiere a un dicho o un hecho que no atribuye a nadie en particular y que plantea tan sólo a modo de ejemplo, no tiene por qué probar nada. Corresponderá a quien le lea juzgar si lo que ha mencionado es realmente ilustrativo o resulta impertinente.
Hace algunos días, comenté en una columna una afirmación hecha por una dirigente del PP a propósito de Iñaki de Juana y un lector se me enfadó y dejó constancia pública de ello: según él, es un recurso polémico inaceptable atribuir una frase sin entrecomillar a una persona cuyo nombre no se menciona explícitamente. Se trataba de un lector de pluma pronta y ojo vago, porque las declaraciones que mencioné estaban ese mismo día en las portadas de los diarios de mayor difusión. No me había dado la gana de citar el nombre de la señora de marras porque, en mi criterio, ya se había ganado sobrada notoriedad con su pavada, no porque yo deseara guardar el secreto de su fanatismo reaccionario para mi uso particular.
A mi compañero de página en Público, Rafael Reig, ya le han señalado varios lectores con el dedo, acusándolo de elegir a mala leche las cartas que responde. ¡Vaya, tendrá que escoger las que no le dicen nada para no defraudar a sus detractores!
En mucha la gente que en estos tiempos de tribulación confunde la velocidad con el tocino. Una cosa es que las noticias (las presuntas noticias, quiero decir) se basen exclusivamente en afirmaciones que no sustenta nadie identificado (“fuentes cercanas a la investigación”, “medios próximos al declarante”, “según ha podido saber este periódico”, etc.), práctica periodística no por frecuente menos aberrante, y otra que un escritor o columnista trate de rebatir tal o cual idea contraria sin endosársela a nadie en especial o endosándosela, como en la demoledora y hermosísima canción de Kris Kristofferson, a alguien a quien nadie conoce (*). Al modo en que suelo hacer yo con mi buen amigo Gervasio Guzmán.
Abundan los que me reprochan que, cuando cuento tal o cual historia vitriólica, o esta o la otra anécdota hiriente, me conformo con decir “Un conocido político...”, “Un escritor de postín...” o “Un famoso periodista”, sin dar nombres. Supongo que se tratará de gente que quisiera verme deambular de juzgado en juzgado. La aplastante mayoría de las cosas denigrantes que relato no puedo probar que ocurrieran: sería mi palabra contra la del bicho mencionado.
Recordé este asunto anoche, viendo por televisión Alastriste, película de la que me había abstenido hasta ahora (y con razón ,según pude comprobar a lo largo de la inmensidad de tiempo que dura). Si yo digo que Arturo Pérez Reverte me parece un escritor tan petulante como mediocre y estomagante, no pasa nada, porque es mi punto de vista y nadie puede condenarme a presidio por ello. Pero si digo que hubo un reportero de TVE que pagó a unos chavales en Malasaña para que se inyectaran caballo y poder filmarlo, como denunciaron Cerdán y Rubio en El Mundo, lo mismo me meto en un lío, como se metieron ellos, aunque finalmente salieran bien librados. Y si cuento que otro reportero de TVE (¿o quizá era el mismo?) pagó a los contendientes de una guerra para que se dispararan un rato entre sí, cual extras de película, para que él pudiera fingir que se estaba jugando el bigote, pues lo mismo hay quien se me cabrea. Y yo soy de natural poco pendenciero, y además tanto da, porque podía ser ese reportero o cualquier otro. Salvo Vicente Romero, José Manuel Martín Medem, Teresa Aranguren... y un par de docenas más de periodistas que han dignificado y siguen dignificando esta profesión de mierda.
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(*) No es por vagancia, o por lo menos no sólo por vagancia. Tengo miedo justificado de no ser capaz de hacer una correcta versión castellana de la canción, así que os la dejo en inglés. Si no la entendéis, haced que os la traduzcan: no perderéis el tiempo. Ahí va:
SOMEBODY NOBODY KNOWS
(Letra y música de K. Kristofferson)
Alone in a barroom a young girl is sitting And smiling at nothing at all And she stares now and then at the eyes of the men In the mirror that hangs on the wall
She's waiting for someone and knowing there's no one Who cares if she comes or she goes Just a soul in the shadows the world never sees
She's somebody nobody knows
Someone no one's ever known where no one can hear Somebody's dying alone In a city where nobody cares
Down in the gutter an old man has fallen Like somebody the world threw away And the late crowd was leaving, and nobody even Took the time to look down where he lay
The old man was crying and helplessly trying To wipe off the stain from his clothes Just a soul in the shadows that life left behind
He's somebody nobody knows
Someone no one's ever known Crying where no one can hear Somebody's dying alone In a city where nobody cares
El pasado 25 me convocaron en Radio 4 (RNE en Cataluña, en cuyo magazine matinal colaboro) para que resumiera en 5 minutos los grandes asuntos que pueden ocupar la actualidad vasca durante el próximo verano. Deseando ser lo más concreto posible, escribí mi intervención. Luego, cuando entré en el programa, me preguntaron sobre otros asuntos y no pude largar mi rollo prêt-à-porter, que incluyo a continuación, por el aquel de darle alguna utilidad.
El verano vasco se presenta movido. “Tediosamente movido”, se dirá más de uno, a la vista de que los asuntos que lo van a mover o que pueden moverlo son diferentes versiones de nuestros eternos lugares comunes.
Empiezo por los elementos impredecibles. De ser ciertas las informaciones proporcionadas por el Ministerio del Interior, ETA estaba a punto de organizar una muy gorda, repitiendo el espanto que llevó a cabo hace 11 años con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. No sabemos si la redada de estos últimos días ha frustrado definitivamente ese proyecto o si tan sólo lo ha aplazado; lo que sí sabemos es que hay más miembros de ETA en activo y en territorio español, porque la propia Policía ha aclarado que las cuatro bombas de Cantabria no fueron cosa del grupo que ha quedado fuera de juego en estos últimos días. Sea de un modo o de otro, ETA parece decidida a hacerse notar por los medios que le son propios, precisamente para tratar de contrarrestar lo poco que pinta ya en la evolución política de Euskadi.
Están luego los factores predecibles.
El primero que traerá cola será la puesta en libertad de Iñaki de Juana Chaos, que determinados medios removerán con su habitual demagogia camorrista. El hecho concreto es que hay un preso que ha cumplido su condena en las formas y modalidades previstas por la ley y que, en consecuencia, recupera su condición de ciudadano, con todos sus deberes y derechos, entre ellos el de residir donde quiera, puesto que su condena no incluyó ninguna medida de alejamiento.
Un par de semanas después será el turno de Arnaldo Otegi. Imagino que el de Elgoibar saldrá de la cárcel rumiando su disgusto por el muy limitado respaldo solidario que mereció tras su encarcelamiento. Habrá de evaluar si esa circunstancia fue resultado de la disminución del poder de convocatoria de la izquierda abertzale, en general, o si se debió a la caída en desgracia de la alternativa negociadora que él sostuvo, en cuyas antípodas se encuentra la actual dirección de ETA. Sea lo uno o lo otro, cabe prever que el papel político de Otegi en los próximos meses no tendrá, ni mucho menos, la relevancia que alcanzó en el pasado.
En el plano de la política institucional –no digo “de la política normal” porque cualquiera sabe qué es eso, y más en Euskadi– hay dos asuntos, al menos, que merecerán atención. Uno, que tendrá probablemente más recorrido subterráneo que de superficie, es el del lío interno del Partido Nacionalista Vasco, dividido respecto a la anunciada y verosímilmente prohibida consulta de Ibarretxe y, más en general, con respecto a la estrategia de alianzas que debe hacer suya el PNV. Si pudiera, el sector dominante en la actual dirección jelkide se orientaría más hacia la alianza con el Partido Socialista, que fue la fórmula en la que se apoyó Ardanza para gobernar. Pero choca con dos obstáculos de primera importancia. El primero, el propio Ibarretxe, que no simpatiza con ese proyecto. El segundo, las bases del partido, que están más con Ibarretxe que con Urkullu.
La posición de Ibarretxe se ve reforzada por el empeño del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco de sentarlo en el banquillo por haber tenido encuentros políticos con Batasuna. Para la militancia nacionalista, resulta incomprensible que los tribunales españoles no pongan objeción a que los gobernantes mantengan conversaciones con ETA, que mata, pero deban ser perseguidos cuando se entrevistan con Batasuna, que no mata. Esta persecución favorece la solidaridad con Ibarretxe, porque nada hay mejor para practicar con éxito el victimismo que ser víctima. __________
Otro aviso: ayer me enfrasqué desde primera hora en tareas domésticas y olvidé que no había "subido" a la Red mi columna diaria de Público. Me di cuenta ya avanzada la tarde. Algunos lectores se me quejaron. Digo yo que porque algún día tengan que bajar a la calle a comprar el periódico tampoco les va a dar ningún mal. Y les recuerdo de paso que yo vivo de los diarios que se venden en los quioscos, no de las lecturas gratuitas quer se hacen en internet.
He explicado ya en bastantes ocasiones que no me interesa, en tanto que columnista, dedicar mi tiempo a lanzar panfletos viscerales contra ETA. Lo que tengo que decir sobre esa organización lo he explicado –explicado, no bramado– muchas veces desde 1967, año en el que participé en la ruptura entre los integrantes de lo que llamábamos ETA-Zaharra (“la Vieja ETA”, de la que acabarían saliendo los milis, los poli-milis, los Comandos Autónomos y demás aficionados al gatillo y el detonador, con desembocadura en los de ahora) y los que éramos conocidos por ETA-Berri (“Nueva ETA”, denominación de la que nos distanciamos a escape, porque ni asumíamos el esencialismo nacionalista ni teníamos vocación de proscritos de Sherwood, con Robin Hood a la cabeza. Éramos rojos e internacionalistas y, aunque simpatizábamos con los movimientos de liberación nacional y apoyábamos a los grupos guerrilleros de América Latina y demás mundos terceros, no veíamos que en Euskadi se ganara nada entrando en la famosa espiral acción-represión, muy celtibérica variante del “¡Pues te vas a enterar, cacho cabrón!”, que tantos próceres ha permitido recolectar del Ebro para abajo.
En todo caso, nosotros no disparamos ni un solo tiro, de lo que me felicito ahora, porque me alegra no cargar con más traumas de los imprescindibles.
Según leí ayer las noticias sobre la detención de los miembros del llamado Comando Vizcaya (un nombre inventado por el Ministerio del Interior porque le viene bien para sus propios fines propagandísticos, pero que no procede de ETA), exclamé para mí: “¡Decididamente, qué mal anda esta gente!”. Y lo pensé basándome en dos razones que pueden parecer casi anecdóticas. La primera: que fuera el propio Arkaitz Goikoetxea el que telefoneó a la DYA para avisar de la colocación de la bomba que pusieron en Calahorra. Goikoetxea tiene un acento nasal tan fuerte y tan peculiar que su llamada venía a decir: “Por cierto, que la bomba la he puesto yo”. La segunda: los activistas que escapaban del escenario de un reciente atentado fueron incapaces de conseguir que funcionara el detonador que habían puesto para quemar el coche que utilizaron para huir. El fallo del detonador permitió a la Policía obtener huellas dactilares y muestras de ADN de quienes habían viajado en el coche. En cosa de horas, todos los legales del comando habían sido localizados. Los sometieron a vigilancia constante, y los han trincado con todas las de la ley.
Yo podría reflexionar sobre lo que esos datos indican: que ETA está muy mal; que tiene cantera de sobra, pero poca gente que conozca un oficio que es cruel, pero tiene su técnica, como todo; que está perdiendo la guerra también en materia de eficiencia tecnológica; que sabe que su estructura tiene agujeros preocupantes, porque la Policía cuenta con agentes preparados para infiltrarse, y con dinero para corromper a más de uno y más de diez; que ha descuidado hasta extremos bochornos el lado teórico de su causa y se encuentra en manos de chavales que al Marx que mejor conocen es a Harpo, en versión Kukuxumusu...
Podría hablar de todo eso y de mucho más, pero ¿en beneficio de quién?
Cuando las palabras salen de la propia boca y las frases de la propia pluma, dejan ya de pertenecer al autor. Todo el mundo puede utilizarlas en beneficio de lo que quiera.
Detesto a ETA. Ya lo he dicho: desde muchísimo antes de que los progres españoles empezaran a pensar que cabía mirar con malos ojos su hazañas. Pero nunca estaré del lado del Estado –no sólo del español– ni admitiré ningún orden instituido a golpe del artículo 8 de la Constitución que sea.
Por eso hablo de estas cosas tan sólo en la intimidad de mi blog.
Y por eso silencio mi pluma cuando escribo para los grandes medios.
Escribí la columna que salió anteayer en Público (¿Qué es la izquierda?) siendo perfectamente consciente de que la idea de fondo en la que se basaba ya la había expuesto varias veces en otras columnas (en El Mundo) y en Apuntes como éste a lo largo de los últimos años. Pese a ello, no dudé en hacerlo.
Lo de los Apuntes me inquieta poco porque, a fin de cuentas, éstos tienen en el mejor de los casos –en temporada alta, por así decirlo– un máximo de 3.000 lectores. Nada que ver con los que acceden a los setenta y tantos mil ejemplares que vende Público (por no hablar de los trescientos y tantos mil de El Mundo).
Pero tampoco retrocedo ante la repetición de temas y argumentos ya expuestos en publicaciones de gran tirada, siempre que haya pasado un tiempo prudencial desde la última vez que los abordé y expuse.
Quienes siguen mis escritos asiduamente desde hace muchos años a veces se dan cuenta de ello y me lo dicen (“Te repites, Javier”), pero son una muy exigua minoría. Las posibilidades que existen de que alguien que leyera una columna que escribí hace cinco, seis u ocho años lea la de hoy y repare en su parecido con aquélla (porque nunca son iguales, claro está) resultan muy limitadas. Además, de entonces a aquí se han incorporado a la lectura de la prensa diaria muchos miles de chavales que se han convertido en jóvenes, a los que conviene ir aportando ideas que pueden (y suelen) ser ya veteranas, pero que ellos desconocen.
Vengo escribiendo a diario desde 2000. Ocho años de columnas (en algunas ocasiones incluso dos al día) hace un total aproximado de 3.000 columnas. A eso hay que añadir las aproximadamente 1.500 columnas que publiqué en El Mundo entre 1989 y 2000. Y muchos más artículos en publicaciones diversas. Y toneladas de editoriales y sueltos de opinión en El Mundo del País Vasco y El Mundo. ¿Un total de 5.000 artículos? ¡Como para no repetirse!
A partir de hoy, y coincidiendo con el inicio del veraneo de buena parte del personal laboral, también yo voy a tomarme las cosas con más calma. Eso no tiene por qué afectar al horario de subida a internet de El dedo en la llaga, porque cabe ordenar al programa que controla este blog que lo haga él mismo a una hora determinada (por ejemplo, a las 06:00). Eso es lo que haré, siempre que no se me olvide, como sucedió ayer.
En lo que sí afectará, probablemente, es en que escribiré menos Apuntes.
Javier Ortiz publicó sus "Apuntes del Natural" todos los días desde julio de 2003 a septiembre de 2007. Antes de eso, y desde julio de 2000, hizo lo mismo con su "Diario de un resentido social". Desde octubre de 2008, con el "Dedo en la llaga" diario en Público, alimentó esta sección de "Apuntes" de manera algo menos sistemática hasta su fallecimiento.