2008/10/27 07:00:00 GMT+1
“Rompes el huevo, apartas la yema y echas la yema”. Mi compañera, Charo, ha pronunciado esta frase, en voz alta y clara, hace un par de horas. La particularidad es que estaba profundamente dormida. No sólo me intriga en qué estaría soñando –ya se lo preguntaré, cuando se despierte, a ver si lo recuerda– sino el mecanismo por el que a veces hablamos dormidos.
Mi difunta hermana Curra contaba que me había oído varias veces hablar en sueños. Debía de tener yo por entonces 14 o 15 años. Lo llamativo es que, según ella, me echaba parrafadas… ¡en latín! Yo no he hablado en latín en mi vida (despierto, quiero decir), aunque impartí clases de esa lengua pasados unos años, pero a esa edad, menos. ¿Habrá algún mecanismo de la memoria que almacene textos que leemos y sea capaz de aflorar cuando dormimos, pero no cuando estamos en vigilia?
Todos soñamos, supongo. Alguna vez he contado que mis sueños suelen ser de una vulgaridad decepcionante. Resulta que voy por la calle, se me acerca un señor y me pregunta si sé dónde está tal calle. Le digo que sí, se lo indico y se va. Fin del sueño. Freud se cortaría las venas. Como en tiempos leí bastante a ese señor checo, estoy familiarizado con la interpretación de los sueños que tienen algo más de chicha, pero me escasean mucho. Sobre lo que nunca he leído nada (seguro que hay un montón de literatura médica al respecto, pero la desconozco) es sobre el mecanismo que provoca que la persona que está soñando se ponga a hablar en voz alta, diga una frase o algo más y, a continuación, se calle y continúe durmiendo en silencio tan tranquilamente (o no, porque también he presenciado sueños agitados, e incluso angustiados).
Mi conclusión es tirando a arrastrada: qué raros somos los humanos.
Escrito por: ortiz.2008/10/27 07:00:00 GMT+1
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2008/10/26 06:00:00 GMT+1
Lo del cambio de hora invierno-verano afecta más bien poco a mis hábitos de vida, porque siempre o casi siempre (puede haber media docena de excepciones al año) me levanto cuando aún es noche cerrada y me pongo a trabajar: primero a leer las versiones digitales de los periódicos y luego a escribir. Y si son las 5 como si son las 4.
En lo que sí me afecta es en que mi vida está llena de relojes que no cambian automáticamente de hora, como lo hacen los ordenadores o los receptores vía satélite, lo que me obliga a efectuar la maniobra a mano. Aquí, en nuestra casa de Madrid, tenemos una veintena de relojes, entre los de pared, los de pulsera y los de los aparatos electrónicos que no se actualizan por sí solos. Como soy un maniático de la precisión y me da grima cambiarlos a ojo, tengo que comprobar en cada uno de ellos que resitúo las manecillas (o los dígitos) con la mayor exactitud. Resultado: media hora. Lo acabo de comprobar.
Media hora más me tocará perder cuando vaya a mi casa de Alicante, que está también llena de relojes, alguno tan complicado que no puedo modificarlo sin mirar el libro de instrucciones y un par más a los que no puedo acceder sino con escalera. Allí tengo el inconveniente añadido de los temporizadores.
O sea y en resumen: que el cambio de hora oficial me hará perder –que no ganar– una hora.
Otro inconveniente es el que aportan los demás (ya sabemos, desde Jean-Paul Sartre, que los demás son el infierno). En efecto: rara es la ocasión en la que se produce este ritual cambio de hora y alguien no te la juega en una cita.
Bastante gente que está sujeta a un horario laboral fijo sostiene que, además, estos cambios de hora alteran sus biorritmos; que les descentra y tarda días en retomar el trantrán.
La cuestión final es sencilla: cuando las autoridades hacen el cálculo de los beneficios económicos que aporta que nos mareen cada tanto con la hora, ¿descuentan los perjuicios que supone? Porque, al final, son también económicos. Si hay un haber y un debe, convendría que sacaran el balance.
Escrito por: ortiz.2008/10/26 06:00:00 GMT+1
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2008/10/24 06:00:00 GMT+2
A raíz de lo que he escrito sobre mi paso por la cárcel de Carabanchel, un par de lectores de este blog me han pedido que cuente mi experiencia carcelaria.
Lo haré tratando de no enrollarme demasiado.
Dejo claro que voy a referirme a cárceles, no a otro tipo de reclusiones, como las pasadas en celdas de comisarías y cuartelillos. Eso daría para mucho más.
Estuve, en primer lugar, en la cárcel de Martutene, junto a San Sebastián. En 1968. Muy poco tiempo; no creo que llegara a una semana. De aquella experiencia guardo sólo unas pocas anécdotas, casi todas divertidas.
La siguiente vez que ingresé en una cárcel fue en Girona. Me pillaron tratando de pasar clandestinamente la frontera por Núria, en el Pirineo catalán, en 1974. Iba con documentación falsa, a nombre de un estudiante de Calatayud, y me metieron en la cárcel asignándome su identidad. Me hice pasar por él durante un par de meses en la prisión de Salt. No los llevé muy bien, entre otras cosas porque el maestro de la cárcel era de Calatayud y se empeñaba en hablar conmigo de su pueblo, del que yo lo desconocía todo. Al cabo de ese tiempo se descubrió el pastel, porque el chaval cuya personalidad yo suplantaba quiso sacarse el pasaporte y le dijeron que no podían dárselo, porque estaba en la cárcel. En fin, un lío que habría sido cómico de no haber resultado bastante amargo.
Estuve varios meses en la cárcel de Girona, un coqueto edificio visto desde fuera y un chamizo repulsivo visto desde dentro. Allí me tocó presenciar algunas de las cosas más desagradables que he soportado en mi vida, que no detallaré para no amargaros el día. También allí +tuve la suerte de que el otro preso político que había, Xavier Corominas (porque sólo éramos dos), se aviniera a enseñarme catalán. Él sabe lo reconocido que le estoy por ello, pese a que he olvidado buena parte de sus enseñanzas. Con los años fue alcalde de Salt, que es que así son estas cosas.
Acabado el periodo de Salt, inicié un largo recorrido camino de Carabanchel. En aquella época, los traslados de presos (“conducciones”, los llamaban) llevaban su tiempo. Se hacían por etapas.
Mi primera etapa fue la cárcel Modelo, de Barcelona. Allí pasé varios días. Los funcionarios aprovecharon para robar todo lo que les interesó de mis pertenencias.
Desde Barcelona me llevaron a la cárcel de Lleida, cosa que me hizo ilusión, porque hay una canción popular catalana, que me gusta mucho y que habla de la presó de Lleida. Turismo cultural.
Cuando les dio la gana y les vino bien me depositaron en la cárcel de Torrero, en Zaragoza. Otra parada y fonda. En Torrero había un buen puñado de presos vascos y el régimen de vigilancia estaba muy relajado. Pude charlar con ellos e informarme de sus historias.
No acabo de reconstruir bien el periplo, pero creo que la siguiente etapa fue Alcalá. De esa cárcel no tengo el más mínimo recuerdo. Curioso: cero.
Pasado todo lo cual, ya llegué –me llegaron– a Carabanchel, donde estuve hasta mi puesta en libertad, en 1975.
Ahí tenéis, brevemente descrito, mi historial carcelario.
En otra ocasión, si se tercia, hablaremos de calabozos. Los he conocido de todo tipo. Hasta alemanes. Pero ése es otro rollo.
Escrito por: ortiz.2008/10/24 06:00:00 GMT+2
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2008/10/22 06:20:00 GMT+2
Ayer me pidieron un texto para Público sobre el derribo de la cárcel de Carabanchel. Centré el breve escrito, que habrá salido publicado hoy, en la lástima que supone no haber aprovechado parte del edificio para hacer un Centro de la Memoria del Antifranquismo. Se habría podido recoger en él, aparte de los desmanes de la dictadura, aspectos interesantes que corren el riesgo de irse a la tumba con los supervivientes de la lucha clandestina contra el régimen de Franco: desde cómo se fijaban citas escribiéndolas con tinta simpática (por lo común agua de limón o leche, que no se veía en el papel, pero sí cuando se planchaba la carta) hasta cómo se montaba un laboratorio (una imprenta clandestina), pasando por los cursillos que se impartían para adiestrar a los militantes en la resistencia a los interrogatorios… En fin, un montón de historias. Se podría haber utilizado para ello la 3ª Galería, que era la que ocupábamos los presos políticos.
Preferí no centrar el breve artículo en mis recuerdos de la cárcel, primero porque ese tipo de batallas de abuelito es mejor dejarlas para casa (estos Apuntes del Natural forman parte de mi casa) y segundo porque temo que mis recuerdos tampoco sean muy exactos. Incluso me ha entrado la duda de si me habré acordado bien del número de la celda que ocupé.
De lo que sí me acuerdo es de cómo era. Conseguí habilitarla muy bien, con una mesa (una puerta de madera negociada en la carpintería de la cárcel), una biblioteca (una serie de compuertas de registros del agua sujetas a la pared con cuerdas), una tumbona de playa, alfombra (una manta recortada), luces indirectas (tulipas hechas con cubos de plástico), hornillo (un ladrillo con una resistencia eléctrica), cojines (para convertir la cama en sofá durante el día) y hasta unos visillos para tapar el ventanuco y no ver los barrotes constantemente. Conseguí que me autorizaran una máquina de escribir y logré tener incluso un transistor de radio, que mi abogado me pasó a escondidas y gracias al cual oía las noticias en español de Radio París, donde trabajaba mi primo Emilio Sánchez Ortiz. A la mañana siguiente las difundía en el patio.
Todo lo cual se explica porque, aparte de que yo fuera apañado, en la época que me tocó vivir en aquella cárcel (entre 1974 y 1975), el régimen penitenciario estaba ya en plena decadencia. Todo el mundo, incluyendo a buena parte de los funcionarios, estaba convencido de que el franquismo llegaba a su fin. “No sabíamos si en dos o tres años ibais a ser presos o ministros”, me dijo pocos años después uno de ellos, al que me topé en un restaurante de Aranjuez.
Yo no me lo pasé mal en aquella cárcel. Escribía, jugaba al fútbol y al dominó, charlaba con los otros presos, comía bien, leía, veía la tele… Claro que, entretanto, esperaba a que me llegara el juicio ante el Tribunal de Orden Público –el fiscal pidió para mí una condena de 15 años por propaganda ilegal y asociación ilícita en calidad de dirigente– y tampoco sabía qué haría conmigo el ejército, que me formó un tribunal de guerra por prófugo. Reconozco que esas incertidumbres me quitaban el sueño algunas noches.
Hace como ocho o diez años, alguien, ya no recuerdo quién, montó una visita a la cárcel, que ya estaba fuera de uso, para que la viéramos por última vez un puñado de ex presos políticos. Acudí por mera curiosidad.
Eso me pensé. Cuando entré en la 3ª Galería y localicé la celda que fue la mía durante tantos meses, cuando vi el patio, las duchas, el sitio donde estuvo el economato… en fin, todo, me entró una congoja importante.
Así, dicho entre nosotros, lo mismo preferiría que el Centro de la Memoria del Antifranquismo cuya formación reivindico se construyera en cualquier otro lado que me afectara menos.
Nota de edición: a los dos días, Javier publicó otro apunte titulado Más sobre cárceles.
Escrito por: ortiz.2008/10/22 06:20:00 GMT+2
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2008/10/21 06:00:00 GMT+2
El pasado domingo, en el intermedio de un partido televisado, me propuse hacer recuento de los anuncios publicitarios emitidos durante el cuarto de hora correspondiente en los que no se empleara para nada la lengua inglesa. De todos los que vi, que fueron la tira, sólo uno no incluía nada en inglés: ni en el texto, ni en la voz del locutor, ni en la música de fondo.
¡Sólo uno entre algo así como treinta! Diré lo que anunciaba, a modo de homenaje: un nuevo pan de molde Bimbo, que presentan como “pan de horno”. Mi homenaje no les va a valer de mucho, porque no tomo pan de molde, pero quede como testimonio de agradecimiento al anunciante.
Mi valoración de los creativos publicitarios españoles ha bajado un puñado de enteros en los últimos años. Hace tres o cuatro lustros me parecían excelentes y muy adaptados a sus objetivos comerciales. Eran capaces de dirigir mensajes de aire exclusivo para hacer atractivos los productos caros, mensajes tirando a populacheros para colocar mercancías baratas, mensajes especialmente concebidos para tal o cual franja de consumidores… Pero, sobre todo, eran ingeniosos. En algunos casos, hasta geniales. A veces incluso demasiado geniales, porque el anuncio era tan atractivo en sí mismo que uno ni siquiera se fijaba en qué producto pretendían vender. Para mí, el caso más espectacular fue el de un anuncio en el que alguien llevaba en un coche a Georgie Dann al Polo Sur vestido de primera comunión –me parece que era así– mientras él cantaba “La barbacoa, la barbacoa, ¡cómo me gusta la barbequiú!” Hacía mis delicias, me partía de la risa, pero creo que nunca llegué a enterarme de qué coche era el que anunciaban. De todos modos, eran muy buenos.
La gran mayoría de los anuncios de ahora me dejan perplejo tanto por su futilidad como por su improcedencia. No te cuentan nada sobre lo que pretenden venderte. Sale un artefacto que se despliega hasta convertirse en una especie de monstruo mecánico y que luego se repliega. Al final te dan el nombre de un modelo de coche. ¿Es un coche que hace eso? ¡Qué miedo! ¿Cuánto vale, qué medidas de seguridad aporta, qué resistencia ofrece la carrocería a los golpes, qué capacidad tiene el maletero, cómo es de cómodo, lleva climatizador? De todo eso, ni torta.
Otra variante de anuncio de coche: es una moza presuntamente bella la que conduce o va de pasajera. Información sobre el vehículo, ninguna. ¿Qué pasa, que el atractivo es que venden el coche con la chica incluida?
Pero lo más irritante, por lo menos para mí, es el uso sistemático, propio de papanatas, que hacen de la lengua inglesa (o de algo con aire de lengua inglesa). Se han convencido de que los consumidores españoles estamos fascinados en masa con el inglés, que se nos cae la baba por todo lo que suene a inglés, y se montan anuncios de una estupidez supina cuyo único supuesto atractivo es que el mensaje incluye algo con apariencia de inglés. Admito que nunca me planteé meter mis escasos ahorros en ING, pero desde que empecé a oír su publicidad, ésa en la que presume de hacer “fresh banking”, mi decisión se volvió definitiva. Tampoco se me había ocurrido la posibilidad de comprar un Saab, pero desde que me machacan con la chorrada del “Move your mind”, puedo certificar que, si he de cambiar de coche, el nuevo no será un Saab. ¡Holandeses y suecos dirigiéndose a los consumidores españoles en esos términos! Nokia, connecting people. Otros que tal bailan: ésos son de Finlandia.
Sólo encuentro una explicación a tanta ramplonería: las empresas cada vez se gastan menos en publicidad, de modo que las agencias tienen que fabricar los anuncios a todo correr, sin pensárselos tres veces, para rentabilizar lo que cobran. Así que se han montado su particular sota, caballo y rey, con apoyo de algunos diseñadores informáticos, y lo usan para todo.
Escrito por: ortiz.2008/10/21 06:00:00 GMT+2
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2008/10/19 06:00:00 GMT+2
Estoy pasando unos días en mi casa del Mediterráneo. Tenía que conseguir que me hicieran algunas reparaciones menores y ésa era una buena excusa para escapar de Madrid, aprovechando que las previsiones meteorológicas eran favorables. Acerté de lleno, porque está haciendo un tiempo magnífico y, además, como en las pasadas semanas ha llovido a conciencia por estas tierras, las plantas y los árboles están rutilantes, preciosos. Da gloria verlos.
Mi problema –uno de mis problemas– es que, cuando viajo solo, mi tendencia a la anarquía personal se acentúa. Decido comer cuando me viene en gana, me meto en empresas informáticas que exceden con mucho mis conocimientos (aunque en esta ocasión, albricias, me han salido todas bien), me accidento de las maneras más tontas (es otra de mis especialidades), duermo a trozos, en horas absurdas, y velo cuando los demás duermen.
Ayer, sábado, me fui a la cama cuando ni siquiera había terminado el partido de fútbol de los dos equipos madrileños (consiguieron aburrirme hasta la somnolencia). Según me eché la sábana por encima, encendí la radio, por si contaban alguna noticia que contribuyera a arrullarme, y se ve que sí, porque me quedé roque de inmediato. Pero a eso de las 2 de la madrugada me he despertado oyendo al pesado de Iker Jiménez, en la cadena Ser, que se estaba soltando uno de sus rollos presuntamente esotéricos. En esta ocasión hablaba de la magia de los espejos. En cosa de nada me he hartado de oír sus banalidades, casi todas más viejas que mear contra la pared, y he optado por levantarme, pinchar un disco de Leonard Cohen y ponerme a escribir. Pero me he quedado rumiando la cosa de los espejos, no por nada que le haya oído al mencionado vendepeines, sino por un recuerdo infantil que me ha venido a la memoria, cualquiera sabe por qué. Me he visto a mí mismo, con 8 o 9 años, situado entre las dos puertas centrales del armario del dormitorio de mis padres, cada una de las cuales tenía por dentro un largo espejo. Puestos el uno frente al otro, conmigo en medio, mi imagen se repetía cientos y cientos de veces. ¿Cuántas? Sentí lo que años después leí al novelista y psiquiatra Luis Martín Santos definir como “angustia cósmica”. El vértigo del infinito.
Pero me he dado cuenta, para mi sorpresa, de que, para estas alturas, el infinito ya no me angustia lo más mínimo. Creo que incluso lo entiendo. ¿Me estaré haciendo budista, sin saberlo?
Escrito por: ortiz.2008/10/19 06:00:00 GMT+2
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2008/10/12 07:00:00 GMT+2
El coñazo del desfile
Rajoy, como tantos otros políticos, patinó ayer con la vieja cáscara de plátano del micrófono que está conectado cuando se supone que está apagado. Por su culpa, se le oyó comentar a Arenas que hoy, 12 de octubre, no puede hacer no sé qué porque le toca soportar “el coñazo del desfile”.
Se le han echado encima los militares, la derecha en pleno y, sobre todo, el PSOE, que ha declarado muy solemne, por boca de mi doblemente paisana Leire Pajín (es donostiarra pero ejerce de alicantina), que eso demuestra que el presidente del PP no se toma en serio “las cuestiones de Estado”.
Pajín confunde las cuestiones de Estado con las cosas del Estado. Un desfile militar no es una cuestión de Estado. Yo no diría que los desfiles sean un coñazo, porque llevo mal las alusiones a los órganos genitales, pero sí que son un solemne peñazo. Y si encima te toca compartir tribuna durante varias horas con la familia real en pleno, un puñado de ministros, José Bono, Javier Rojo, Esperanza Aguirre y tutti quanti, ni te cuento. Comprendo que a Rajoy no le compense que en este punto le aporte mi respaldo –puede que eso le perjudique todavía más–, pero se lo ofrezco.
Le explicaré a Leire Pajín lo que es realmente no tomarse en serio las cuestiones de Estado.
Retrocedamos en el tiempo. Estamos en 1992. Fallece el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez. El presidente del Gobierno, Felipe González, decide que sea Javier Solana quien lo sustituya en el cargo. Pero el nombramiento tarda días y más días en hacerse efectivo. ¿Por qué? Porque el decreto correspondiente tiene que ser rubricado por el rey de España, que no lo firma porque está en paradero desconocido. Missing. Algunos de sus más allegados dicen, consternados, que parece que se encuentra en algún hotel de los Alpes en compañía de una dama.
Eso es no tomarse en serio las cuestiones de Estado. Y que lo haga el propio jefe del Estado no deja de tener su guasa adicional.
Consignas
Ha habido quien hace poco me ha criticado públicamente por haber trabajado durante más de tres lustros para El Mundo, o sea, para Pedro J. Ramírez. Cuando me encuentro con ese género de acusaciones, siempre respondo lo mismo: primero, que en algún lado hay que trabajar, si se puede (es curioso: hay quien formula imputaciones de ese estilo y luego resulta que se deja ocho horas diarias en un Ayuntamiento del PP, en el Ministerio de Defensa o en una fábrica de armas) y, segundo, que, además, siempre estuve muy cómodo como columnista en El Mundo porque, salvando una sola ocasión, que por lo demás fue tirando a confusa, jamás nadie me dijo lo que podía o no podía escribir, ni recibí consignas de ninguna suerte, ni nadie me censuró nada. Escribí siempre lo que me dio la gana y, aunque mis columnas fueran contra la corriente dominante en el periódico, jamás fui ni reprendido ni postergado.
No pretendo que Pedro J. Ramírez sea así con todo el mundo y en todos los casos. Lo que digo y reafirmo es que siempre se comportó así conmigo. En mi vertiente de columnista, insisto. Cuando ejercí de editorialista tuvimos muchas y muy vistosas agarradas. Pero no parece necesario subrayar que la línea editorial de un diario no la marca un jefe de sección, sino quien representa a la empresa, que por lo común es el director.
No me fui de El Mundo porque estuviera a disgusto con el trato que recibía, sino porque se me ofreció la posibilidad de escribir para gente más acorde con mis propias ideas, a la que pueden interesarle más y serles más útiles mis reflexiones. No es cuestión de cantidad (El Mundo vende más de 300.000 ejemplares diarios, lo que supone más de un millón de lectores potenciales), sino de cualidad: mientras la gran mayoría de los lectores de El Mundo echaba pestes de mí, lo habitual es que las personas que compran Público simpaticen –poco o mucho: algo– con mis criterios.
El trato es importante –muy importante, incluso, y a veces es sorprendente cómo puede variar–, pero no lo es todo.
Escrito por: ortiz.2008/10/12 07:00:00 GMT+2
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2008/10/08 06:00:00 GMT+2
Ayer me telefoneó una periodista que escribe en un medio digital para que le diera mi opinión sobre la salida de Ernesto Ekaizer de Público. «Ah, ¿pero ya no está?», le respondí con sincero asombro. No tenía ni la más mínima idea.
No sabiendo que la jefatura empresarial de Público y Ekaizer habían roto sus relaciones contractuales, menos podía saber de quién había partido la iniciativa de romperlas, o sea, si se trataba de una despedida o de un despido.
Por supuesto, no expresé ninguna opinión sobre el particular. Opté por ser capicúa: del mismo modo que no dije esta boca es mía cuando lo contrataron, decidí no enjuiciar tampoco su marcha, que parece –eso he leído en Internet– que fue un despido.
El asunto me permitió comprobar a lo largo del día la mucha gente de la profesión periodística que da por descontado que, puesto que escribo una columna diaria en Público, tengo que conocer bien sus entresijos. Nada más alejado de la realidad. Yo mando mis columnas con religiosa puntualidad todas las mañanas por correo electrónico, esté en donde esté –en Madrid, en el Mediterráneo, en el Cantábrico o donde la vida me pille esa víspera concreta– y sanseacabó. Ni pido ser informado de nada más, ni nadie me cuenta nada más, ni falta que hace.
Paco Umbral, cuando escribía seis días por semana en la última página de El Mundo, a veces afectaba estar al tanto de la trastienda del periódico. Yo, que por entonces era el jefe de la sección de Opinión del diario que dirige Pedro J. Ramírez, tenía constancia de que Umbral no sabía de la misa la media, pero dejaba que adoptara esa pose cuando nos veíamos en público, porque a él las poses le encantaban, y no hacía mal a nadie con casi ninguna de ellas. Pero, en todo caso, mis gustos personales son otros: reconozco sin ambages (e incluso con alborozo) que estoy por completo al margen de cualquier rifirrafe de tipo empresarial. Ni pretendo involucrarme ni quiero que me involucren. Sólo deseo que me dejen escribir libremente y que me publiquen a diario lo que escribo. (¿He puesto “sólo”? ¡Como si fuera poca cosa!)
No sé qué será de Ekaizer en el futuro. Seguro que se las arregla. Recuerdo que en cierta ocasión, hace como diez años, tuvimos un encontronazo en la tertulia radiofónica de Luis del Olmo. Él se empeñó en hablar como si fuera el paladín de Jesús Polanco, tomándome a mí por paladín de Pedro J. Ramírez. Qué tiempos aquellos. Le dije: «Ernesto, no te sulfures. Nosotros somos meros empleados, que hoy trabajamos para una empresa periodística concreta y mañana… vete a saber. No defiendas a tu patrón con tanto entusiasmo. Él no lo haría por ti».
Pero cada cual es como es.
Escrito por: ortiz.2008/10/08 06:00:00 GMT+2
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2008/09/23 07:00:00 GMT+2
Este viernes se va a cumplir el primer aniversario de la aparición de Público, en el que he publicado una columna todos los días, sin excepción, cosa que me dispongo a seguir haciendo en el futuro, y que sea por muchos años. (Por cuatro más, al menos, que son los que me faltan para alcanzar el estado de feliz pensionista, momento en el que, si me da por ahí, quizá me retire del mundanal ruido y me dedique a labrar mi predio, como Cincinato, siempre que no se hayan hundido en el ínterin el Estado y una importante corporación dedicada a planes de pensiones en la que he ido metiendo mis ahorros.)
Muchos conocidos me preguntan sobre “la cara oculta” de Público: que cómo va de ventas, que qué relaciones tiene con éstos o con los otros, que qué papel juegan Fulano o Mengano en su estructura interna… Mis más cercanos no me hacen ese tipo de preguntas, porque saben que no sé nada. Fui tres o cuatro veces a la Redacción hace ahora un año para tratar de aspectos técnicos de mi colaboración y desde entonces no he vuelto. Envío todos los días mis columnas y cobro a fin de mes; eso es todo. Cuando me entero de que hay gente que me atribuye labores de censor y otras semejantes, me entra la risa.
De modo que mi punto de vista sobre el periódico bebe en las mismas fuentes de las que dispone cualquiera que vaya a un kiosco y lo compre a diario. Y pinta lo mismo.
Fuera de eso, dejo claro que mi opinión sobre Público es favorable. Por tres razones que enumero por orden, de menor a mayor. La primera, obvia: porque es el diario que me proporciona el sustento. La segunda, social y corporativa: da trabajo a mucha gente, en una profesión que acumula parados a espuertas. Y la tercera y principal: acoge informaciones y opiniones críticas que ya no es posible encontrar en ningún otro diario (diario, insisto), salvo como anécdota.
También incluye cosas que no me gustan nada, por supuesto. Pero jamás imaginé que pudiera ser de otra manera.
Una de sonido
He leído que Neil Young, por el que mantengo una simpatía que viene de muy antiguo, se queja de la pobre calidad de sonido que ofrecen los artilugios modernos, con el mp3 en cabeza. Comenta el combativo canadiense, a modo de anécdota, que cuando visitó al patrón de Apple, Steve Jobs, comprobó que en su salón tiene elepés y un giradiscos.
Me ha hecho gracia, porque yo también sigo conservando una importante colección de elepés y los pongo con frecuencia. Por tener, hasta tengo discos de baquelita, de los de 78 r.p.m.
Los elepés siguen ofreciendo aún hoy la mejor calidad de sonido, siempre que uno cuente con un buen plato, un buen amplificador y unos buenos altavoces. Hace poco me lo explicó un técnico. Se ve que es cuestión de gamas de frecuencia, picos de agudos y graves y cosas de ésas de las que no sé nada. Pero las noto.
El problema es que la gente no puede tener en el coche, o cuando viaja en el metro, o en el autobús, o cuando está en el trabajo, un buen plato, un buen amplificador y unos buenos altavoces. La mayoría ni siquiera puede permitirse el lujo de tenerlos en casa.
Eso sin contar con que es muy poco el personal que distingue un buen sonido de un sonido mediocre, o malo, tipo chumpachumpachún.
Para la música de masas que se oye en la actualidad, con el chumpachumpachún basta y sobra.
Escrito por: ortiz.2008/09/23 07:00:00 GMT+2
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2008/09/16 07:15:00 GMT+2
Leo por encima en El País de hoy un reportaje sobre los problemas que puede generar el correo electrónico, tan útil a veces, tan problemático muchas más. Habla de la conveniencia de borrar, sin abrirlos siquiera, todos los mensajes que no tengan una procedencia clara y una sólida razón de ser contrastable a primera vista. Yo lo hago, y no por gusto, sino por meras razones de supervivencia: si los leyera (incluso una vez liquidados los spam y los que contienen bromas y ocurrencias de gente conocida), debería dedicar media jornada diaria a esa tarea, y no estoy en condiciones. Incluso en pleno agosto he seguido recibiendo más de cien mensajes diarios.
Me cuentan que alguien ha escrito en Público que el hecho de que no responda a las opiniones que se vierten sobre mis columnas demuestra que desprecio a los lectores. Es un despropósito. No sé cuántos lectores tendrán mis columnas en Público, pero desde luego bastante más del puñado que escriben, a veces a diario, para expresar sus acuerdos, sus divergencias o sus puntos de vista personales sobre el asunto que sea. De modo que, en primer lugar, no son “los lectores”, sino unos pocos lectores. Y, en segundo lugar, no los desprecio en modo alguno. Sencillamente, no tengo tiempo de mantener constantes polémicas cuasi privadas con todo aquel que discrepe de lo que he escrito (o de lo que él ha interpretado que he escrito). Mi tiempo disponible para el trabajo da de sí lo que da.
En sus primeros años, El Mundo encargaba a una empresa especializada que sondeara la valoración que hacían los lectores sobre los columnistas del periódico. Supongo que la empresa sería Sigma Dos, pero no lo recuerdo con exactitud. Fuera quien fuera, elegía una muestra de los lectores tenida por significativa y los interrogaba. Como yo era por entonces jefe de Opinión del diario, tenía acceso a los resultados. Y puedo asegurar que los miraba con muchísima atención. ¿Despreciar el criterio de los lectores? ¡Y un cuerno! Lo que pasa es que diez, veinte o treinta lectores no son, ni de lejos, una muestra representativa. (Por cierto que uno de los primeros chascos que me llevé fue comprobar que un porcentaje importante de los lectores de El Mundo pasaba olímpicamente de mis columnas: declaraba que no las leía nunca.)
Lo que puedo entender muy bien, en todo caso, es que resulte francamente irritante escribir a un menda y que no te responda, o peor aún, que tu mensaje te sea devuelto como spam. Tengo un amigo que me mostró su extrañeza porque todos los correos que me envía le son devueltos por mi programa de depuración automática de e-mails como si fueran basura. Para estas alturas, ya nos lo tomamos a coña. Pero otros, que no tienen la facilidad de acceso telefónico que tiene él para aclarar las cosas, seguro que están moscas y piensan que desdeño responderles.
Dicho lo cual, ¡albricias! He conseguido recuperar el archivo de correos electrónicos del verano, que perdí al regreso de vacaciones por culpa de un fallo informático. A algunos podré responderles ahora.
Escrito por: ortiz.2008/09/16 07:15:00 GMT+2
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