2007/01/20 08:30:00 GMT+1
Hay noticias que resulta
inevitable comentar, pero poco. Por ejemplo, que Mariano Rajoy considere
«insólito» y «propio del estalinismo» que los demás grupos parlamentarios se
nieguen a discutir una proposición presentada por el suyo. Hace falta ser
mameluco. No sólo no tiene ni idea de lo que fue el estalinismo, sino que ni
siquiera recuerda lo que él mismo propició anteayer, como quien dice. Ha
olvidado que, cuando Ibarretxe llegó al Congreso de los Diputados español con
una propuesta de reforma del Estatuto que venía avalada por la mayoría absoluta
del Parlamento de Vitoria, su partido defendió que ni siquiera fuera admitida a
trámite (cosa que logró gracias a la colaboración de Zapatero, que ya empezaba
a dar prueba de su penetrante visión del futuro). ¿Fue estalinista aquel
rechazo? Pues no. Tampoco. ¿Fue un error? Eso sí.
Como es un error, aunque mucho
más grave y trascendente, el que acaba de cometer el Tribunal Supremo –que ya
es reincidente en esto– al sentenciar que las organizaciones juveniles de la
izquierda abertzale son parte del «entramado» de ETA y, en consecuencia,
terroristas. La teoría que pusieron conjuntamente en danza hace años Mayor
Oreja y Garzón según la cual ETA en realidad no es una organización, sino un
magma, si es que no un virus que contagia cuanto se mueve en su entorno, no
sólo es un disparate jurídico, sino también uno de los obstáculos más sólidos
que han frenado los intentos de alcanzar una solución dialogada para el «largo,
duro y difícil» (y, ya de paso, también aburrido) conflicto vasco.
Dicho lo cual, la noticia de las
últimas horas que más me ha fascinado, por lo absurda pero intrínsecamente
reveladora, es esa que cuenta que una juez de Majadahonda (Madrid) no permite
la inscripción en el registro civil de una niña llamada Beliza porque, según
ella, 1º) Ese nombre no existe, y 2º) No corresponde a ningún sexo.
Y eso en un país en el que hay
inscritos individuos e individuas que se llaman cosas como Kevin Costner de
Jesús y Jeniffer de la Regla, excelsas síntesis del papanatismo de sus padres.
Veamos. En primer lugar, ese
nombre existe, porque si no sería imposible hablar de él. Y, en segundo lugar,
un nombre no tiene por qué corresponder a ningún sexo. Se trata de que
identifique a una persona. Y ya está.
La argumentación de la juez es,
en primer término, demostrativa de su ignorancia. Porque debería saber que hay
nombres de los (mal) llamados «de pila» que son ambiguos a más no poder. Si
alguien se llama «José María», por ejemplo, cual mi difunto padre, se llama
tanto José como María. Lo cual, más que un nombre, parece casi un belén. En
Italia –y, por lo tanto, en la UE– hay muchos hombres que se llaman Rosario,
como la mujer con la que yo yago a diario, y Carmine, como el papá del cineasta
Francis Coppola (que fue autor de la maravillosa banda sonora de El padrino, por cierto). En euskera, muchos nombres de chicos
acaban en «a» (Kepa, Koldobika, etc.), mientras que los de chica terminan con
frecuencia en «e» (Ane, Nekane, Edurne, etc.). ¿Y qué?
Parece que la juez argumenta (?)
que el nombre sería aceptable si fuera Belisa, con ese, pero no Beliza, con
zeta. Se ve que no se ha enterado de que en España tenemos a una colombroña mía
que aspira a ser algún día reina (si antes no acaba en los huesos) y que se llama
Letizia, con zeta, y no hay noticia de ninguna jueza que quiera excluirla del
registro civil.
Pero lo que más me llama la
atención de todo este estrambótico asunto no es nada de lo anterior, sino que
en la administración de justicia española haya jueces y juezas capaces de
perder su tiempo y nuestro dinero en asuntos tan rematadamente bobos.
Inscribe a la cría, coño, y no
marees más, que no veas al precio que nos sale a los contribuyentes tu hora de
nomenclaturas.
Escrito por: ortiz.2007/01/20 08:30:00 GMT+1
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2007/01/19 07:35:00 GMT+1
Un lector me evocó ayer una columna
que publiqué en 1998, que entonces le llamó la atención y que sigue conservando.
Yo la recordaba en parte, por razones sentimentales que no hacen al caso, pero
la recuperé de mi hemeroteca digital para
releerla al completo, por curiosidad.
El asunto no tiene mayor
importancia; lo cuento tan sólo para explicar por qué me introduje por un rato
en la máquina del tiempo.
Ya que me había puesto a
escarbar en viejos escritos, estuve repasando otras columnas y apuntes de la
época, y me sorprendió comprobar que buena parte de ellos, de los que no
guardaba ninguna memoria, podría haberlos redactado la semana pasada o ayer
mismo, cambiando la excusa y la fecha, y –hablo de mí, claro– me habrían
resultado igual de válidos. No es que no haya cambiado apenas desde hace nueve
años mi visión de la vida y del devenir de los días; es que la vida y el
devenir de los días siguen siendo casi los mismos.
Un poco peores, a decir verdad,
pero parecidísimos.
Me acordé de unos versos de Blas
de Otero, al que ya cité con otro motivo hace pocos días: «Porque escribir es viento fugitivo / y publicar, columna arrinconada»
Él insistía en la idea, atrapado
por su sentimiento trágico de la vida: «Digo
vivir, vivir, como si nada / hubiera de quedar de lo que escribo». (Se
equivocaba, como estoy demostrando.)
Os voy a ser sincero: yo, que intento
sustituir el sentimiento trágico de la vida por el sentimiento práctico de la
vida –con desiguales resultados–, me pregunté si no sería cosa de aprovecharme
de esa especie de penosa impasibilidad de la Historia actual para dedicarme a
reciclar con disimulo y discreción lo mucho que llevo escrito desde años ha y
volver a ponerlo en circulación, más o menos remozado. Por el aquel de rentabilizarlo.
«Con lo que cuesta generar ideas, tampoco es cosa de malbaratarlas, ¿no?»,
pensé.
Me sucede con cierta frecuencia
que temo repetirme. O me repito, sin darme cuenta. Tiene su lógica, si se
considera que debo de llevar escritas cerca de 4.000 columnas. A veces no
recuerdo qué parte de lo pensado en uno u otro momento lo puse por escrito o lo
dejé estar. De modo que me dije: «Pues, si tú no te acuerdas, la gran mayoría
tampoco. Si la Historia se repite, ¿por qué no habrías de hacerlo tú?»
Pero, una vez que me gasté a mí
mismo esa broma, no me hizo gracia.
Escrito por: ortiz.2007/01/19 07:35:00 GMT+1
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2007/01/18 05:00:00 GMT+1
Vuelvo a toparme con uno de esos tópicos del mundo de la comunicación que me fascinan. Dice la noticia: «El 21% de los españoles cree que la mayoría de los que viajan a países en desarrollo lo hace para tener relaciones sexuales con menores».
Según la radio, el dato está tomado de una encuesta de Unicef.
No me detendré esta vez en el eufemismo ése de «países en desarrollo», ni en discutir si son países en desarrollo, países en regresión o países en qué, si es que son países, a la vista de cómo los han dejado. Lo que me sume en la perplejidad es que haya gente que pregunte a otros por cosas que los interrogados no pueden saber. Y que los otros respondan.
La proporción de gente de por aquí que tiene conocimiento preciso de adónde y para qué viajan los que viajan es, por lógica elemental, ínfima. ¿Cómo van a saberlo? Podrán responder, como mucho: «Pues a mí no me huele muy bien que el vecino del 2º B haya decidido pasarse una semana en Tailandia». Pero poco más.
Quienes opinan sobre ese tipo de cosas lo hacen porque les encanta que alguien les pregunte qué opinan, sobre lo que sea, y se sienten importantes contestando.
En cierta ocasión escribí que, si alguien hiciera un sondeo para determinar quiénes consideran que E es igual a MC al cuadrado, según la pretensión de Albert Einstein, se toparía con que el 45% opina que sí, y que otro tanto considera que no. Sólo el 10%, como mucho, respondería que ni idea, y que por qué diablos les preguntan sobre semejante asunto, del que sólo pueden opinar con criterio fundado unos pocos científicos.
Vivimos en el mundo de la participación ficticia. Cuanto menos pintamos, más nos preguntan. ¿Cree usted que el presidente del Real Madrid debería dimitir? ¿Le gusta a usted el look del monoplaza de Alonso? ¿Es correcto que se juegue un torneo de tenis bajo el calor que soportan ahora en las antípodas? ¿Debería reincorporarse Eto´o a las filas del Barça antes del plazo dictado por los médicos? ¿Y qué le parece el plazo que le han puesto los médicos, con independencia de que ignore si le han puesto algún plazo? ¿Haría bien Zapatero en invitar a Rajoy a un solysombra? ¿Acebes y Aguirre constituirían una pareja de hecho modélica, o sólo correcta, tal vez? ¿Y Gallardón y Zaplana, como darían?
¿Cree usted que llevo dinero suelto en el bolsillo? Y si sí, ¿cuánto piensa que llevo?
Las respuestas a todas esas preguntas son elementales, pero parece que nadie quiere formularlas en voz alta. Se concretan en otras tantas preguntas: ¿Y qué narices importa lo que diga o deje de decir yo al respecto? ¿Y por qué nos preguntan sin parar sobre cosas que, cuando encierran alguna importancia –cosa poco frecuente–, ya están más que decididas por ustedes y no dependen en nada y para nada de nuestra opinión?
Me repugna que nos exploten. Odio que nos opriman. Pero me repatea del todo que, además, nos tomen por perfectos imbéciles.
Quizá porque eso me pone delante de los ojos la triste verdad: que, si no lo somos, nos comportamos como si lo fuéramos.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: ¿Y usted, qué opina?
Escrito por: ortiz.2007/01/18 05:00:00 GMT+1
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periodismo
2007
apuntes
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2007/01/17 07:35:00 GMT+1
España es tierra de contrastes:
mientras la sequía asola el país, los medios de comunicación dan muestra de una
sorprendente superabundancia de fuentes. Eso sí: casi todas anónimas.
El asunto presenta diferentes
aspectos. Hago somero repaso.
Para empezar, lo de las fuentes
de información no identificadas.
Se cuenta que un importante periódico
de los Estados Unidos de América (The
Washington Post, creo recordar) publicó hace muchos años una noticia en la
que se leía: «Un miembro del Gobierno que prefiere guardar el anonimato, pero
que es Henri Kissinger, comunicó ayer a este diario...». ¡Perfecto! Las
declaraciones confidenciales se pactan de antemano. Es lo que en la jerga
profesional se llama «el off the record»
(lo no grabado, lo que no se registra). Cuando se ha acordado que una
conversación es confidencial, el periodista debe respetarlo. Pero cuando es el
informante el que pretende imponer la confidencialidad de manera unilateral, el
profesional de la información no tiene por qué hacerle el juego.
Lo que acabo de escribir en
relación a la deontología (la ética) del periodismo no es una peculiaridad de
nuestra profesión, sino un principio general. Por ejemplo: si uno asiste a una
reunión de presidentes de comunidades autónomas aceptando la norma de que las
intervenciones no tienen carácter público, debe respetarlo. De lo contrario,
uno es un desaprensivo. (Lo cual en una reunión de ese tipo tampoco tiene nada
de excepcional, todo sea dicho.)
Segundo punto: conforme a las
normas del periodismo clásico, ortodoxo, el off
the record debe ser la excepción; no la norma. La atribución de las fuentes
es muy importante, porque el lector o lectora tiene derecho a saber en qué
autoridad –del tipo que sea: política, académica, moral– se respalda quien
afirma lo que está leyendo.
Tercer punto: el periodista
riguroso –imaginemos por un momento a algún miembro de esa especie ya casi
extinguida– no debe colaborar con la tendencia de muchos políticos, o de otros
personajes públicos, a difundir insidias y falsedades, o a crear estados de
opinión interesados, escudándose en el anonimato. Si quieren lanzar acusaciones,
que den la cara. Yo admito sin ningún problema que mantengo frecuentes
conversaciones confidenciales con políticos, y también con otros periodistas,
que me sirven para hacerme una idea de cómo están las cosas, o de cómo creen
ellos que están. Pero trato de no convertirme en su correveidile: las
contrasto, las filtro y las evalúo conforme a mi propio criterio. Al final, lo
que opino –porque yo me dedico a la opinión; no a la información– es lo que
opino yo.
Y cuarto punto, que es de hecho
el que me ha empujado a escribir estas líneas: me temo que lo que hacen con ya
espectacular frecuencia algunos periodistas-políticos, especie simbiótica muy
de estos tiempos, es ampararse en supuestas fuentes, todas anónimas, para dar
aspecto de información a lo que es mera apoyatura de sus propias ideas o
defensa de sus propios intereses.
Que periódicos que se supone que
son de primera línea («de referencia», como dicen) publiquen largos artículos
de presunta información en los que nada,
absolutamente nada de lo que cuentan aparece respaldado por nada ni por
nadie, pero que no paran de referirse a «fuentes del Gobierno», «fuentes del
principal partido de la oposición», «fuentes de la investigación», «fuentes de
la Fiscalía», etcétera, etcétera, resulta de auténtica coña.
Dicen que proporcionan
información. En realidad, sólo dan opinión.
(Y no penséis que lo digo porque
me fastidie el intrusismo profesional. Aunque también.)
Escrito por: ortiz.2007/01/17 07:35:00 GMT+1
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2007/01/16 09:20:00 GMT+1
En una cosa tenía plena razón Mariano
Rajoy cuando se enfrentó ayer con tanta ferocidad a José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso
de los Diputados: si el llamado Pacto por
las Libertades y contra el Terrorismo se ampliara para dar cabida a IU, a
los nacionalistas vascos y a Esquerra Republicana, dejaría de ser lo que fue;
se desnaturalizaría por completo.
Porque aquel Pacto, se llamara
como se llamara, ni tenía la finalidad de defender las libertades –que, en la
medida en que existen, ya están garantizadas por textos de muy superior rango–
ni pretendía añadir eficacia a la lucha contra ETA, a la que apenas mencionaba.
Lo que buscaba era algo que a la sazón estaba muy en boga: considerar cómplices
del terrorismo a todos los defensores del derecho de autodeterminación y a los
partidarios de propiciar la disolución de ETA por la vía del diálogo.
En aquel tiempo, Rodríguez
Zapatero decía que estaba de acuerdo con el PP en que «esa gente» debía ser
tratada como apestada. Incluso exhibía como un mérito el hecho –a mí me
aseguraron que falso– de que jamás había hablado con el presidente del PNV.
Si la memoria no me falla –y
creo que no–, la idea central del prólogo de aquel Pacto era precisamente la
consideración del nacionalismo vasco como caldo de cultivo del terrorismo. Los
metía en el mismo saco.
Ahora aparece Zapatero y dice
que hay que contar con el PNV para luchar contra ETA. Dejo bien sentado que lo
considero un cambio positivo y una muestra de sensatez. Pero de lo que no me
cabe ninguna duda es de que se trata de un cambio sustancial, que afecta a la
columna vertebral de aquel acuerdo.
De un acuerdo que tenía también
otro aspecto clave, aunque nunca se explicitara del todo: el apuntalamiento del
bipartidismo. Se trataba de afincar en España el dominio indiscutible y
compartido de dos formaciones políticas conformes en casi todo lo esencial, que
pudieran relevarse en el Gobierno de la
Nación sin que la sustitución de la una por la otra entrañara sino un
cambio «de cultura», como alguien me dijo hace unos días: los unos más
católicos, los otros más laicos; los unos más por Julio Iglesias, los otros más
por Víctor Belén y Ana Manuel; los unos más por los Óscar, los otros más por
los Goya, y así todo. Pero de acuerdo en lo esencial: en el FMI y el Banco
Europeo; en que qué mal Hugo Chávez, Evo Morales y la nacionalización de nuestras empresas; en que mucho ojito
con la inmigración salvaje; en que
son absurdos estos nacionalismos de por aquí ahora que estamos superando las
fronteras (menos las que frenan la inmigración salvaje, claro), etc.
Rodríguez Zapatero se ha salido
(poco y mal, pero se ha salido) de ese esquema, y lo ha hecho por razones que
serán todo lo discutibles que se quiera y hasta un poco más, pero se ha salido,
y eso tiene de los nervios a Rajoy y los suyos, que venían ya calentitos de su
derrota electoral, que nunca han acabado de asimilar. De modo que estallan cada
dos por tres.
Zapatero está penando algunos de
sus pecados mortales. Uno, y muy claro, fue el precio que pagó en su día para
«ser creíble» a los ojos de la derecha sociológica española. Uno de sus
próximos me lo explicó en su momento con palabras que no recuerdo con exactitud
literal, pero que no fueron muy distintas de éstas: «Él ya sabe que la Ley de
Partidos y el Pacto Antiterrorista son un bodrio, y que por esa vía no se va a
solucionar al final nada de nada, pero cree que tiene que izar esas banderas
para llegar a La Moncloa, porque el electorado español es el que es. Una vez
que logre el Gobierno, ya se encargará de arriarlas discretamente, poco a
poco».
No ha podido arriarlas. Y de
discreción, lamentablemente, nada de nada.
Escrito por: ortiz.2007/01/16 09:20:00 GMT+1
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2007/01/15 06:45:00 GMT+1
El Tribunal Supremo (TS) ha
ratificado una sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional que se basó en la declaración
del propio reo, sin contar con más elementos probatorios. El detenido se
autoimputó durante el interrogatorio policial pero luego, cuando fue conducido
ante el juez, se desdijo y alegó que había confesado bajo tortura.
La resolución de la Sala de lo
Penal del TS ha contado con dos votos desfavorables. Uno de los discrepantes,
el magistrado Andrés Martínez Arrieta, ha señalado que la sentencia «supone una
clara regresión en el ámbito de protección de los derechos en el proceso penal»
porque las declaraciones autoinculpatorias realizadas en sede policial «pueden
ser fuente de prueba, pero no son medio probatorio».
Escribo yo estas líneas no para
discutir sobre el caso concreto, ni para pretender la inocencia del reo, sino
para cuestionar el criterio general empleado por el TS.
Apoya el Tribunal su resolución
en que la declaración del detenido ante la Policía se realizó con las debidas
garantías. Eso introduce ya un primer elemento polémico. «Las debidas
garantías» previstas por la ley española no son, a juicio de muchos (Amnistía
Internacional, por ejemplo), suficientes, porque el detenido no tiene derecho a
ser asistido en todo momento por un abogado de su elección y porque los
interrogatorios no son grabados, lo que impide constatar de qué modo se
realizaron.
Pero mi objeción va más lejos.
En mi criterio, no ya lo testificado ante la policía, sino incluso lo que el
acusado declara ante el tribunal debe tomarse como fuente de prueba, pero no
como prueba. Hay que ratificar (literalmente: comprobar) que lo que dice es verdad. Hay que investigar en los
hechos, más allá de las palabras. Porque un detenido puede confesar porque es
la verdad, pero también porque le pegan, o porque le amenazan, o tal vez porque
pretende proteger a otras personas, culpables o no, o porque busca un
autocastigo de origen psicótico... Las posibilidades son muchísimas.
Cada cual es rehén de su propia
historia. Yo como cualquier otro. De modo que, cuando se plantean asuntos de
este tipo, me acuerdo siempre de los procesos
de Moscú, de los que se sirvió la burocracia soviética encabezada por
Stalin para desembarazarse de sus oponentes políticos.
En el proceso que sentó en el
banquillo de los acusados a Nicolai Bujarin, éste, que había sido durante años
la «joven promesa» predilecta de Lenin, se declaró culpable de toda suerte de
crímenes, que hoy en día sabemos que no había cometido, ni de lejos. Bujarin
los admitió porque había sido muy severamente informado de que, de no hacerlo,
su mujer y su hijo pagarían las consecuencias.
Se acobardó, por así decirlo. Optó
por morir él para salvar a los suyos.
Cuando el fiscal le preguntó si
las acusaciones eran ciertas, respondió que sí. Pero, pensando que quizá alguien
entendería algún día sus palabras, añadió una coletilla. Dijo: «Me declaro
culpable. Pero quiero que conste que basar una condena tan sólo en la
declaración del reo es un principio de la Inquisición española».
El episodio histórico siempre me
ha conmovido.
Cuando leí el otro día la noticia
sobre la resolución adoptada por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo español
no pude evitar acordarme de Nicolai Bujarin.
Y de la Inquisición española,
claro.
Escrito por: ortiz.2007/01/15 06:45:00 GMT+1
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2007/01/14 05:00:00 GMT+1
Publica hoy el suplemento Crónica del diario El Mundo una breve encuesta que ha realizado entre un puñado de
columnistas en el que –si no se han arrepentido: aún no he visto el periódico–
me incluyen. Me hicieron tres preguntas, a saber: «1ª) ¿Cuál cree que ha sido
el peor presidente de la democracia?; 2ª) ¿Cuál fue su mayor error?; y 3ª)
¿Cree que José Luis Rodríguez Zapatero volverá a ganar las elecciones?»
Respondí porque, salvo cuando me hacen preguntas que me sumen en una total
perplejidad, siempre contesto a los colegas, porque sé lo difícil que es llenar
páginas, incluidas las de publicidad, y trato de facilitarles la vida.
En este caso, mis contestaciones
fueron escuetas (es lo que me pedían) y tirando a humorísticas. A la primera
pregunta, respondí que tanto Felipe González como José María Aznar hicieron un
importante y parejo esfuerzo por ganarse el premio al peor presidente de la
democracia, de modo que los considero vencedores ex æquo. A la segunda, que el peor error de ambos ha sido el de
existir, pero que no cabe reprochárselo, porque es de lo poco en lo que no han
tenido ninguna culpa. A la hora de responder a la tercera pregunta, eché mano
de una frase del chansonier Maurice
Chevalier, que dijo que envejecer es penoso, pero que peor es la alternativa.
Con el actual Gobierno de España sucede algo similar.
Sin embargo, cuando me someten a
este género de interrogatorios, siempre me quedo con las ganas de discutir la
formulación de las preguntas.
«El peor presidente de la
democracia», ¿para quién? ¿Para la democracia misma? Pero la democracia es un
concepto: ni siente ni padece. ¿Para la mayoría? Pero, ¿quién tiene derecho a
hablar en nombre de la mayoría? Las urnas se supone que recogen el deseo de la
mayoría, pero no es realmente así (o no del todo, al menos): se inclinan a
favor de quien ha obtenido la mayor proporción de votos dentro de la parte de
la población que ha votado. El sentimiento de la mayoría (de la mayoría real) es inescrutable. Fuera de
eso, hay quienes pueden decir que González fue un gran presidente, porque les
fue estupendamente con él, y quienes asegurarán lo mismo de Aznar, si son
agradecidos, porque les ayudó a forrarse. Y habrá también muchos que hablen
maravillas del uno o del otro porque se han dejado engañar por los
propagandistas de ambos, aunque en realidad no les ha aportado gran cosa de
positivo.
Algo semejante pasa con la
pregunta sobre los errores. ¿Qué es un error? Comete un error quien trata de
conseguir algo y fracasa por su propia torpeza pero, si logra lo que busca,
¿qué error ha cometido? Supongo que tanto González como Aznar se habrían regocijado
todavía más de haber llegado aún más alto, pero, a nada que sean realistas,
deberán reconocer que subieron muy por encima de lo que el doctor Lawrence Peter
llamaría «su nivel de incompetencia». Y ahí siguen ambos. En general, puede
afirmarse que su vida ha sido un éxito, vista desde los parámetros al uso. La
nuestra, por su culpa, no, pero eso no es resultado de ningún error suyo, sino
de un grave error colectivo nuestro: haberlos puesto ahí y haberlos aguantado
tanto.
De todos modos, me malicio que,
cuando a alguien se le ocurre hacer ahora mismo una encuesta sobre quién puede
ser considerado el peor presidente de la democracia española, tiene en mente al
actual ocupante del puesto. Otro ejercicio más de vudú a la española.
Si ésa es la cuestión, mi
respuesta es rotunda: no. Tengo por Rodríguez Zapatero una consideración no muy
lejana de la que tuve por Adolfo Suárez. Puede ser un tramposo, un oportunista,
un veleta, un mediocre, un irresoluto, un deudor de su propia imagen... y
muchas cosas más. Pero no parece un instigador del terrorismo de Estado ni un visionario
vicioso de las masacres internacionales. Algo es algo.
Escrito por: ortiz.2007/01/14 05:00:00 GMT+1
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2007/01/13 05:00:00 GMT+1
Estamos asistiendo desde hace unos
cuantos días a bastantes pronunciamientos personales y colectivos sobre la conveniencia
de asistir o no asistir a las manifestaciones públicas convocadas para hoy tras
el atentado de ETA en Barajas en función de que tales o cuales otros vayan a
acudir o no quieran hacerlo.
Ha habido declaraciones
desconcertantes, como la del secretario general de Comisiones Obreras, José
María Fidalgo, que dijo que no sabía si iría o no a la manifestación de Madrid,
pese a que su sindicato es uno de los convocantes. Al parecer, consideraba
imprescindible la presencia del PP, no sé por qué (aunque lo supongo).
A cambio, he oído expresar otras
dudas –o certezas en contra– que me parecen razonables.
Por ejemplo: veo que hay quienes
no quisieran encontrarse marchando codo con codo en la manifestación con gente
cuyas posiciones políticas –no en general, sino en relación al propio asunto al
que se refiere la protesta– les resultan detestables. Es un sentimiento que
comprendo, porque lo he compartido muchas veces y en muy variadas situaciones.
En ese terreno, es difícil saber dónde hay que fijar la frontera de los
escrúpulos. Supongo que no existe ninguna regla fija y que cada cual tiene que
apañarse, viendo hasta dónde le dan de sí la ética y el estómago.
He oído también a algún ministro
que ha dicho que él no irá a la manifestación, pero en su caso no porque esté
en contra, sino porque no quisiera que nadie creyera que acude para convertirla
en un acto de apoyo al Gobierno. Tiene sentido. (Aparte de eso, yo siempre he
visto con malos ojos las manifestaciones con ministros, pero no voy a entrar
hoy en ese aspecto de la cuestión, que nos llevaría por otros derroteros.)
Hay asimismo gente que considera
que la manifestación de Euskadi es oportuna, pero la de Madrid no.
La explicación es un tanto
alambicada, pero puede resultar de interés exponerla, porque me da que
bastantes no han considerado esos argumentos.
Según quienes ven las cosas de
ese modo, si de lo que se trata es de exigir a ETA que pare de una vez, es la
población vasca (Euskal Herria) la única que puede ejercer una presión real
sobre quienes mantienen activa la lucha armada. No es que a ETA le dé igual que
en Madrid, Sevilla o Cádiz se produzcan muchas manifestaciones, y muy
numerosas; es que le reconforta. Porque ETA se alimenta de la esperanza de que
su presencia se convierta en algo literalmente
intolerable para España, es decir, en un mal que la sociedad española
acepte que hay que hacer lo que sea para
quitárselo de encima. En esa línea, cuanto más exasperadas sean las muestras de
ira y rabia fuera de Euskadi, cuanta más gente pierda los nervios y se meta en
la espiral de la insensatez del españolismo belicoso, tantos más argumentos darán
a ETA (o a la parte de ETA que todavía cree que puede poner de rodillas al
Estado español).
Yo también participo del
criterio de que es el pueblo vasco quien tiene que asumir el papel protagonista
en este maldito embrollo, y que las manifestaciones que se convocan por debajo del Ebro no ayudan a casi
nada, si es que no perjudican. Pero también entiendo que el personal de todas
partes tenga ganas de gritar lo que siente, y está en su derecho de hacerlo.
Mientras no se enfade también con la compañía.
Escrito por: ortiz.2007/01/13 05:00:00 GMT+1
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2007/01/12 05:00:00 GMT+1
Una de las lecciones que he extraído de la experiencia –de algo tiene que valer hacerse viejo– es que la mayor parte de las predicciones que se difunden a gran escala no son de fiar.
Muchas no lo son por la muy elemental razón de que pronosticar, a nada que la materia concernida sea medianamente compleja, es un objetivo inalcanzable. Son demasiadas las variables que se entrelazan en el correr de los hechos y de los días. La rivalidad que se traen entre sí el azar y la necesidad es fascinante, pero insondable. Desde crío le he dado vueltas a la múltiples sugerencias del celebérrimo poema de Mallarmé: «Un coup de dés jamais n’abolira le hasard». Pero no sólo por su valor estético, sino también por su hondura espiritual: «Jamás una tirada de dados abolirá el azar». ¡Cierto! Ayer fue así, pero podría haber sido de otro modo, y mañana podrá de nuevo ser distinto.
Sin embargo, lo que convierte en más indignas de crédito la gran mayoría de las predicciones no es que tengan pocas o nulas posibilidades de acertar, sino que ni siquiera lo pretenden. En realidad, no tratan de contarnos cómo será el mañana. Eso les da igual. Lo que quieren es que respaldemos sus intereses de ahora mismo.
Llevo varios días asistiendo a un nada casual bombardeo de noticias y reportajes sobre el cambio climático, los problemas energéticos, el calentamiento del mundo, etcétera, etcétera. Exponen datos reales. Lo que no se basa en hechos reales es lo que casi todos nos sueltan a continuación: que es el momento de replantearnos nuestra oposición –se supone que inmadura, poco seria, nada científica– a la energía nuclear. Establecen una predicción para el futuro que está hecha a la medida de sus intereses. Como sigamos negándonos a la instalación de nuevas centrales atómicas –dicen–, más vale que vayamos despidiéndonos del turismo en el Mediterráneo, porque en Europa hará tal calor que la gente se irá a broncear a Oslo, blablablá, blablablá.
El problema fundamental no es de dónde obtenemos toda la energía que consumimos, sino por qué consumimos tanta energía. De hacerlo, quizá nos demos cuenta de que la consumimos porque henos adoptado un modelo de vida absurdo, que gasta energía a mansalva, sin ton ni son. Inducido por las empresas que venden esa energía, y que se forran vendiéndola.
Hace no mucho hice un largo viaje de avión por media España. A vista de pájaro, parecía un inmenso árbol de navidad. ¡Millones y millones de bombillas! A ras de suelo, en cambio, cualquiera podría tomarla por una enorme calefacción. Salvo en verano, que es como un frigorífico colectivo.
Antes de obcecarnos en seguir viviendo así, tal vez convendría que discutiéramos si es bueno vivir así. El asunto no es imaginar la catástrofe que puede esperarnos. Planteémonos, sin más, si es sensato lo que ya tenemos.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: ¿El mañana? Con el hoy vale.
Escrito por: ortiz.2007/01/12 05:00:00 GMT+1
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2007/01/11 09:00:00 GMT+1
[Hace ya algunas semanas que la revista La Clave publicó la entrevista que le hice a Julio Anguita, de la que ya hablé en estos Apuntes en el momento de su realización. Varios lectores y lectoras me pidieron que la reprodujera, pero no me pareció cortés hacerlo mientras la revista estuviera disponible en los quioscos. Ahora que ya no lo está y que, por lo que me dicen, no es fácil encontrarla, la reproduzco aquí. La versión que presento no es exactamente la que apareció publicada. Al final, por razones de edición, los responsables de La Clave tuvieron que darle unos cuantos tajos, que aquí no nos hacen falta, porque tenemos todo el espacio del mundo. Este que sigue fue el texto que yo envié a La Clave. Las primeras líneas constituyen eso que los periodistas llamamos «entradilla», que suelen ser unas líneas separadas del texto principal y escritas con una letra de cuerpo mayor. Aquí las he destacado en negrita.]
Ya no ostenta ningún cargo, pero tiene una autoridad moral que pocos le niegan. Y no para: da conferencias, participa en debates, escribe... Acaba de publicar un nuevo libro: El tiempo y la memoria (La Esfera de los Libros, 2006) en colaboración con el periodista Rafael Martínez-Simancas. Julio Anguita reflexiona en esta entrevista sobre la izquierda real y sus perspectivas.
JAVIER ORTIZ.– ¿Qué es ser «de izquierda» hoy? Según la creencia popular, son «de izquierdas» Zapatero y Josu Ternera, Tony Blair y el subcomandante Marcos, Lula de Silva y Eloisa Helena, la socialdemocracia alemana y el Frente Popular para la Liberación de Palestina... ¿Tiene algún sentido hoy esa etiqueta? ¿No confunde más que aclara?
JULIO ANGUITA.– Estamos instalados en la confusión. Hoy en día, los términos «izquierda» y «derecha» se utilizan para hacer políticas que, en el fondo, son iguales. Pero iré al fondo: ¿qué es ser de izquierdas? Yo me lo he planteado muchas veces. Formulo una negación y una afirmación. La negación implica no aceptar el mundo tal como está; no someterse, no claudicar. ¿Y cuál es la afirmación? Ahí podría hablar del socialismo, del comunismo... Pero mi planteamiento es más básico: se trata de luchar por una sociedad en la que se respeten todos los derechos humanos. Hablo de los derechos establecidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, imposibles de alcanzar, en mi criterio, dentro del sistema capitalista.
Esa lucha puede tener muchas vertientes. La política es una de ellas. Pero a condición de que la política sea un instrumento para cambiar las cosas. Participar en la política institucional presenta el peligro de que las instituciones te dominen. Por eso es imprescindible defender tus valores en la práctica cotidiana, día a día y en cada asunto, articulándolos en un programa, no bajando la guardia ideológica y organizándote con otros para marchar en la dirección indicada, pero escapando de la tendencia que tiene toda organización a convertirse en iglesia.
Hablas de los derechos humanos y todo el mundo te responde: «¡Por supuesto! ¡Estamos de acuerdo!». Pero entonces señalas lo que eso implica: tomar partido frente a la política económica existente, oponerse a la alienación cultural, declarar la guerra a la guerra... Y entonces son muchos los que ya no están tan de acuerdo.
J. O.– De la misma manera que hay quien dice que el Vaticano no representa «el verdadero cristianismo», que pertenece a las comunidades cristianas de base, los hay que sostienen que «el verdadero comunismo» nunca estuvo en el Gulag, ni en el Muro de Berlín; que hay que buscarlo en la labor abnegada de los comunistas que luchan por la liberación del género humano. Pero la gran mayoría no lo ve así. ¿Vale la pena gastar penas y esfuerzos en rescatar del lodo un nombre, el del comunismo, que parece ya inevitablemente enlodado?
J. A.– Lo que no cabe es decir: «Aquello no era comunismo». Lo fue. Y tuvo cosas terribles. Pero también aspectos indudablemente positivos. La importancia de la lucha de los comunistas contra el fascismo, por ejemplo, está fuera de duda.
Hay muchas cosas recuperables del comunismo histórico, sobre todo del vivido en condiciones de resistencia. Pero la cuestión es: ¿cabe recuperar también el nombre? Eso es algo que tienen que decidir quienes participan en esa lucha. Nosotros estamos en un partido que se proclama comunista. ¿Qué creen sus militantes que significa ser comunista en el siglo XXI? Es eso lo que se está planteando ahora mismo el PCE con el Manifiesto-Programa que estamos debatiendo. Es un debate incómodo, porque exige que cada cual se sitúe ante la Historia, ante lo que existe y ante lo que dice que quiere ser, y eso le obliga a pensar y a replanteárselo todo, de arriba a abajo.
En el ser humano hay una tendencia natural al acomodamiento, a la búsqueda de posiciones mentalmente confortables, y eso es muy peligroso. El fascismo se alimenta de esa debilidad humana. Es muchísima la gente que busca a alguien que le libere de la obligación de pensar y le dé las respuestas ya hechas: esto es lo bueno y esto es lo malo, etc. Los comunistas no son ajenos a esa querencia, desde luego. Y menos en un país como España, tan dado a la quietud intelectual.
El PCE, durante el periodo de la lucha antifranquista, tenía un modelo: el de la revolución rusa. Aunque a partir de cierto momento la dirección del partido fuera crítica con algunos aspectos de la política soviética, el modelo siguió estando presente, activo. Ha llegado el momento de decir que la revolución rusa fue un fenómeno histórico singular, explicable en función de toda una serie de tradiciones, de realidades y de necesidades específicas, no exportables.
Marx y Engels anunciaron que las revoluciones socialistas serían resultado del conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el carácter restrictivo de las relaciones de producción. Sin embargo, las revoluciones dirigidas por comunistas que se han producido de hecho han tenido como escenario países económicamente atrasados, que han debido hacer después acumulaciones capitalistas sui generis dirigidas por gobiernos comunistas.
Nosotros estamos en un área del mundo comparativamente desarrollada. Tenemos que hacer nuestro propio análisis.
J. O.– ...Y alimentarlo con un determinado espíritu, ¿no?
J. A.– Cierto. El análisis de la realidad no conduce a la rebeldía. El conocimiento de la realidad permite hacer más eficaz la rebeldía, pero no la genera. Al final, quien opta por la lucha lo hace por razones subjetivas, de ética personal.
Lo cual no tiene por qué conllevar ningún tipo de fanatismo. Mi experiencia me indica que los militantes de apariencia más dura e intransigente han sido también con frecuencia los más quebradizos. En mi militancia ha habido un punto permanente de escepticismo. Hay que alimentar siempre una cierta duda. El debate que estamos promoviendo ahora mismo en el PCE pretende en buena medida eso: sembrar la duda. No sobre nuestra decisión de seguir en la lucha. ¡Ahí desde luego que no vamos a cambiar! Pero sí sobre algunas ideas que a veces damos por buenas sin haberlas examinado a fondo.
J. O.– Usted ha tenido no pocos problemas por negarse a aceptar sin más una de esas ideas: la de «la unidad de la izquierda».
J. A.– La idea de la unidad de la izquierda ha sido muy debatida desde la fundación de la Internacional Comunista. Entre otras cosas, porque ha habido izquierdas muy diversas, según las épocas y los países. Nuestra realidad reciente ha estado considerablemente condicionada por la dictadura franquista. Las dictaduras tienen muchas consecuencias terribles, la mayoría de ellas provocadas por la opresión (falta de libertad, fusilamientos, cárceles, etc.), pero algunas también por el contagio: a fuerza de enfrentarse a un poder burdamente inmoral y política e ideológicamente maniqueo, la oposición también adopta posiciones simplonas y de moral acomodaticia. Una muestra de ese simplismo superficial fue la defensa que muchos empezaron a hacer de la llamada «unidad de la izquierda».
Para muchos promotores de la «unidad de la izquierda», de lo que se trataba, en resumidas cuentas, era de que las direcciones del PSOE y el PCE llegaran a un acuerdo parlamentario de reparto de cuotas de poder, sin entrar en demasiadas consideraciones programáticas. «Para desbancar a la derecha», decían los del PSOE en sus mítines. Y yo contestaba, y sigo contestando: pero, caballeros, si su política fiscal y la de la derecha son primas hermanas; si ustedes y la derecha están codo con codo en la OTAN; si se ponen de acuerdo en mandar tropas a allí y allá; si se encuentran en perfecta sintonía en la Unión Europea... ¿Tendremos que someternos a una política de derechas para «desbancar a la derecha»? ¿Habremos de renunciar a ser de izquierdas para que haya «unidad de la izquierda»?
¿Unidad de la izquierda? ¡Bien! Veamos sobre qué bases, con qué programa, para hacer qué. Si nos ponemos de acuerdo en ello, adelante. Pero el PSOE jamás ha estado dispuesto a ese tipo de unidad de la izquierda. Hubo una época en la que nos sentamos a discutir de posibilidades de colaboración. Pasamos cuatro meses en ello. Pero, así que llegamos al apartado de la política fiscal, el PSOE se cerró en banda. De hecho, tampoco ha querido nunca prescindir de sus acuerdos estratégicos con la derecha.
J. O.– Sin embargo, ahora se vuelve a hablar de «unidad de la izquierda» en términos casi idénticos a los de entonces. ¿No sirve la experiencia para nada?
J. A.– Todo se olvida. No lo de hace décadas: incluso lo de anteayer. Hemos entrado en un tiempo en el que sólo existe el hoy. Hoy hay un hoy, y mañana habrá otro hoy, y pasado, otro hoy. No hay ayer; no hay mañana. En esas condiciones, la memoria no existe, ni tampoco la experiencia.
J. O.– Usted lo ha experimentado de manera muy directa. En las elecciones de 1985 (*), los mismos que dijeron que si IU lograba el 12% de los votos habría logrado un buen éxito, presentaron días después como un fracaso que IU hubiera alcanzado... el 12% de los votos.
J. A. – Y lo más triste es que eran ataques alimentados desde el interior de la propia IU, que nunca ha sido homogénea ni coherente. Desde sus orígenes, su discurso siempre ha arrastrado un contradiscurso interno, amparado en banderas de diferente nombre pero idéntico contenido: «juntos podemos», «la casa común», «la izquierda plural»... La última es recurrente: vuelve el runrún de la «unidad de la izquierda» por la brava, sin programa común ni nada que se le parezca.
IU ha tenido que soportar un constante boicot interno de gente cuyo deseo nunca ha sido otro que el de compartir las mieles del PSOE triunfante, aunque para eso hiciera falta renunciar a todo proyecto de transformación social digno de ese nombre.
J. O.– Ese género de mezquindades ha asqueado a bastantes. Los hay que han puesto tierra de por medio.
J. A.– Ha sido duro –y sigue siéndolo– mantener un proyecto como el de IU en condiciones del género de las actuales, que no son demasiado propicias ni en el plano interior ni en el europeo y occidental. No me cuesta entender a la gente combativa de izquierda, del PCE y de otras tendencias, que ha hecho el petate en los últimos años y se ha ido a arrimar el hombro a Venezuela, a Perú, a México y a otros países de América Latina que están en ebullición y en los que su labor puede ser importante, porque son personas preparadas y con experiencia. Constituyen una especie de nuevas Brigadas Internacionales.
Es verdad que la realidad política de aquí puede resultar a veces bastante exasperante. Pero también vale la pena afrontarla. Quizá nuestra generación no consiga ya obtener grandes logros de enorme trascendencia histórica, pero la rebeldía ante la injusticia y la lucha codo con codo con quienes participan del mismo empeño producen un grado de satisfacción, e incluso de felicidad, que no resulta nada desdeñable. Vista desde ese ángulo, la generosidad tiene también su tanto de egoísta. Sólo que es un egoísmo que puede reportar beneficios a los demás.
J. O.– Diagnosticado que ya no estamos en la época de las revoluciones socialistas a la antigua usanza, ¿de dónde han de surgir las fuerzas que empujen hacia la transformación social?
J. A.– De los más diversos campos: desde el consumo a la enseñanza, desde el comercio justo hasta el movimiento cooperativo, desde la defensa del medio ambiente a la movilización de los excluidos del sistema... de todos los muchos focos de profunda insatisfacción que provoca el actual orden mundial. Lo que se impone, en todo caso, es afrontar esa tarea con perspectiva internacional, porque también el campo de batalla se ha globalizado.
J. O.– Usted no es un político español al uso en casi ningún aspecto. Tampoco en lo que se refiere a sus criterios sobre la organización territorial del Estado y a su posición en lo relativo al enfrentamiento entre el centralismo y las reivindicaciones de las nacionalidades.
J. A.– Fui educado en la parafernalia de la «sagrada unidad de España», del «Imperio», de la condena de los «contubernios rojo-separatistas», etc. Eso marca. Condiciona los sentimientos. Pero luego uno ve, uno lee, uno razona... y lo que ve, estudia y reflexiona entra en contradicción con los sentimientos que había alimentado hasta entonces. En mi caso, esa pugna se tomó su tiempo, pero al final fui llegando a algunas conclusiones claras. De la primera de ellas di cuenta en una conferencia que pronuncié en 1980 en Madrid, en el Club Siglo XXI, y me valió un río de críticas. Dije: «España no está hecha. Habrá que hacerla». Yo no lo sabía, pero luego me enteré de que Antonio Alcalá-Galiano hizo esa misma afirmación no muy avanzado el siglo XIX. El problema es viejo.
No fue sin resistencia interior como tuve que ir asumiendo que la Historia de España que me habían enseñado estaba repleta de falsedades. Yo he visto en el despacho del monarca el decreto por el que Carlos III estableció que la bandera de España habría de ser la roja y gualda. «Y llevará el escudo de Castilla», añadía. «¿Y por qué sólo el de Castilla, y no todos?», pregunté. España siempre ha sido definida desde el poder del Estado. No fue un producto de la maduración histórica, como la nación francesa, que es el ejemplo clásico.
En mi concepción, España sólo puede sustentarse en el acuerdo de los pueblos que la componen. A mí me gustaría que estuviéramos todos conformes en marchar en común, pero si un pueblo no está de acuerdo, o si hay dudas de si lo está o no, y en qué proporción... ahí defiendo que se reconozca el derecho de autodeterminación. Que es un derecho, por cierto, suscrito por el Estado español en las Naciones Unidas.
De todos modos, cabe estar juntos de diversos modos. La derecha mostrenca todavía no ha entendido que el Estado federal es una forma de Estado unitario. Podría instaurarse sin que eso supusiera el fin de la unidad de España, ni mucho menos.
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(*) Hay un obvio error en la formulación de esta pregunta: en 1985 IU no existía. El mejor resultado electoral lo obtuvo IU en las elecciones al Parlamento Europeo de 1994, en las que logró el 13,44% de los votos. Imagino que, cuando formulé la pregunta, tenía en la cabeza las elecciones municipales de mayo de 1995, en las que IU logró el 11,68% de los votos.
Escrito por: ortiz.2007/01/11 09:00:00 GMT+1
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