2007/01/30 09:15:00 GMT+1
Ha transcurrido un mes desde el
atentado de la T-4. Dentro de unas horas me tocará aparcar allí. En este breve
lapso han ocurrido muchas cosas. Demasiadas, y casi ninguna agradable. Han
ocurrido tantas, y de tanta importancia, que asuntos que en otro momento
habrían atraído mi atención de inmediato me han pasado en esta ocasión casi
desapercibidos.
Uno de ellos fue la
manifestación insólita –en el sentido literal de la palabra– de guardias
civiles uniformados en Madrid. Aprovecho hoy para dar mi opinión, más que nada
porque es probable que no coincida con la de buena parte de quienes me leen. La
enunciaré sucintamente, porque tengo prisa.
Lo primero de lo que dejaré
constancia –y en eso es posible que no tengamos demasiadas discrepancias– es de
mi oposición a la existencia misma de la Guardia Civil, no ya sólo por su
tétrico historial, sino por su realidad presente. Se trata de un cuerpo cuyo
carácter híbrido, entre lo militar y lo policial, no crea más que problemas. Son
muchos los estados que tienen varios cuerpos policiales con funciones
teóricamente diferenciadas, aunque siempre en parte solapadas. Parece que creen
que eso crea una «sana emulación». Dejo eso al margen. Aquí me limito a
preconizar la desaparición de la Guardia Civil tal cual es.
En segundo lugar, soy partidario
del reconocimiento de todos los derechos y libertades fundamentales, entre
ellos el de sindicación y el de manifestación, a todos los ciudadanos,
incluidos los que desempeñan su oficio vestidos de uniforme. Ese reconocimiento
debe estar regulado, por supuesto. Como se comprenderá, no resultaría aceptable
que hubiera una manifestación de militares a la que acudieran con tanques y
vehículos blindados. Pero esa regulación debe ser lo menos limitativa posible.
En tercer término, y por lo que
tengo visto, las reivindicaciones que esgrime la Asociación de Guardias Civiles
son bastante razonables. Su situación salarial y laboral es, en comparación,
notablemente peor que la de otros miembros de las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad del Estado.
Pero, cuarto y último punto, que
es el que puede resultar más controvertido: desapruebo que los integrantes de
un cuerpo militar, o policial, o militar-policial, puedan emplear una vía de
protesta que saben que es contraria al Reglamento por el que se rigen. Por la
razón, para mí muy elemental, de que malamente pueden exigir a los demás
ciudadanos el acatamiento de las leyes, y reprimirlos si no las cumplen,
aquellos que se las saltan cuando les conviene. Los guardias civiles no están
autorizados a manifestarse públicamente y en grupo cuando se encuentran en el
ejercicio de sus funciones, y ése es el caso cuando visten su uniforme. En
consecuencia, mal.
¿Que han decidido arriesgarse a
ser sancionados con tal de llamar la atención sobre sus problemas y sobre el
incumplimiento de las promesas que el PSOE les hizo? Bien, pues lo han logrado.
Las dos cosas: llamar la atención y ser sancionados.
Escrito por: ortiz.2007/01/30 09:15:00 GMT+1
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2007/01/29 08:55:00 GMT+1
Ya sabemos –es un tópico
decirlo– que las situaciones de Irlanda del Norte y de Euskal Herria son muy
distintas. En muchos sentidos. Pero no pocos hemos subrayado siempre que, si
bien las disimilitudes entre ambas realidades son patentes, hay un aspecto en
el que Irlanda del Norte podía servir de referencia a Euskadi: en el modo, el
espíritu y las técnicas con las que ha abordado el proceso de superación del
conflicto armado. Es ésta una consideración, por cierto, que la izquierda
abertzale ha destacado siempre, y a ella apeló a menudo después de que ETA se
declarara en tregua permanente en marzo de 2006, propiciando incluso que
Gerry Adams y otros líderes del Sinn Fein viajaran a Euskadi a pormenorizar su
experiencia, presentada como ejemplar.
Otra observación muy común –pero
no por tópica menos digna de mención, por sus repercusiones en los respectivos
planteamientos del proceso de paz– es que, mientras en el movimiento
republicano norirlandés la voz cantante la ha llevado siempre el partido
político, el Sinn Fein, y el brazo armado, el IRA, seguía sus instrucciones, en
el llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco ha venido siendo desde
siempre ETA la que ha condicionado la orientación general, lo que ha dejado a
las diferentes y sucesivas representaciones políticas en posición subordinada.
Esta consideración admite matices, porque ni una ni otra relación han tenido ni
tienen un carácter tan mecánico, pero puede darse por buena, a grandes rasgos.
Está siendo en estos momentos,
de todos modos, cuando la diferencia entre los dos procesos se está haciendo
más llamativa y evidente.
Ayer, el Ard Fheis (Congreso
Extraordinario) del Sinn Fein adoptó por mayoría aplastante la decisión de
reconocer la legitimidad de la policía y los órganos judiciales de Irlanda del
Norte una vez que se restauren las instituciones del Gobierno autónomo
norirlandés (lo que podría verificarse a corto plazo) y se completen las
transferencias de Interior y Justicia (cosa que no está previsto que suceda
hasta la primavera de 2008). La decisión es netamente demostrativa de la
voluntad del Sinn Fein de encauzar la acción del movimiento republicano (mal
llamado católico) norirlandés por vías exclusivamente pacíficas e
institucionales, aunque se deje por el camino a algunos sectores
intransigentes, capaces de recurrir a la acción armada.
Casi a la misma hora que se daba
a conocer esa resolución, la Cadena Ser afirmaba que Iker Agirre, detenido el
jueves pasado en Port Bou, ha declarado a la Policía que ETA tiene previsto realizar
un gran atentado si en el plazo de tres meses no se recompone el diálogo con el
Gobierno, y que prepara también una campaña de colocación de mochilas-bomba en
Alicante durante el próximo verano. Las supuestas noticias procedentes de
filtraciones policiales merecen ser siempre cogidas con pinzas, o incluso no
ser cogidas de ningún modo, pero el robo de armas en Francia y el atentado de
Barajas no son filtraciones, sino hechos demostrativos de que ETA no ha
aceptado en ningún momento el planteamiento de un proceso de paz a la
irlandesa, jalonado de avances, estancamientos e incluso retrocesos
parciales que pueden prolongarse meses, e incluso años, y que, en todo caso,
debe ser protagonizado por los representantes políticos.
Decididamente, Irlanda del Norte
y Euskadi no son comparables. Cada vez menos.
Escrito por: ortiz.2007/01/29 08:55:00 GMT+1
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2007/01/28 11:10:00 GMT+1
Dice el presidente del PNV, Josu
Jon Imaz, que actualmente no hay condiciones para buscar el final dialogado del
terrorismo. Es evidente que dos no dialogan si uno no quiere, y ETA ha
demostrado que lo que entiende por «diálogo» no es tal. Dijo que aceptaba el
esquema expuesto por Arnaldo Otegi en Anoeta, pero era falso, y la prueba de
ello –ratificada trágicamente en Barajas hace un mes– es que, en lugar de
limitarse a negociar las condiciones necesarias para la extinción de su
actividad violenta, se empeñó una y otra vez en imponer condiciones políticas a
la marcha hacia ese objetivo. Así las cosas, y mientras sigan así, es verdad:
no puede afrontarse un final dialogado del terrorismo.
Ahora bien: ¿es posible un final
no dialogado del conflicto? O, dicho de otro modo, ¿cabe acabar con ETA por la
vía de la represión policial y judicial, local e internacional? De atenernos a
la experiencia, parece obligado ponerlo en duda. Cuando llegó al Gobierno, José
María Aznar aseguró que lograría ese objetivo en seis años. Jaime Mayor Oreja
redujo el plazo a un lustro. Resulta obvio que ambos erraron en sus cálculos.
De entonces a aquí –y ya desde antes–, la represión policial y judicial ha
mermado las fuerzas de la organización de manera muy sensible. Convendrá
recordar que hubo años en los que no pasaba semana sin que se produjera un
atentado sangriento de ETA.
Pero una cosa es debilitar y
otra, muy distinta, aniquilar, como se ha demostrado. Siempre que cuente con
gente decidida, conseguirá dinero y armas, sea robándolas o comprándolas. De
modo que la clave es si cuenta con gente decidida. Y nada autoriza a pensar que
le falte. La reciente catalogación legal como terroristas de las organizaciones
juveniles de la izquierda abertzale puede aportarle un incremento militante de
cierto peso.
Doy por supuesto que cada vez
actuará en condiciones más precarias, con gente más inexperta, con peor
infraestructura, con menos respaldo social, más acosada. Pero no me parece
exagerado augurar que pueden pasar muchos años, decenios incluso, hasta que
toque fondo. Lo que se traducirá en más víctimas, más dolor, más tensiones, más
sobresaltos.
El único modo de acelerar ese
proceso, tal como veo yo las cosas, es ejercer una acción política decidida
sobre los sectores sociales que le proporcionan a ETA su base social,
representados por la izquierda abertzale. Una acción destinada a llevarles al
convencimiento de que sus aspiraciones políticas pueden ser defendidas por vías
democráticas e institucionales, y que la única condición para su progreso es
que logren ganarse el respaldo de la ciudadanía. Que el recurso a las armas no
sólo es criminal, sino también inútil o, todavía más, perjudicial para sus
propios anhelos políticos. Es lo que en su día se acordó en el Pacto de Ajuria
Enea, suscrito incluso por los actuales integrantes del PP.
Sucede que hay poderosas fuerzas
que no tienen el menor interés en una apuesta como ésa, porque no están
dispuestas a aceptar que las ideas de la izquierda abertzale puedan tener vía
libre, ni por las malas ni por las buenas. Con lo cual cabe que nos toque
seguir en las mismas durante ni se sabe cuánto.
Escrito por: ortiz.2007/01/28 11:10:00 GMT+1
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2007/01/27 08:30:00 GMT+1
Ahora se identifica el liberalismo con el no intervencionismo público en los asuntos de la economía o, más en concreto, con el intervencionismo del Estado en favor de la economía privada. Pero el liberalismo tuvo en sus orígenes también un componente político, e incluso ético, asentado en un pensamiento dubitativo y antidogmático, lo que se traducía en una actitud cívica sosegada, respetuosa de los oponentes (e incluso de los enemigos, llegado el caso).
Quienes hoy se dicen liberales –en el mundo en general, pero en España muy en particular– están muy lejos de ese espíritu. Se acuerdan del liberalismo cuando hablan de asuntos como la OPA de Gas Natural sobre Endesa (son muy cosmopolitas y, en consecuencia, están empeñados en evitar que el centro de gravedad de la empresa pueda desplazarse a Cataluña, en lugar de irse a Alemania). Sin embargo, cuando se trata de política, lo que les priva es la descalificación sumaria de los oponentes, a los que toman invariablemente por pura basura y, en tanto que tal, fumigables.
Anteayer, Mariano Rajoy –que, para más inri, ni siquiera es el más extremista de estos seudoliberales– dijo que «ningún español normal» (¡sic!) podía ser partidario de las medidas que proponían varios fiscales y jueces en relación con la situación penitenciaria de Iñaki de Juana Chaos.
¡«Español normal»! Se desprende de ello que, para él, los jueces y fiscales partidarios de lo contrario, y –lo que es más grave– los millones de ciudadanos y ciudadanas que contamos con un DNI en condiciones y tenemos un criterio divergente sobre ese particular, somos anormales. ¿Y qué es eso de ser anormal? ¿Y qué penas accesorias conlleva?
Espero que el señor Rajoy no tenga ningún proyecto eugenésico preparado para nosotros, aunque no podría certificarlo, tal como están las cosas, y sabiendo de las prácticas corrientes entre los Legionarios de Cristo, incluidas las que se imputan al fundador de la organización.
Pero, en todo caso, don Mariano, sépalo: no somos tontos del bote. Discrepamos. Eso es todo. Y discrepamos, entre otras cosas, porque sabemos que De Juana cumplió la condena que le fue impuesta por sus crímenes, y que lo que ahora se le reprocha, y por lo que está encarcelado, es por haber escrito dos artículos de prensa que, comparados con las lindezas que se oyen todas las mañanas en algunas radios, resultan casi de broma.
Y contamos con nuestras buenas razones para opinar así. Algunas de las cuales apuntan contra su concepción de la Justicia como una variedad de la Ley del Talión. Una concepción que, tras analizarla a la escasa luz de nuestras escasas luces, consideramos que es –ya ve cómo somos de anormales los anormales– aparatosamente anticonstitucional.
Pero siga usted hablando con total libertad. Los liberales auténticos defenderemos su derecho insobornable a opinar lo que le plazca.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Españoles anormales.
Escrito por: ortiz.2007/01/27 08:30:00 GMT+1
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2007/01/26 05:00:00 GMT+1
El miércoles pasado tuve la humorada de publicar mi propio obituario. Como solemos decir algunos periodistas, en nuestro gremio lo que no es plagio es copia. Porque casi todo (si es que no todo) está ya inventado. En los Estados Unidos, un famoso especialista en necrológicas –me parece recordar que trabajaba para The New York Times– hizo lo mismo hace varios decenios, escribiendo su propio obituario. Su gesto fue muy comentado, aunque la amplia repercusión de su decisión mucho me temo que lo dejara frío.
Si lo mío tiene algo de especial es que el obituario lo haya publicado en vida, y que lo redactara en tono humorístico. Aunque tampoco eso sea demasiado novedoso, como saben todos los devotos del gran Georges Brassens, que conocen sobradamente su Súplica para que me entierren en la playa de Sète.
Pero el caso es que a muchos lectores y lectoras –a muchos más de los que yo esperaba, desde luego– la broma no ha acabado de hacerles gracia, no porque les molestara el tono de chanza, sino porque les fastidiaba plantearse la certeza de mi muerte (que, como todos sabemos, es sólo cosa de tiempo).
Incluso hubo varios que tardaron en darse cuenta de que se trataba de una farsa y que se llevaron un buen disgusto creyéndose que realmente este servidor de ustedes la había palmado.
En cierta medida, esta tontería me ha dado la posibilidad de disfrutar del espectáculo que Mark Twain fabricó para Las aventuras de Tom Sawyer: el de alguien que asiste a su propio funeral.
Lo que me ha sugerido a mí la deriva de la ocurrencia (que me ha llenado de cartas el buzón electrónico: ¡como si me faltaran!) es una reflexión sobre los problemas que tenemos para encarar con serenidad la muerte quienes vivimos por esta parte del mundo. Lo mal que afrontamos su certeza. Tanto en lo que se refiere a nuestro propio final fatal como en lo que hace al de la gente que queremos.
Tuve ocasión de comprobar que esa arraigada actitud es cultural (no obligatoria, por así decirlo) hace muchos años, en París, durante una huelga de hambre que hicieron unos refugiados paquistaníes. Se la plantearon a muerte, como De Juana Chaos. Y no entendían el empeño que poníamos los europeos en evitar que murieran. A ellos no les importaba gran cosa morir, si de ese modo lograban doblegar la resistencia que ponía el Gobierno de París –era Pompidou el que ocupaba por entonces la Presidencia– a aceptar la instalación de los suyos en suelo francés. Trataban de explicarnos que, para ellos, morir no tenía tanto valor. En su manera de ver la existencia –decían–, aceptaban que uno nace, vive y muere, y todo ello es igual de bueno o igual de malo.
Ya sé que es una reflexión muy poco respetuosa de las culturas orientales y deudora, casi seguro, de nuestra tradición judeocristiana, pero sospeché entonces que aquella gente tenía esa concepción de la vida porque vivía fatal y, en esas condiciones, dejar este valle de lágrimas tampoco le importaba gran cosa. Y con el tiempo he ido reforzándome, aunque parcialmente, en esa idea: por lo que tengo observado, a partir de cierta edad la gente estima la vida más o menos en relación directa con las compensaciones que le ofrece. Cuanto menor es su calidad de vida –en salud, sobre todo, pero también en afectos, en posibilidades económicas, en aportaciones anímicas–, menos ganas le quedan de vivir. (*)
Sin embargo, aunque nosotros mismos vayamos acomodándonos –poco a poco, por ley de vida, y perdón por la paradoja– a la idea de nuestra propia muerte, es curioso lo mal que encajamos que se mueran aquellos y aquellas que constituyen nuestro pequeño mundo de referencias sentimentales.
Quienes siguen desde hace años estos Apuntes saben del golpe que supuso para mí la muerte de mi madre. Pero no me engaño. La cuestión no es sólo que la quisiera mucho: es que, además, era una pieza fundamental del escenario de mi propia existencia. Su muerte me descolocó por completo.
Nuestra estabilidad emocional se basa en un conjunto de elementos, materiales y humanos. A medida que nos los van quitando, vamos perdiendo asiento en la vida. Nos morimos, por así decirlo, a trozos. Nos cambian el barrio natal –sobre eso también escribí un artículo hace años– y nos matan en parte. Fallecen amigos y amigas y nos morimos también con ellos. Se nos van los más cercanos y nos dejan deshechos.
He escrito al principio de este Apunte que todo, o casi, está inventado. Cuanto he expuesto en este comentario de hoy lo condensaron los latinos hace muchos siglos en una inscripción, todavía mentada en los relojes más tétricos: Omnia ferunt, ultima necat.
Todas hieren; la última mata. Es así de sencillo.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (26 de enero de 2007).
___________
(*) Una nota marginal sobre lo de «a partir de cierta edad». Lo he puesto porque he recordado el poco valor que le dan a la vida los niños, los adolescentes y los muy jóvenes, que no tienen realmente asumido que, si se mueren, se mueren. Por eso los jefes de los ejércitos suelen mandar a los jovencitos a las misiones más arriesgadas. Émile Durkheim abordó este asunto de manera magistral en su obra El suicidio. Veterana, pero muy buena. Si no la habéis leído, no os la perdáis.
Escrito por: ortiz.2007/01/26 05:00:00 GMT+1
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2007/01/25 06:25:00 GMT+1
Ayer apareció en El Mundo una carta firmada por la
directora de Comunicación del Tribunal Superior de Justicia de Madrid en la que
me reprochaba haber juzgado sumaria e injustamente una actuación de una jueza
de Majadahonda, a la que critiqué por negarse a inscribir a una niña con el
nombre de Beliza.
No sabría qué responder. Basé mi
comentario en una información de prensa, pero es verdad que no estoy en
condiciones de garantizar que lo que leí retratara con fidelidad lo realmente
sucedido.
El incidente, tomado
aisladamente, es de importancia muy menor. Si me hubiera equivocado y me
correspondiera disculparme, no me importaría hacerlo. Pero me ha removido
viejas reflexiones sobre un asunto más general y de muy superior importancia:
el de los llamados juicios mediáticos.
Con muy habitual frecuencia, los
opinadores tomamos pie en lo difundido por los medios de comunicación. Cosa que
cualquiera puede entender: nos sería del todo imposible comprobar que cada una
de las noticias que nos sirven de referencia reflejan hechos objetivos.
Pero las personas afectadas por
lo que escribimos no tienen ninguna culpa de nuestras limitaciones. Y lo que
decimos de ellas puede contribuir decisivamente a su descrédito y a su
desconsideración social. Puede incluso, en determinados casos, arruinarles la
vida.
Hace escasos días, la
responsable de una guardería infantil de Vitoria fue absuelta de una acusación
de malos tratos contra los niños que tutelaba. La sentencia –que aún puede ser
recurrida– sostiene que no hay pruebas concluyentes de que maltratara a nadie.
Yo ni afirmo ni niego nada, porque no sé. Lo que sí sé es que esa señora fue
paseada durante semanas por todos los medios de comunicación en condiciones que
no contribuyeron en nada a su prestigio, por decirlo suavemente.
Al presidente israelí, Moshe
Katzav, se le acusa de un montón de agresiones sexuales que tuvieron que sufrir
funcionarias de los sucesivos departamentos gubernamentales dirigidos por él.
Katzav sostiene que todo es un montaje destinado a hundir su carrera política.
Iba a escribir un comentario sobre la clase de tipejo que puede ser alguien que
se presenta como un probo y estricto moralista cuando, en realidad, se dedica a
asaltar a las secretarias, prevaliéndose de su cargo. Pero me he frenado. ¿Qué
pruebas tengo yo de que las cosas sucedieran tal como pretenden quienes le
acusan? Lo suyo tiene el peor aspecto, sin duda, pero podría ser que las
apariencias engañaran.
Y es que, a menudo, las
apariencias no lo son. No se nos aparecen directamente. Nos vienen
prefabricadas.
Podría multiplicar los casos
ilustrativos de ello. Hace semanas cité lo que le sucedió a Pablo Muñoz,
director de Diario de Noticias, que
fue paseado por las portadas de los noticiarios de toda España en tanto que
colaborador de ETA, acusación que al poco se demostró que carecía del menor
fundamento. Ya. ¿Y de qué vale que el desmentido apareciera en una columna de
noticias breves perdida en las tripas de los diarios (cuando apareció), después
de que el nombre del afectado fuera arrastrado por el lodo de las portadas y
cabeceras de todos los informativos durante varios días?
Hace muchos muchos años, en la
época en que estaban en el candelero los escándalos de corrupción asociados a
Juan Guerra, hermano del por entonces vicepresidente del Gobierno, recibí una
llamada telefónica. Yo era en aquel tiempo redactor-jefe de El Mundo.
–Buenos días –me dijo el
telefoneante–. Mire, quería comentarle que mi nombre ha salido en una relación
de personas que han tenido negocios con Juan Guerra...
–Ajá. ¿Y?
–Que mi empresa nunca he tenido
negocios con Juan Guerra. Ni ilegales ni legales.
–Bueno, verá –respondí yo–. La
lista que apreció era larguísima. Puede contener errores, sin duda. Escríbanos
una carta de rectificación y se la publicaremos muy gustosamente.
–No, es que ya no vale la pena
–me cortó–. Desde que ustedes publicaron esa lista, la mayoría de mis clientes
ha roto relaciones con mi empresa, por miedo a verse mezclados en el escándalo.
De hecho, ahora mismo la verdad es que estoy arruinado.
–¡Cielo santo! –exclamé,
impresionado–. ¿Y qué podríamos hacer?
–Nada –me dijo con voz apagada y
triste–. He llamado sólo para que lo supieran.
Y colgó.
Algunos me dijeron que la
llamada tuvo que ser una impostura. No lo sé. Como dicen en Italia, «Se non è
vero, è ben trovato».
A mí me dejó una muy penosa
impresión. Todavía la arrastro.
Escrito por: ortiz.2007/01/25 06:25:00 GMT+1
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2007/01/24 05:00:00 GMT+1
Hoy, como resulta que es mi cumpleaños, que estoy de viaje y que me he ido sin el ordenador portátil –no me toca escribir para el periódico hasta el viernes y el aparatito pesa lo suyo– os he dejado de archivo una humorada. Se trata de mi obituario. O mi necrológica, o como queráis llamar a eso. La he escrito porque no quisiera que el día en que me muera cualquier gacetillero inútil arruinara mi muerte con una necrológica burocrática y de circunstancias. De modo que os encargo colectivamente de que, cuando fallezca, hagáis lo posible para que sea éste el obituario que salga publicado.
Dice así:
OBITUARIO
Javier Ortiz, columnista
Falleció ayer de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.
Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).
Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía –lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía–, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)
La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras –ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo–, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.
Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.
A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas –algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos–, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.
A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia –ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París–, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca –y sea, de hecho–, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, de don Pío Baroja.
Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación –y Mar, y Mediterranean Magazine– y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones... Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.
Movido por la lectura del Selecciones de Reader’s Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.
En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.
Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.
______
Javier Ortiz, escritor y columnista, nació en Donostia-San Sebastián el 24 de enero de 1948 y murió ayer en Aigües (Alicante), tras dejar escrito el presente obituario.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (24 de enero de 2007). A los dos días publicó La muerte
P. S.: No, no murió en Aigües: Javier Ortiz murió en Madrid el 28 de abril de 2009.
Escrito por: ortiz.2007/01/24 05:00:00 GMT+1
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2007/01/23 05:00:00 GMT+1
Leer a Shakespeare (y a
Cervantes, y a tantos otros, pero pongo a don Guillermo como cumbre, porque así
lo veo, allá arriba) nos fuerza a realizar un implacable ejercicio de introspección
a todos cuantos nos dedicamos a escribir.
¿Para qué insistir en esa
práctica, si jamás, mediocres de nacimiento, nos acercaremos a nada parecido?
Yo lo tengo más o menos claro, y
cuidado que me ha costado aceptarlo. Lo hago, desde luego, para vivir (y en eso,
en eso sólo, me parezco al maestro).
Porque es por lo que me pagan.
Pero no.
Escribo por lo mismo que los
negros cantaban en las plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos.
Lo hago para tratar de exteriorizar –de reconvertir– mi pena y de liberarme así de una parte de
ella. Allí lo llamaron blues, o sea,
tristezas. Pero existía ya desde muchísimo antes. En el Mediterráneo lo
bautizaron con el bello nombre de poesía. En Grecia hablaban también de melancolía, que significa (supongo que
lo sabréis) «bilis negra».
Un aventajado discípulo de
Shakespeare, Sigmund Freud, lo racionalizó, lo reconvirtió, lo tumbó en un
diván y lo llamó psicoanálisis.
Escrito por: ortiz.2007/01/23 05:00:00 GMT+1
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2007/01/22 07:00:00 GMT+1
Ayer, en la tertulia dominical
de Radio Euskadi, se planteó una cuestión de ésas a las que me suele derivar el
pensamiento en los últimos tiempos, cuando prefiero no pensar en cosas serias,
que casi siempre son las mismas, y ya me tienen harto: «¿Y por qué a los José
se les llama Pepe?»
Se manejó una hipótesis, en mi
criterio muy poco verosímil con criterios lingüísticos, sobre la posibilidad de
que derivara de «padre putativo». Lo que yo tengo oído es que el apodo llegó a
España procedente de Italia, donde los niños, por la tendencia que tienen a
simplificar las palabras, decían (y dicen) Pepe
para decir Giuseppe. O sea, José.
Especulé con que fuera esa misma razón –la de la simplificación infantil de los
nombres– la que explique que muchos Josemarías
se hayan convertido por aquí en Txemas
(o en Chemas, porque bastantes de
los llamados así no son vascos).
Lo que a mí me intriga, de todos
modos, no es eso, sino que esa tendencia a simplificar los nombres no se
impusiera de origen, de modo que, por ejemplo, a nadie se le hubiera ocurrido
nunca llamar a nadie Giuseppe, pudiendo llamarlo oficialmente Pepe, que es
mucho más económico.
A mí me bautizaron (pasado
mañana hará 59 años) «Francisco de Javier Luis Ignacio». ¿Le puede extrañar a
alguien que con semejante origen haya salido tan retorcido?
A mi difunto hermano Carlos
Fernando Cayetano Pantaleón (decidme si la cosa no tiene delito) lo llamábamos
Bobi, Robertos al margen, porque ése era el nombre que él repetía sin parar de
niño para atraer la atención de un perro que se paseaba por el gran patio
interior de nuestra casa, en San Sebastián. «Bobi» –escribió él, excelente
poeta, años después–, «con esa B de burro en las entrañas».
Me da últimamente por
preguntarme bobadas –ya digo– para escapar de los asuntos serios, que me
dirigen de inmediato a la calle de la amargura.
Otro asunto al que me sorprendo
dándole vueltas desde hace días es: ¿por qué las mujeres se maquillan y los
hombres no lo hacemos? Empiezo por aclarar que odio el maquillaje y que siempre
me han dado bastante repelús las mujeres maquilladas (aunque no todas, y no
siempre, y según cuándo, y según cuánto). Pero, ¿qué hace que muchas mujeres se
sirvan de ese lenguaje de atracción? En la naturaleza, son con frecuencia los
machos los que utilizan (¿utilizamos?) artificios para atraer a las hembras al
apareamiento. Típico ejemplo: los pavos
reales. Hace unos días, me fijé en lo abrumadoramente que algunos hombres
utilizan (¿utilizamos?) la palabra para atraer taimadamente a las mujeres (o a
otros hombres). ¿No es ésa otra forma de maquillaje?
Pero, ya digo: se trata de cosas
menores en las que pienso cuando me pone muy triste pensar demasiado en las cosas
mayores.
Nota bene.– Aprovecho la ocasión para agradeceros a todos (y a cada una) la atención que prestáis a este rincón de la red. Supongo que en parte será por nuestra cabezonería, que no es poca, pero aseguran las estadísticas que hemos alcanzado el récord de los últimos seis años. Nos lee la tira de gente, y cada vez sois más. Gracias muy-muy especiales a todos los que han arrimado el hombro por razones de principio (y porque sí): Mikel, Pako, Belén, Jean-Marat, Pablo, Felip, Marieta, Jesús, Manuel, Samuel... toda la gente de CodeSyntax... Me felicito (ya que va a ser el cumpleaños de la página) por lo bien que he acertado a rodearme.
Escrito por: ortiz.2007/01/22 07:00:00 GMT+1
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2007/01/21 10:30:00 GMT+1
Esta mañana me he levantado
raro.
Me he acordado, no sé por qué,
de lo que dijeron de Antonio Machado una mala mañana muy lejana en Collioure:
«Amaneció mortal».
De casi crío lo leí y escribí:
«Amaneció mortal / y amanecía / mortalmente una mañana herida.» Por entonces
pensaba que lo mismo me hacía poeta.
Ayer estuvimos cenando con unos
amigos (no diré con quiénes: más de uno y más de dos se quedarían sorprendidos
de que sean amigos nuestros) y regresamos tarde a casa. Uno de nuestros amigos,
que la mayoría de los simplistas identificarían con la derecha política
española, repetía, casi como si fuera una letanía: «No podemos permitir que De
Juana Chaos muera».
Cuando he abierto los ojos
–pronto, como viene siendo la norma de mi cuerpo en los últimos años–, me he
acordado de inmediato de que tenía que entrar apenas una hora más tarde en la
tertulia de Más que palabras de Radio
Euskadi y me he dedicado a actualizarme a
toda velocidad, para estar al tanto de la vida política.
Pero no me ha dado tiempo de
escribir este apunte antes de participar en el programa.
Al acabar la tertulia con la
gente de Más que palabras, con la que
me siento todo lo confortable que uno puede sentirse en un programa de radio
(lo mismo soy muy ingenuo, pero los considero a todos mis amigos y mis amigas),
me he quedado oyendo el programa. Al poco, ha salido el comentario –o columna
radiofónica, o como quiera llamarse– del cantautor y ciudadano Jabier Muguruza.
Lo he oído con atención y, cuando ha terminado, he aplaudido. El bueno de Jabi
ha expresado muy bien el hastío, la decepción, el cansancio, la hartura que
sentimos muchísimos vascos con lo imposible que se nos ha puesto todo. Mikel
Iturria lo ha contado también en esta web con palabras muy certeras.
Por favor: ya os vale a todos.
Tenemos derecho a no morir de asco. De verdad.
Escrito por: ortiz.2007/01/21 10:30:00 GMT+1
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