2007/03/01 08:00:00 GMT+1
Oí contar hace años que las
normas disciplinarias del Ejército español, en sus tiempos de mayor gloria
irracional, preveían la imposición de sanciones graves contra los animales y
las cosas que cometieran o permitieran la
comisión de hechos dañinos. Así, si, por ejemplo, alguien se caía o se tiraba
por una ventana, cabía que la autoridad competente condenara a la ventana a ser
tapiada; o si un asno daba una coz a un oficial –es otro ejemplo–, el bicho
podía sufrir en sus carnes el azote severo de la justicia castrense, sin
excluir la pena de muerte.
He tratado de comprobar si esta
historieta tiene algo de cierta o es mera leyenda, pero no he tenido éxito. Verdad
o fábula, me sirve en todo caso para referirme a una querencia que, aplicada de
manera más general y por vías mucho menos chirriantes, es bastante común y
muchos se empeñan en ella, considerándola incluso una muestra de sensatez.
Veamos. ¿Son intrínsecamente malas todas
las sustancias estupefacientes, lo que hace de rigor prohibir su producción,
distribución y venta al nivel que sea, salvo como componente farmacológico
sujeto a prescripción médica? Nuestras autoridades hablan y actúan como si así
fuera, pese a que el conocimiento de las distintas prácticas culturales existentes
en el mundo nos demuestra que hay personas que son capaces de servirse con
moderación de tales sustancias obteniendo de ello beneficios varios, incluyendo
los lúdicos. El consumo inmoderado del opio llegó a convertirse en un grave
problema en la China del XIX, pero muchos orientales frecuentadores de
fumaderos de opio alcanzan edades muy provectas en excelente estado de salud.
Sucede algo semejante con nuestros alcoholes, que en algunos países son
perseguidos con rigor extremo: bebidos en exceso causan graves daños
individuales y sociales, pero su ingesta moderada puede no afectar apenas a la
salud y resultar bastante placentera.
Quiero decir con esto que ninguna de estas
sustancias es ella misma mala; lo que
puede ser nocivo, y mucho, es su consumo torpe y abusivo.
Pasa lo mismo con internet. Durante
años, hemos oído hablar de este medio de información y comunicación cual si se
tratara poco menos que de un arma del diablo. Como tantos otros frutos del
ingenio humano, internet no puede ser catalogado moralmente en sí: depende de cómo y para qué se use. ¿Que
se cometen delitos con la ayuda de internet? Claro. Y con la del teléfono, y la
de los coches, y la de los rotuladores. Tampoco faltaron en su día los que
consideraron una aberración la aparición del ferrocarril, lo mismo que la de
los aviones: recordemos aquello de que «si Dios hubiera querido que el hombre
volara, le habría puesto alas».
Bueno, pues yo me voy a
aprovechar de esa tendencia tan humana de hacer recaer culpas sobre las cosas
para pedir que se prohíba la Coca-Cola, por lo menos la envasada en cualquiera
de sus formas, a la vista de su capacidad para convertirse en objeto arrojadizo
en los campos de fútbol. Ayer vimos caer fulminado al entrenador del Sevilla,
Juande Ramos, tras ser alcanzado en el occipucio por una botella de plástico
llena del brebaje norteamericano en cuestión que arrojó un energúmeno contra
él. En el estadio del Zaragoza también se lanzaron botellas de Coca-Cola. Hay
que hacer algo contra ese producto, cuya composición, además, dista de estar
clara. Ya teníamos noticia de que crea adicción y tiene ciertos efectos euforizantes.
Ahora sabemos que, además, utilizada de otro modo, puede provocar pérdidas de
conocimiento y traumatismos cráneoencefálicos.
La ministra tiene que hacer
algo, y pronto.
Escrito por: ortiz.2007/03/01 08:00:00 GMT+1
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2007/02/28 07:45:00 GMT+1
Según los datos de seguimiento
de la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD), el incremento constante de
las ventas de El Mundo y el descenso
no menos constante de las de El País han
reducido de manera llamativa la importante distancia que separaba sus
respectivas cuotas de mercado. El pasado enero, tras crecer las ventas de El Mundo un 3,8% y reducirse las de El País un 17,7% –ambas con respecto al mismo mes del año anterior–, el uno y el
otro se quedaron a sólo 65.954 ejemplares, cuando 12 meses antes antes la zanja
entre ambos era de 143.748.
Como siempre,
los datos de la OJD son discutibles, y algunos los discuten, pero no lo hace El País, que en este caso sería lo
importante. De hecho, la gente del diario de Polanco admite que la realidad es
ésa –que las ventas de El Mundo están
subiendo mes tras mes, en tanto las de El
País bajan– y no oculta su preocupación.
Establecido el dato, en lo que no
hay consenso es en las razones que lo explican. Muchos optan por ligarlo
linealmente a una hipotética expansión de la derecha radical española, fenómeno
que se correspondería con una no menos hipotética recesión del llamado «centro
izquierda» (o, si se prefiere, del predicamento de los puntos de vista moderados y progresistas). Constato que hay sentimientos encontrados entre
quien se apuntan a este diagnóstico: unos lo suscriben con alborozo; otros, con
pesadumbre.
No me convencen ni los unos ni
los otros. Ningún reciente estudio
sociológico respalda esa supuesta evolución de las inclinaciones
ideológico-políticas de la sociedad española. Tampoco en lo referente a las
preferencias electorales, que siguen situando al PSOE por encima del PP (y aún
con más claridad a Rodríguez Zapatero con respecto a Rajoy).
No veo en las cifras de difusión
de los diversos diarios nada que obligue a extrapolar los datos, haciéndolos
depender de fenómenos exteriores al mercado específico de la prensa.
En mi criterio, El Mundo se está beneficiando de su
posición tajante, neta y sin ambages, sobre todo cuanto de más llamativo sucede
en la actualidad de España: las especulaciones sobre el 11-M, la viable o inviable salida
dialogada al terrorismo de ETA, la reforma del sistema de organización
territorial del Estado (o sea, de los estatutos de autonomía), la inmigración,
la dilución de «la idea de España» tradicional… En todos estos capítulos, El Mundo expresa análisis que están al
alcance de cualquiera, por poca cultura política (y general) que tenga, porque
todos se resuelven en dos patadas, con rápida atribución de aciertos y errores.
Rápida y sencillísima, porque siempre corresponden a los mismos.
Hay bastante gente que agradece
que le quiten de encima el fardo que representa la sospecha de que las cosas
pueden ser complejas y estar llenas de matices. Quiere que todos los personajes
de su película sean decididamente buenos o rematadamente malos, y agradece a El Mundo que le proporcione, a diario y
como Dios manda, un nuevo capítulo del guión que se necesita para que no cese el espectáculo y la inyección de la correspondiente dosis de adrenalina. ABC y La Razón no están en una onda muy diferente, pero actúan con menos
entusiasmo, de manera más rutinaria. Sus películas trasmiten el mismo mensaje, pero son más aburridas. No
tienen tantos efectos especiales y están llenas de actores secundarios.
El País no se ve perjudicado porque su modo de afrontar la realidad
sea más poliédrico y sesudo. Qué va. Si defrauda a una parte de sus lectores de
siempre, que están dejando de serlo, es por la falta de nervio y contundencia que
muestra en su respuesta a la derecha (a la que no insistiré en llamar «radical»
porque, en la práctica, es la única que hay, fuera de ciertas áreas periféricas). El diario de Polanco se
dedica a mantener una absurda equidistancia entre los desmanes enloquecidos de
la derecha y los –a su juicio– errores del Gobierno de Zapatero, al que trata como
el maestro displicente al alumno zote que no comprende la inteligencia de sus
consejos. Juan Luis Cebrián y consortes han decidido que Zapatero es un
gobernante inmaduro, demasiado lastrado por viejos prejuicios progres, tanto en lo referente a la
política interior como a la internacional. Ellos quisieran reconducirlo al buen
camino, haciéndole ver la superioridad de los añorados tiempos atlantistas y
neoliberales del idilio polanco-felipista, pero el otro no se deja y sigue erre
que erre en sus trece. Y eso les desespera, y su frustración y su desaliento se
traslucen en el conjunto de un periódico que ya, para estas alturas, tiene
mucho de ministerio y muy poco de órgano de combate. Destila soberbia aburrida
y prepotencia venida a menos.
Lo cual no hace nada felices a
buena parte de sus lectores, que quisieran que el fuego graneado que sale a
diario de las rotativas de El Mundo y
de las antenas de la Cope se viera debidamente respondido por algo que fuera al
menos equivalente, si es que no superior. Pero no. Tanto El País como la Ser –ésta algo menos– dan la sensación de estar más
preocupados por los negocios de su consorcio empresarial que por defender
ninguna causa. Y dan esa sensación sobre todo porque es verdad: sus directivos
tienen más aire de contables que de periodistas.
El País se está resintiendo por culpa de sus posiciones difusas,
inasibles, desdibujadas por las brumas vaporosas que envuelven la cima del
Olimpo. Para mí que, o baja al campo de batalla, a ras de suelo, o el personal irá
perdiéndolo de vista cada vez más.
Pero puede que me equivoque. Ya
digo que los datos son los que son y que a partir de ellos lo que empiezan son
ya las apreciaciones.
Escrito por: ortiz.2007/02/28 07:45:00 GMT+1
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2007/02/27 08:00:00 GMT+1
Viajo demasiado. Y el caso es
que viajar no me gusta. Disfruto alternando el tiempo entre nuestra casa de
Aigües, en la costa mediterránea, y el piso que ocupamos en Madrid. Según los
momentos y las tareas que tenga pendientes, me inclino por la una o por el otro
(cuando puedo elegir, claro; que no es siempre, ni mucho menos).
En todo caso, lo que me gusta es
estar; no ir y venir. Pese a lo cual,
me paso la vida yendo y viniendo. No sólo entre esos dos puntos, sino también
con otros destinos. A Bilbao viajo todas las semanas. Casi siempre en avión,
pero al menos una vez al mes me toca ir en coche, por unas razones o por otras.
También es raro el mes que no tengo algún viaje por carretera a Santander, que
se las trae (sigue sin haber autovía directa).
Cuando viajo en coche y solo, me
las arreglo para ocupar el tiempo haciendo algo útil. Voy oyendo las radios,
recopilando información de todo tipo y tratando de reflexionar sobre las
noticias que más me llaman la atención. O tomando nota de las pifias que salen
a pasear por las ondas. Según se me ocurre algo, pongo en marcha un pequeño
dictáfono que llego conmigo a tal efecto y lo consigno. Los borradores que escribo mentalmente así, sobre la
marcha, suelen convertirse antes o después en Apuntes del Natural o Notas
de Humor.
Ayer al mediodía viajé en coche
desde Aigües a Madrid. No fue un recorrido muy productivo, pero algo cayó. Así,
en el informativo de Radio Nacional en la Comunidad Valenciana me enteré de los
muchos ordenadores que hay en los hogares de «los niños de 70 a 17 años». ¿Creéis
que la locutora que soltó la pata de banco se inmutó? Ni lo más mínimo. Tampoco estuvo mal la pifia de otro
periodista, éste de Radio 5, que ilustró a las 12:55 un repaso a la historia de
la bicicleta poniendo una canción del actor y chansonnier francés Yves Montand al que llamó «Aivs» Montand, pronunciando su nombre como si fuera inglés,
demostrando con ello su ignorancia en campos tan diversos como la música, el
cine… y los idiomas. Me recordó a aquel otro presentador de un informativo de
RNE que se refirió al «ex primer ministro francés Laionel Jospin».
El momento estelar de la mañana
vino, sin embargo, poco después, de la mano de Rita Barberá, alcaldesa de
Valencia. Quizá no lo sepáis, pero hay montado un buen bochinche en la capital
levantina a cuento de una directiva europea, asumida por el Gobierno español,
que prohíbe a los menores de 12 años utilizar artefactos hechos a base de
pólvora, como los petardos. Esa insana costumbre, muy típica de las fiestas
valencianas y tipiquísima de las Fallas, ha dejado en el plazo de cinco años –dicho
sea para ilustrar sobre la gravedad del problema– a 30 niños heridos de
gravedad. Pero muchos valencianos, con su alcaldesa al frente, han dicho que se
vayan conjuntamente al carajo la UE y el Gobierno de Madrid, que ellos van a
seguir proporcionando petardos a sus hijos. ¡Viva la insumisión municipal! Ayer
la alcaldesa, a la hora de la Crida fallera,
soltó, con esa voz cazallera tan suya: «¡Nuestra fiesta… que lleva el olor y el
aroma de la pólvora…! ¡También para los críos!», y se quedó tan ancha. Según
ella, basta con que el asunto quede en manos de los padres. Si los padres dan
la venia, que los niños se forren a petardazos. Alguien ha comentado: «¿Y por
qué no permite la alcaldesa que los menores de 18 años conduzcan coches, siempre
que tengan autorización de sus padres?»
Lo peor es que (ay, la
proximidad de las elecciones autonómicas y locales) el Gobierno central dice
que se está planteando conceder una moratoria a la aplicación de la ley. Y si
algún niño se desgracia, peor para él. ¡Todo sea por las urnas!
Escrito por: ortiz.2007/02/27 08:00:00 GMT+1
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2007/02/26 07:30:00 GMT+1
Una de las muchas
contradicciones que arrastro por la vida me la aportan mis erráticos gustos
artísticos. Recientemente me han vuelto a dar la lata, según he tenido ocasión
de recordar varias veces a lo largo de esta larguísima noche de ineludibles óscares
hollywoodienses.
Es el caso que llevo fatal las
películas en las que suceden cosas angustiosas. Angustiosas para mí, claro. No
me afecta ni poco ni mucho que se maten sin parar, se rajen, se saquen los
ojos, se arranquen las tripas y cosas de ésas a lo Tarantino –ese género de
casquería puede resultarme hasta risible–, pero a cambio se me hace intolerable
que aparezca gente que sufre desgracias y males verosímiles. Y cuando digo intolerable quiero decir intolerable: un
impulso más fuerte que yo me obliga a dejar de ver y oír de inmediato lo que
aparece en la pantalla.
Es algo que suele sucederme –eso
es lógico– con películas bien hechas. En los últimos meses lo he sufrido con
algunas cintas generalmente reconocidas como espléndidas. La última, Babel. La escena en la que la mucama
mexicana se pierde en el desierto con los dos hijos de sus empleadores, los
abandona para buscar ayuda y es detenida por un policía que no hace ni caso de lo
que ella le cuenta superó ampliamente los límites de mi aguante.
Me las he visto en parecidas con
algunas otras películas muy aplaudidas. Blood
Diamond, por ejemplo: otra que se me quedó atragantada.
Contado así, parece raro, pero no
contradictorio. Lo es, sin embargo. Quedará claro si añado que otro filme que
no he logrado ver entero es Sirana. Me
atasqué en la escena en la que el protagonista es torturado. Me fue imposible
seguir contemplando aquello. Y eso me sucedió a mí, que soy autor de una obra
de teatro que escenifica una larga y durísima sesión de torturas, en la que
aparecen las más repugnantes variedades de esa repulsiva práctica policial. ¡Fui
capaz de detallar lo que yo mismo soy incapaz de aguantar!
Indagar en las razones del gusto
y someterlo a crítica no es imposible, pero sí muy difícil. E ingrato, porque son
muy pocos los humanos dispuestos a admitir que tienen mal gusto. Aparte de lo
problemático que resulta determinar en qué consiste el buen gusto (y el malo,
por contraposición).
Yo no sé en qué medida el mío es
bueno o no. Supongo que depende. Es posible que me muestre más refinado ante
algunas manifestaciones artísticas y mucho más tosco ante otras.
Por referirme a la actualidad
más rabiosa: no sé si la
interpretación que hace Penélope Cruz en el Volver
de Almodóvar será buena, mala o regular, porque no he visto la película –ni
ganas–, pero no tengo ningún inconveniente en reconocer que la escena ésa que
no paran de repetir en la televisión, en la que Cruz aparece haciendo play-back
con un horrible pastiche aflamencado del tango del mismo nombre, me echa para
atrás del todo. Musicalmente, para empezar, pero también cinematográficamente.
¿Por qué? Imagino que por un amplio conjunto de factores, algunos susceptibles
de exposición más o menos rigurosa, pero bastantes otros referidos a fobias
mías perfectamente subjetivas y, por ende, imposibles de generalizar. Supongo además
que todo el paquete –película, Almodóvar y Penélope Cruz– habrá acabado
resintiéndose del enfado que me ha producido oír hablar sin parar durante
semanas de «nuestro» Almodóvar y «nuestra» Penélope, como si anduvieran por ahí
ejerciendo de portaestandartes de la Patria.
En fin, que lo dicho: pocas cosas tan poco
propicias al debate desapasionado como los gustos artísticos. Os lo dice uno
que todavía sigue sin haber aclarado del todo por qué siente una irreprimible
fascinación por las películas de submarinos. Por todas, incluidas las
reconocidamente malas.
Escrito por: ortiz.2007/02/26 07:30:00 GMT+1
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2007/02/25 11:05:00 GMT+1
Hay gente que merece que la
colectividad –representada en este caso, y sin que sirva de precedente, por el
Estado– le preste ayuda, y hay otra gente que lo merece menos. (No añado que
también hay gente que no lo merece en absoluto porque eso me llevaría a una
reflexión que no es la que me propongo hoy.)
Merecen ayuda los trabajadores
de Delphi, y los de la Bahía de Cádiz en general, que han hecho todo lo que se
les pedía que hicieran –trabajar mucho y trabajar bien– para no encontrar al
final otra perspectiva que la del paro o, todo lo más, la del empleo precario.
Supongo que les habréis oído, a ellos y a sus familiares, mostrando su
desesperación ante las cámaras de la televisión. Mostrando una desesperación que,
en el caso de bastantes, viene del brazo del calendario: están más cerca de los
50 que de los 40 y saben que ya nadie les va a ofrecer otro empleo estable.
La Administración –la andaluza,
al menos– ha aportado ayudas a Delphi. Pero se las ha concedido a la empresa,
confiando en que las utilizaría para generar empleo o, al menos, para no
destuirlo. ¿Y en qué razones asentaba esa confianza? Casi todas las
multinacionales que abren o adquieren instalaciones en España se apresuran a reclamar el respaldo económico del Estado. Lo suelen
obtener, y generoso, pero, en cuanto sus cálculos globales les indican que la
producción les saldría más barata en otras latitudes, hacen el petate y salen
por piernas. Sin devolver un duro, por supuesto. De eso Andalucía sabe ya
bastante. ¿Qué les importa a los miembros de un Consejo de Administración con
sede en Indiana, USA, que se queden en la calle 1.600 trabajadores de Puerto Real,
que lo más probable es que ni sepan por dónde cae?
De inmediato se pone en
circulación la palabra mágica: prejubilaciones. No sólo suena con relación al
cierre de Delphi («la tecnología de la automoción del futuro», dice su
propaganda, con involuntario humor negro); también ronda a los trabajadores de
Airbus, cuyos mandamases europeos ya han anunciado que se proponen «reestructurar»
la empresa, y a los de Navantia, que ya saben de sobra qué significa eso, y a
los de varias industrias más de la bahía gaditana. Las prejubilaciones ayudan a
los trabajadores afectados a sobrellevar la crisis mejor o peor, y algo es
algo, pero no alteran los datos de una realidad industrial en marcha hacia el
desastre.
La gente obrera gaditana se
merece ayuda del Estado, pero orientada al desarrollo de empresas autóctonas competitivas.
No grandes corporaciones de ínfulas faraónicas venidas del quinto carajo con la
pretensión de resultar competitivas a base de pagar salarios rácanos y de
rentabilizar el empleo precario.
Una reconversión de ese tipo es posible: hay experiencias
que lo demuestran. No digo fácil. Tampoco cómoda. Digo posible.
Mientras escribo sobre esa
especie de callejón sin salida en el que se está metiendo el sector industrial
gaditano tengo delante de mí, en el atril que me ayuda a repasar los datos, un
recorte de El País del pasado 19 de
febrero. El titular dice: «El sector de la nieve pide créditos para salvar la
temporada».
No es lo mismo, me parece a mí.
Si yo hubiera puesto un bar-restaurante aquí abajo, en El Campello, en el
carrer Sant Ramon, que es por donde pasa ahora mismo la carretera nacional que
va a (o viene de) La Vila Joiosa y Benidorm, estaría francamente preocupado,
porque se está construyendo una circunvalación por la que un montón de gente se
ahorrará atravesar el pueblo, eludiendo de paso la tentación de parar a comer o
a tomar algo en mi establecimiento. Pero algo me dice que, si cuando la
circunvalación empiece a funcionar, yo me dirigiera a las autoridades exigiéndoles
que declararan mi bar-restaurante zona catastrófica, no acabaría de tener un
éxito rotundo. Pero pongamos que no fuera algo definitivo y que mi
negocio se viera perjudicado sólo provisionalmente porque están reformando las infraestructuras de la zona: tampoco creo que el Estado me aportara
una inyección de euros para ayudarme a sobrellevar el disgusto y el vacío de mi
caja registradora.
Pues lo mismo o parecido cuando nieva
menos de lo debido.
Lo que más me llama la atención
de la noticia sobre el sector de la nieve
es que sus representantes empresariales no dicen –me remito a la
noticia de El País: mi conocimiento
directo del ramo es nulo– que este año vayan a tener pérdidas, sino que no
van a tener tantos beneficios como otros años, con lo que les va a resultar
imposible invertir en el mantenimiento y renovación de las instalaciones.
Porque, por lo visto, lo que se embolsan es un dato fijo.
Pero ya he empezado avisando de que
no pretendo que los haya que no merecen ninguna ayuda del Estado. Me he
limitado a alegar que no la merecen tanto como otros.
Escrito por: ortiz.2007/02/25 11:05:00 GMT+1
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2007/02/24 09:40:00 GMT+1
Según la última encuesta del
Centro de Investigaciones Sociológicas, los españoles vuelven a situar el
terrorismo como preocupación prioritaria. El segundo lugar lo ocupa la
inmigración.
Me telefonea mi buen amigo
Gervasio Guzmán. Él también ha leído la noticia, pero no se ha quedado con los
titulares y poco más, como yo, que sólo tengo tiempo para lo imprescindible –he
de entregar unos trabajos y los tengo a medias–, y ha escarbado en las
entretelas.
–Hay un aspecto de la encuesta
que me llama particularmente la atención –me dice–, aunque, por lo que tengo
visto, es habitual en este tipo de sondeos. Me refiero a que los encuestados
señalan unos centros de preocupación cuando se les pregunta por los problemas
que creen que tenemos como colectividad y otros distintos cuando se le
interroga sobre cuáles son los asuntos que les crean más problemas a ellos, en
concreto, individualmente. Si les preguntan: “¿Cuáles cree que son los
principales problemas que tiene España?”, responden: “Primero, el terrorismo;
segundo, la inmigración”, etc., pero si la pregunta es: “¿Qué le preocupa más a
usted, personalmente?”, contesta: “Quedarme sin trabajo” (o, alternativamente: “No conseguir trabajo”), “No tener casa” (o: “No poder pagarla”), “Que
me atraquen por la calle”, etc. El terrorismo y la inmigración bajan muchos
puestos en el ranking.
–No me extraña nada –le comento–.
Supongo que, en el primer caso, el encuestado tiende a expresar lo que él cree
que los demás esperan de un ciudadano de pro, consciente, formado e informado. La
otra pregunta la interpreta, en cambio, como una invitación a dar cuenta de sus
verdaderos sentimientos.
Gervasio, que por una vez parece
estar de acuerdo conmigo, me cuenta una conversación que tuvo ayer mismo con su
callista (porque Gervasio tiene de todo: incluso callista). El joven pedicuro
que se pone a sus pies le hizo una especie de confesión: él, digan lo que digan
los demás, como Raphael, no se siente atemorizado por el terrorismo de ETA. Ha
hecho un cálculo y, tomando como referencia los atentados que se han producido
en los últimos tiempos, y considerando que no da el tipo de los atormentados
por el impuesto revolucionario, ha
concluido que es altísimamente improbable que llegue nunca a ser víctima de
ETA. Según sus cuentas, tiene sólo una probabilidad entre muchísimos millones.
A cambio, habida cuenta del lugar de Madrid en el que vive, que no es
precisamente la calle Serrano, y de las horas a las que sale por la mañana, o a
las que regresa los fines de semana por la noche, vive atenazado por el miedo permanente
a encontrarse con que alguien le sale de un rincón oscuro de la calle, le planta
una navaja en el cuello y le roba la cartera, o algo todavía peor. Porque
también cabe, por ejemplo, que le aseste un navajazo, cabreado por el poco
dinero que lleva.
–Se me ocurrió decirle –prosigue
Gervasio– que su manera de afrontar la vida tiene no poco de egoísta. Que se
preocupa por lo suyo y es indiferente a los padecimientos que puedan tener los
demás. Y, aunque el hombre conservó la
compostura, porque a fin de cuentas soy su cliente y lo soy desde hace
bastante, noté que se cabreó. Adoptó un tono sarcástico y me soltó: “Supongo
que lo dice porque la mayoría de la población se desvive por los demás. Tiene
razón. Ahora que lo pienso, recuerdo que, según venía por aquí, me he topado
con una manifestación de solidaridad con los inmigrantes del Marine I, y con otra de apoyo a los
trabajadores de Delphi y al conjunto de la población de la bahía de Cádiz, que
las está pasando canutas. Por la tarde me han dicho que va a haber otra
realmente masiva en contra del abandono
del África negra.”
–¿Y qué le contestaste? –le
pregunto, tratando de disimular la sonrisa que se me ha puesto sin pedirme permiso.
–¿Y qué carajo crees tú que
podía contestarle?
Y cuelga el teléfono, cabreado.
Escrito por: ortiz.2007/02/24 09:40:00 GMT+1
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2007/02/23 08:00:00 GMT+1
Lamento, cómo no, la muerte de la soldado Idoia Rodríguez en Afganistán. Es una desgracia que ha sobrevenido como resultado de un riesgo calculado. El propio Rodríguez Zapatero ya reconoció en su momento que se trataba de una zona altamente conflictiva (no tanto como Irak –dijo–, pero muy problemática, en todo caso), lo que comportaba peligros graves, como el que se materializó anteyaer al estallar una mina al paso del convoy militar español en el que viajaba la soldado Rodríguez.
Nadie ha pretendido que las tropas españolas estén en Afganistán para ayudar a las viejecitas a pasar la calle, como insiste en decir Mariano Rajoy haciendo gala de un sarcasmo de dudoso gusto. El Gobierno reconoce que se trata de una misión militar. Pero se apresura a precisar que esa acción, aunque militar, persigue una finalidad no belicosa. Ayer mismo, el ministro de Defensa, José Antonio Alonso, insistió en ello: si España está allí, es para ayudar a la reconstrucción de Afganistán.
No es verdad.
«España» –el Estado español, porque es del Estado de lo que hablamos en este caso– no participa en un programa civil de reconstrucción de Afganistán, sino en una misión bélica de la OTAN cuya finalidad no es el bienestar de la población afgana, sino el control político y militar de una zona geoestratégica de primera importancia. De primera importancia, en primer lugar, para los Estados Unidos de América, que son los que decidieron la invasión de Afganistán, misión que realizaron con el plácet del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cuyos integrantes participaban de su temor por el poder de los talibán. Washington lleva muchos años empeñado en mantener bajo su férula toda la larga franja que se extiende desde el Mediterráneo hasta el Tibet, convencido de que el control de ese gran espacio es clave para el dominio del mundo entero.
Todo eso está muy bien –o muy mal, que a estos efectos da lo mismo– pero, visto desde la perspectiva de la ciudadanía afgana, en lo que se concreta es en la ocupación de su país, que se ha visto despojado manu militari de su soberanía y convertido en un protectorado estadounidense. De modo que, cuando los unos, los otros o los que sean se oponen al invasor por los mismos medios que éste utiliza para lograr su sometimiento, lo que se produce no son actos de terrorismo, sino de resistencia irregular. De guerra de guerrillas, en suma.
La guerra de guerrillas –incluido su nombre– la inventaron los españoles que se levantaron en armas contra las tropas invasoras francesas en 1808 sin obedecer a más autoridad ni dictado que los suyos. Se dice que las fuerzas armadas estadounidenses y su complemento de la OTAN entraron en Afganistán con el visto bueno de ciertas autoridades locales. Las francesas invadieron la península con las bendiciones del rey de España, que estaba tan en las manos de Napoleón como los actuales dirigentes afganos en las de Bush. ¿Que la coalición euro-norteamericana quiere un porvenir mejor para Afganistán? Recordemos que José I también quería para España un futuro regido por los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, muy superiores al oscurantismo retrógrado que reinaba a la sazón por estos lares.
Los franceses decían que los guerrilleros españoles eran bandoleros, y a fe que no pocos lo eran. Pero eran también, y sobre todo, resistentes. Entonces no se usaba el término «terrorismo» pero, de entrar en la terminología de la época, de eso habrían sido acusados quienes ahora son llamados por aquí «mártires del 2 de Mayo» y «héroes de la Patria».
Nota de edición: Javier publicó una columna de título parecido en El Mundo: De Afganistán al 2 de Mayo.
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Post scriptum.– Acabo de ver el resumen publicado por elmundo.es de la entrevista de Jesús Quintero a José María García censurada por la dirección de RTVE. García no insulta en ella a nadie: utiliza algunos epítetos fuertes, pero siempre explicando por qué los emplea. Uno puede estar más o menos de acuerdo con la catalogación que hace de los unos o los otros –me costaría, muy en particular, compartir su admiración por el nivel cultural de Federico Jiménez Losantos, a algunas de cuyas muy audaces incursiones en el mundo de la Historia, corregida in extremis para librarlo del ridículo, me fue dado asistir durante mi paso por El Mundo–, pero son sus apreciaciones, sin más, tan respetables como las de cualquiera. O más, porque él habla con bastante conocimiento de causa. En resumen: un lamentable episodio de censura, que no augura nada bueno.
Escrito por: ortiz.2007/02/23 08:00:00 GMT+1
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2007/02/22 07:30:00 GMT+1
Sostiene Ángel Acebes que ellos acudirán
a la manifestación que ha convocado el próximo sábado en Madrid la AVT porque
«el PP está siempre con las víctimas». Eso es lo que dice (y sobre ello me propongo
escribir hoy, de hecho), pero tampoco estaría de más que nos lo tomáramos con algunas
reservas porque, por lo que me cuentan, en el PP empiezan a desconfiar de la
contumacia convocante de Francisco José Alcaraz, cuyo desmedido afán por hacer
carrera política les hace cada vez menos gracia. Creen que el presidente de la
AVT está sometiendo a su base social más militante a una tensión excesiva de
movilizaciones que, montada como está sobre la nada, puede acabar derivando en
cansancio, si es que no en desánimo.
Pero dejemos de momento los problemas
que amenazan a los jefes de la derecha española por culpa de su mala cabeza –por
haberse puesto a imitar al Dr. Frankenstein– y centrémonos en el examen de la
proclama que he recogido al principio de estas líneas: «El PP está siempre con
las víctimas». Porque es mucha la gente que oye la música de la frase y le suena bien, lo que le mueve a pensar que
es expresión de una actitud muy justa y muy loable.
En realidad, vista de cerca, se
comprueba que no pasa de ser una frágil coartada.
En primer lugar: ¿qué es «estar
con las víctimas»? Porque ese imperativo puede entenderse de diversos modos.
Cabe «estar con las víctimas» en el sentido de apoyarlas, arroparlas y asistirlas
moral y materialmente, lo que no sólo está bien, sino que es de elemental
justicia. Nadie pone en duda la importancia de ese deber colectivo (salvo ETA, supongo,
aunque su fuerte no sea la coherencia).
Lo que no otorga automáticamente
ningún padecimiento, por grande e injusto que sea, es clarividencia política.
Nadie, por el hecho de haber sido víctima del terrorismo, tiene garantizada ni la
infalibilidad de sus análisis ni la adecuación de sus propuestas.
Antes al contrario. Hace años, un
famoso penalista me habló de lo inconveniente que resulta, véase lo que se vea
en algunas películas estadounidenses, que el acusado de un delito, por muy
versado que esté en leyes, asuma su propia defensa ante los tribunales. «Corre
el constante riesgo –me dijo– de que la pasión le ciegue, de centrarse en aspectos
que él ve como esenciales para su honor y buen nombre, pero que son
perfectamente secundarios en la causa, de perder la calma y obnubilarse ante
las acusaciones…». Lo tenía muy claro: «Yo, desde luego, si alguna vez tuviera
que sentarme en un banquillo, contrataría a un buen abogado y, si bien le diría
cómo veo las cosas y qué línea de defensa me parece la mejor, le daría plena libertad
para obrar según su criterio».
Algo muy parecido cabe decir de las
opiniones y opciones políticas de las víctimas del terrorismo. Es más que
probable –y muy comprensible, por supuesto– que el trauma que arrastran
condicione de manera decisiva su visión de la realidad y no les permita
mantener la ecuanimidad y la ponderación que son necesarias para la buena
conducción de los asuntos públicos. Nadie puede reprocharles que sientan un
enorme deseo de venganza; no obstante, es fácil entender que una sociedad sana no debe tener
como principal criterio rector la búsqueda de la venganza.
Pero es que, además, y aun en el
caso de que fuera imperativo que nos sujetáramos al diktat político de las víctimas, ¿cómo podríamos hacerlo, si las propias
víctimas tienen planteamientos contradictorios? Estos días hemos visto un
ejemplo muy claro de ello: Mikel Buesa, hermano de Fernando Buesa, que fue
asesinado hace siete años tal día como hoy, asume en público los postulados del
PP, en tanto Natividad Rodríguez, viuda de ese mismo dirigente socialista
alavés, critica duramente los planteamientos del PP, al que acusa de
tratar de manipular a las víctimas. ¿A cuál de los dos habría que respaldar
para «estar con las víctimas»?
En cierta ocasión oí a un
dirigente del PP responder a esto diciendo que ellos estaban con la AVT porque
es la asociación de víctimas de ETA con más afiliados. Pero ese argumento se
vuelve en su contra cuando se trata de las víctimas de los atentados del 11-M,
que no son menos víctimas que las de ETA (o que las de los Comandos Autónomos
Anticapitalistas, que suelen ser inadecuadamente contabilizadas como víctimas de ETA). En el
caso de los afectados por la matanza del 11-M, el PP ha tomado partido por
asociaciones minoritarias, porque no quiere ver ni en pintura a la encabezada
por Pilar Manjón.
Lo cual revela que no apoya
incondicionalmente a las víctimas, sino sólo a las víctimas que asumen sus
planteamientos políticos. Es decir, que se respalda a sí mismo, víctimas
mediantes.
Quod erat demostrandum *, que decían los euclidianos.
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(*) Literalmente: «Lo cual era
lo que debía ser demostrado». Suele traducirse más coloquialmente por «…que es
lo que se trataba de demostrar». (Prosigo en mi empeño de rescatar bonitos
latinajos.)
Escrito por: ortiz.2007/02/22 07:30:00 GMT+1
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2007/02/21 07:50:00 GMT+1
Vuelvo a oír una vez más ataques
de la derecha cavernícola contra la legislación que reprime la violencia
llamada de género. Se reproducen en
cada ocasión en que se tiene noticia de un nuevo caso. La argumentación es
invariablemente la misma: «Son leyes inútiles. La prueba es que no logran
acabar con esa lacra».
Quienes leen estos Apuntes saben que puse en su momento
algunas objeciones a esas normas legales. La principal de las cuales, que
establezca penas específicas más graves cuando la violencia la ejerce un hombre
sobre una mujer (o, si se prefiere, penas menos graves cuando la violencia la
ejerce una mujer contra un hombre, una mujer contra otra mujer o un hombre
contra otro hombre). Lo correcto es considerar como agravante que el agresor o
la agresora se aproveche de su situación de superioridad sobre la víctima, sea
la superioridad del tipo que sea (incluida, por supuesto, la fuerza física). No
todas las formas de superioridad se expresan en el sexo.
Me consta igualmente que las
injusticias no se superan automáticamente porque una ley las prohíba y
castigue. Para combatir la violencia de
género se requieren, amén de medidas punitivas, muchas otras de carácter constructivo
y protectoras.
Dicho eso, añadiré que es pura
demagogia –o perfecta ignorancia, que no sé qué es peor– culpar a la
legislación que reprime las formas de violencia de este tipo de que las
brutalidades que tienen las relaciones íntimas como marco de referencia no
hayan cesado. Porque esas leyes no pretenden, ni podrían hacerlo, acabar con
las agresiones, sino castigar las que se producen. De la misma manera que nadie
reprocha al Código Penal que no logre acabar con los robos, los asesinatos, los
atentados, etc. Se supone que el Código Penal está para reprimir los crímenes. Evitarlos,
o conseguir que haya menos, son objetivos que pueden y deben abordarse con
otros instrumentos.
Critíquese al Gobierno, a las
comunidades autónomas y a los legisladores centrales y autonómicos que no
establezcan más cauces de educación en la igualdad y no proporcionen más medios
de protección a las mujeres que han sido o pueden ser agredidas. Pero no
aprovechen para descalificar unas leyes por no lograr lo que en no está a su alcance.
Escrito por: ortiz.2007/02/21 07:50:00 GMT+1
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2007/02/20 05:00:00 GMT+1
Los dirigentes del PP han hecho
un descubrimiento del que están encantados: sus incondicionales lo son a carta
cabal. Están dispuestos a apencar con lo que sea con tal de que apunte contra
Zapatero. ¿Que resulta contradictorio? ¿Incongruente? ¿Absurdo? ¿Impresentable?
Tanto da. Sus seguidores aplauden, encantados. Hasta se diría que prefieren que
sea así, porque les da como que chincha más.
Veamos un ejemplo: los
dirigentes del PP llaman a los andaluces a apoyar el nuevo Estatuto de
Autonomía votando sí en el referéndum, la inmensa mayoría no les hace caso y se
abstiene, de lo cual deducen… que la culpa la tiene Zapatero. Lo argumentan así:
ellos consideraban que no hacía ninguna falta reformar el régimen autonómico
andaluz, pero decidieron intervenir en su tramitación para impedir que se
aprobara un Estatuto anticonstitucional. Gracias a que se tuvieron en cuenta sus
enmiendas, lograron que el texto del nuevo Estatuto finalmente acordado sea
«bueno para Andalucía y bueno para España» (sic).
Pero muchísimos andaluces han sentido que esa cosa de las reformas
estatutarias es un error de Zapatero y le han dado la espalda. De lo que se
deduce que, según el PP, la mayoría de los andaluces ha hecho bien
desinteresándose de algo que es «bueno para Andalucía y bueno para España». ¿Que
hay algo ahí que no acaba de encajar bien? Bah, paparruchas.
Otro ejemplo: el PP ha insistido
hasta el aburrimiento en que hay que respetar escrupulosamente la independencia
judicial y las resoluciones de los jueces, pese a lo cual anuncia su apoyo a la
manifestación que ha convocado la AVT para el próximo sábado en Madrid en
repulsa por la sentencia del Tribunal Supremo que rebaja a dos años la condena que
impuso la Audiencia Nacional a De Juana Chaos. Argumento: ellos no llaman a
manifestarse en contra de la sentencia del TS, sino en solidaridad con las
víctimas de los atentados que perpetró De Juana. Pero la manifestación
convocada por la AVT toma pie en la última sentencia del Supremo , la cual no
se refiere a los asesinatos cometidos por De Juana, sino a los dos artículos
que publicó en Gara. Cierto, pero eso
carece de importancia. Es verdad que ellos acuden a la manifestación contra el
TS y no critican a la AVT por manifestarse contra el TS, pero se equivoca quien
interprete tal cosa como que ellos van a acudir a una manifestación contra el
TS, poniéndose del lado de quienes no aceptan lo decidido por el alto tribunal.
Y si queda raro, pues peor para Zapatero.
¿Es posible chotearse de la
lógica y pretender que uno tiene razón tanto cuando sostiene una cosa como
cuando defiende la contraria? Ya vemos que sí, que es posible. Pero el PP se
equivoca al creer que «su público» les sigue de manera incondicional. Porque,
si «su público» se queda en los incondicionales que le aplauden las gracias en
los medios de comunicación adictos y en las manifestaciones ad hoc, se va a quedar con un público
muy fiel, pero también limitado. Para montar el festejo y mantener el tono de
permanente crispación, basta con tener detrás a tres o cuatro millones de devotos
dispuestos a aplaudir extasiados las divinas palabras de los jefes. Pero para
ganar las elecciones no basta esa cantidad de seguidores. Tampoco el doble. Les
hace falta un respaldo tres veces mayor que ése.
Y no hay tanta gente dispuesta a
pasarse por el arco del triunfo la lógica, la sensatez y, ya de paso, también
el puro y simple sentido común.
Escrito por: ortiz.2007/02/20 05:00:00 GMT+1
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