2007/07/09 06:20:00 GMT+2
Yo no sé quién ganó el debate parlamentario llamado «del estado de la nación». Si me toca determinar quién resulta vencedor en una justa, la primera condición que pongo –me parece elemental– es que todos los participantes jueguen a lo mismo. Pero, si uno sale para vencer en una competición de 100 metros libres, otro para correr una maratón olímpica y un tercero para coger en la estación de Austerlitz el expreso de las 14:20, entonces me rindo. Son empeños de distinto orden y, en consecuencia, incomparables.
Acabo de leer a un comentarista de ésos que dan por hecho que todo el mundo juzga la vida con sus mismos criterios. Su análisis del enfrentamiento de la pasada semana entre Zapatero y Rajoy zozobra en una marejada de absolutos: «Todo el mundo se dio cuenta…», «Cualquiera pudo entender…», «A nadie se le escapó…» Su perorata incluye la afirmación predilecta de Rajoy: «Zapatero volvió a hablar de asuntos que a nadie importan». A esta gente le da igual –digo, por poner un ejemplo– que le coloques delante de sus morros, uno tras otro, a varios cientos de miles de ciudadanos que exigen justicia para las víctimas de la dictadura. Ellos lo tienen clarísimo: es un asunto que a nadie importa, y sanseacabó.
Puede que me equivoque, pero para mí que a Zapatero le hicieron sus expertos un análisis muy semejante al que hicimos más de uno y más de dos, a ojo de mal cubero, tras las últimas municipales y autonómicas.
No crea a quienes le dicen que le ha perjudicado lo de ETA, el proceso de paz y la patria en peligro. Esa literatura rescatada del discurso de la Comedia –haga las cuentas, región por región– apenas pintó nada el 27-M. Lo que desmovilizó hace mes y medio al electorado de 2004 fue la visión deprimente de su gobierno romo, tontamente abrumado por los embates de la derecha bancaria y del percal cardenalicio, incapaz de hacer nada, no vaya a ser que.
El 27 de mayo Zapatero perdió no poco respaldo de la izquierda social, que hoy es en gran medida joven y rupturista, aunque no a la manera de hace medio siglo, sino a su modo de hoy, que ya apunta, con ganas y con rabia. Una izquierda social dispuesta a abstenerse, a nada que se vea burlada y dejada sin voz en la contienda.
«¿Me quieres creer que mi hijo ha colocado en su cuarto una bandera republicana, sin decirnos a cuento de qué?», me comentó hace poco un amigo, obrero y sindicalista «de toda la vida». Claro que quiero creerle.
El miércoles y el jueves pasados, Zapatero quiso conectar con ese millón y pico que votó el 14-M y se abstuvo el 27-M.
Relamiéndose las heridas, Rajoy y los suyos imitan ahora al peor Ulises, al Ulises tramposo. «A nadie le importa…» ¿A nadie? No nos toméis por Polifemo. Sabemos que vuestro nombre es Nadie.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Nemo es vuestro nombre.
Advertencia.– Este Apunte y el Zoom que hoy me publica El Mundo son idénticos.
Escrito por: ortiz.2007/07/09 06:20:00 GMT+2
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2007/07/08 05:00:00 GMT+2
La anécdota se hizo célebre hace
años entre mis amigos. Trataba de uno de esos sucesos que, a fuerza de
relatados, no acabas ya de tener claro si se cuentan como sucedieron –si sucedieron
como se cuentan– o si se han ido remodelando según las necesidades del guión.
La historia se atribuía a uno de
nuestros compadres más fijos al que, para simplificar, llamaré Gervasio Guzmán.
Vivía por entonces Gervasio con
otro periodista (se supone que todos mis amigos y amigas son periodistas, ¿qué,
si no?) y tenían varias novias. No el uno y el otro, sino los dos, porque se
iban turnando, ellas y ellos. Se relacionaban más en horizontal que en
vertical, aunque estuvieran cerca la mayor parte del tiempo, cualquiera sabe
para qué, habida cuenta del poco caso que se hacían.
La casa en la que habitaban Gervasio
y su amigo tenía las paredes de papel de fumar, como en las canciones de
Leonard Cohen y Paul Simon, de modo que se oía todo lo que no se veía, y
viceversa («The couple in the next room…»,
etc.)
Era esto una noche en la que
Gervasio se había ido al catre con una mozuela que todo el mundo decía que
estaba muy bien (ellos decían «buena»), aunque yo, con mi elegancia natural, argumentaba
que presentaba un inconveniente
definitivo: hablaba, lo cual tenía sobre mi persona efectos antieróticos
devastadores.
Se fueron a la cama y pasó un
rato de silencio, que todos llevamos con paciencia, sabiendo que a veces los
prolegómenos son silentes. (La gente no
puede estar a todo y además hablar).
Siguieron luego unos minutos de
susurros, que ya llevamos con menos paciencia. Y, al final de lo que nos
pareció una especie de forcejeo, oímos la voz de él que, claramente, dijo:
–¡Joder, no! ¡Pídeme que te
quiera, pero no que te entienda!
La carcajada que sonó en el
salón fue terrible. Cruel, demoledora.
Supongo que no debió de gustar
demasiado a la pareja de presuntos amantes.
A mí tampoco me hizo feliz.
Víctima del momento, me asomé a
la ventana más próxima, que daba a un mar de tejados.
Pensé en la mujer que a la que amaba
y que estaba –me lo había dicho pocas horas antes– a punto de dejarme.
Me dije: «Ay, ojalá no te
entendiera».
Pero la entendía muy bien.
Espero que haya sido feliz, de
entonces a aquí. Sé que viajó lejos, que trabajó con ahínco, que se casó y que
tuvo dos hijos, que ya serán mayores, supongo. En aquel momento me dejó muy
triste, pero, bien pensado, le agradezco que huyera. Gracias a su fuga, los dos
hemos progresado.
Nunca se sabe qué puede
convenirnos más.
Mi consejo universal es siempre
el mismo: cuando una situación no te guste, lárgate. No sólo es lo mejor para
ti. También le haces un favor al otro (u otra).
Pero hay otro consejo aún más
importante: si tienes una pareja que no sabe abrir la boca sin decir chorradas,
sal a la carrera. Y, una vez que te detengas, pregúntate cómo pudo ser que
aceptaras a semejante imbécil por pareja. ¡Porque lo tuyo también tuvo delito!
___________
P. S. Dedico este Apunte a la moza de referencia, que
cumplirá cincuenta y tantos años dentro de muy pocos días, pobrecita mía, y a
mi amiga C. M., que me telefoneó ayer cuando creí que este articulín se había
ido a la mierda por culpa de un corte en el fluido eléctrico, cosa que sólo
sucedió a medias, como casi todo en esta vida.
Escrito por: ortiz.2007/07/08 05:00:00 GMT+2
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2007/07/07 07:45:00 GMT+2
Hay tres cosas que desde muy lejanos tiempos hago
todos los años por estas fechas: mostrar mi oposición a la fiesta nacional, criticar el espectáculo de las carreras matinales
por las calles de Pamplona y recordar el asesinato de Germán Rodríguez a manos
de la Policía de Adolfo Suárez (tan entrañable él, tan demócrata, tan
tolerante, tan celebrado), crimen absurdo y repugnante del que mañana se
cumplirán 29 años.
Las tres tareas las emprendo año tras año con el mismo
espíritu, tan desesperanzado como terco.
De mi recuerdo hacia Germán no tengo por qué dar
explicaciones: se explica solo. Forma
parte de una lista que llevo escrita a sangre y fuego en la memoria: Jesús Mari
García Ripalda, Miquel Grau, Aniano Jiménez, Ricardo García Pellejero… Muertos
de mi propia biografía, sectaria, y a mucha honra.
Quizá haya quien se pregunte, a cambio, de dónde me
sale esa vena antitauromáquica por la
que tanto y tan regularmente sangro. Me pregunto si ya lo habré contado alguna
vez: Google me dice que no, pero cualquiera sabe.
Es fruto, como tantas otras cosas, de un trauma
infantil. O de muchos traumas encadenados, de esos que acaban conformando lo
que un difunto amigo mío, simpático pero estructuralista, llamaba «un continuo
acumulativo».
Mi padre era muy aficionado a la fiesta brava. Era una afición que le venía de su progenitor, que
había sido de todo, pero mayormente jefe de todas las Policías que se le
pusieron a tiro (la de la Monarquía, la de la República y la de Franco), razón
por la cual había tenido el encargo de presidir muchos espectáculos del género,
incluidos los del coso de Las Ventas, junto al que ahora vivo, por esas cosas
que tiene la vida. Viniéndole de casta, el galgo de mi padre se apalancaba
delante de la tele tarde tras tarde, allá por mi primera adolescencia –he
tenido varias–, y lo comentaba todo con sólido conocimiento de causa: «Ese toro
es bizco», «¡A quién se le ocurre recibirlo a puerta gayola, con el viento que
hace!», «Le está apuntando al rincón de Ordóñez, el muy tramposo», «Mira cómo
le enseña el pico»… Y cuando el uno no
era berrendo en negro, nos salía tostao corrobragao,
o yo qué sé. Y déjale salida, y cómo le ha alegrado ese puyazo, y deberían
ponerle banderillas negras… Y así. De modo que me hice conocedor del arte de
Cúchares, de civil Francisco Arjona.
Para mi enfado. Porque, si bien ya por entonces
alentaba objeciones de principio contra tan sangriento espectáculo –os recomiendo
vivamente que os informéis sobre los instrumentos
del toreo, lo que os acercará a la realidad de la fiesta–, lo que predominaba en mis sentimientos de entonces era un
hecho muy sencillo: si aquello había gustado a mi abuelo paterno (nada que ver
con el materno) y si gustaba a mi padre (¿nada que ver con mi madre?), no podía
estar bien.
Es lo mismo que me sucede con el Real Madrid, del que
mi padre era forofo hasta la náusea.
Un amigo me espetó hace unos meses, con cara de
sincero asombro: «¿Y reconoces así, con total naturalidad, que odias al Real
Madrid por culpa de un trauma infantil?». Le rectifiqué: «De un trauma, no. De
muchos traumas».
De lo que me felicito es de lo certeramente orientados
que estuvieron mis traumas infantiles. Llegado casi a los sesenta, me sigue
pareciendo de perlas tener un paquete de mucho cuidado al Real Madrid, que
tengo motivos sobrados para considerar quintaesencia del franquismo –así me lo
presentaron, echando mano a numerosos argumentos– y veo con los mejores ojos el
paquete que le tengo a la fiesta
nacional, que ni es nacional ni tiene nada de fiesta.
Lo de los encierros… Ça va de soi, que diría un guiri que no fuera como Hemingway, que
se hizo célebre por pasearse por el mundo adorando los exotismos, como todo
buen amante de la american way of life que
se precie. (¿Alguien ha leído algo más repleto de topicazos españoloides que ¿Por quién doblan las campanas?)
Que haya un montón de gente –sobria o borracha, me da
igual– que se ponga a las 8 de la mañana a correr delante de unos astados,
arriesgando tontamente su vida con respaldo de todos los poderes públicos,
financiados con el dinero de mis impuestos y con la bendición del obispo de la
diócesis, me parece de auténtica coña.
Ahora, lo que se dice sorprenderme, no me sorprende. A
un país de coña le corresponden unos espectáculos de coña.
Y si alguien muere en ello, pues qué bien, ya que lo
hace tan a gusto y feliz.
Escrito por: ortiz.2007/07/07 07:45:00 GMT+2
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2007/07/06 05:00:00 GMT+2
Llevo muy mal la desidia. Mucho peor que la estupidez.
Si alguien se esfuerza por hacer bien las cosas y no lo consigue, pobrecillo: qué
culpa tiene. Al que no trago es al que ni siquiera lo intenta. Al que practica
la chapuza porque le importamos una higa los receptores de sus patas de banco.
Me topo con gente así a todas horas, cuando escucho
los boletines informativos de las radios. Anteayer hice en cosa de nada una
breve antología, en plan la foire aux
cancres.
Me encontré, para empezar, con varios «falsos avisos
de bomba». Respondí en voz alta al locutor que me daba insistente cuenta de
ellos, por mero desahogo: «No, hombre, no. Los avisos no han sido falsos. Se
han producido. Otra cosa es que avisaran de algo inexistente».
Algo antes (o después, ya no me acuerdo) otro supuesto
informador me soltó: «Ha sido detenido en Ayamonte un vehículo cargado de explosivos». Curioso vehículo. Se ve que se desplazaba por
su cuenta.
En un momento dado –que, como decía Lázaro Carreter,
es cuando sucede todo–, una locutriz me dio a conocer que el ministro español de
Exteriores había hecho unas manifestaciones referentes al atentado «cometido en
Líbano por un vehículo suicida». ¿Un vehículo suicida? Joder, cada vez los
fabrican con más prestaciones.
Un corresponsal en la capital francesa me informó minutos
después de la detención de «tres nuevos miembros de ETA». Tendí a suponer que lo
novedoso había sido su detención, no su pertenencia a ETA, pese a la afirmación
del periodista destacado en París. (Por
cierto: ¿alguien sabe por qué los llaman «destacados»?)
No quisiera eternizarme con chorradas de este género,
aunque a fe que podría. Anoté también que un vehículo había sido «cargado con
50 explosivos» (¿no sería con 50 kilos de explosivo?) y que la Policía había
realizado «tres explosiones controladas» en el mismo coche, Dios sabe con qué
intenciones. Me dio tiempo asimismo para preguntarme por qué Moratinos habla
siempre de «aeronaves», pudiendo expresarse como la gente normal y decir «aviones».
Pero el momento cumbre de mi tiempo dedicado al
aburrimiento informativo-radiofónico llegó cuando me pusieron a la nueva
ministra del Interior del Reino Unido quien, a la vista del lío que se le había
montado a base de médicos suicidas y tal y cual, se presentó ante el mundo
mundial y dijo: «Tenemos que enviar un mensaje claro de rechazo al terrorismo».
Admito que eso me conmovió hasta lo más íntimo. Se
disiparon de golpe todas las dudas que tenía sobre la posible complacencia de
la señora Smith con el terrorismo. Se desvanecieron mis sospechas sobre la
indeterminación del Gobierno de Su Graciosa Majestad a la hora de enviar
mensajes, en general, y de lanzar urbi et
orbi mensajes de rechazo al terrorismo, en particular.
¡Qué certero torpedo en la línea de flotación de la
verborrea insustancial de los políticos!
Gracias, señora Smith. Me ha devuelto usted mi fe en
la radio como fuente de profundización gnoseológica.
Nota. – Varios lectores/lectoras me han señalado que la noticia que comenté ayer ya había sido materia de un Apunte hace meses. Tienen mejor memoria que yo. Lo único que me reconforta es constatar que mis reflexiones de entonces no se contradicen con las de ahora.
Escrito por: ortiz.2007/07/06 05:00:00 GMT+2
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2007/07/05 07:55:00 GMT+2
Repasando las anotaciones verbales que voy acumulando durante
mis viajes en coche, me encuentro con una de hace meses en la que recogí las
declaraciones de una menda africana –que debía de ser importante, aunque ahora
mismo no recuerdo nada sobre ella– que denunciaba que en el África negra de
nuestros días una vaca vale más que una mujer.
Añadí a sus palabras un comentario: «¿Que vale más? ¿En
qué sentido?»
No me es difícil imaginar qué se me pasaba por la
cabeza cuando hice esa apostilla.
A juzgar por el contexto de las declaraciones de la
señora en cuestión, ella no estaba hablando tanto de lo que vale una mujer, sino de lo que cuesta. De cuánto se viene a pagar en algunas
zonas del África subsahariana para hacerse con la propiedad de una chica para todo. O sea, del precio. De
su valor de cambio, que diría Marx. No caigamos en el tópico sentimental del
bueno de Antonio Machado, que consideraba propio de necios confundir valor y
precio. El valor de cambio se expresa en forma de precio, y no tienen nada de
necias –de cabronas sí, pero no de necias– las leyes del mercado que
contribuyen a fijar los precios.
Otra cosa es que haya valías que no es posible tasar. ¿Qué
vale el beso de una hija, el gesto de ternura de la persona que quieres y te
quiere, la emoción que produce Patty Griffin cuando canta Crying Over (digo, es un decir)
o la orgullosa timidez de Brassens cuando se definía como un pecio del
naufragio colectivo? Un amiguísimo de adolescencia, Juanito Berraondo (*),
decía que él daría dos dedos de la mano –y quería ser pintor– por tocar como
Thelonius Monk. ¡Ponedle una cifra a eso!
Pero las mujeres africanas están en el mercado –aquí
también, pero es otro asunto–, al igual que las vacas y que las ametralladoras,
y no tiene nada de sorprendente que una vaca pueda canjearse por dos fusiles
ametralladores con su correspondiente munición, o por cinco mujeres con sus
correspondientes espaldas, siempre que tengan la dentadura en condiciones.
Porque una vaca da la tira de leche y, en último término, la leche de carne, mientras
que una mujer da de sí lo que da, que es mucho menos. En función de lo cual se
establece su valor de cambio.
¿Que eso es un escándalo? ¡Vamos ya! El mundo entero es
un escándalo. Y es escandaloso que sigamos haciendo como que nos escandalizamos.
Monto en cólera cada vez que oigo hablar de la
Humanidad en plan laudatorio.
Apunté el otro día en un papel, según leía Deia, unas declaraciones de Manuel
Segura Morales, cura jesuita que se presenta en el siglo como «experto en
convivencia» (sic!). Decía el
jesuita: «La convivencia es lo que nos hace personas y nos separa de los
animales salvajes». Una hora después de leer semejante cosa, charlaba con una
experta jurista. «¿Qué se requiere para que un individuo o individua sea
considerado persona?», le pregunté. «Que haya sobrevivido 24 horas una vez
abandonado el seno materno», me respondió. «¿Se le somete a un examen de
convivencia?», le solté. Tuve que explicarle la broma, para sacarla de su
perplejidad.
Odio el humanitarismo ñoño. Lo que separa a los
individuos de nuestra especie de los animales salvajes, diga lo que diga Manuel
Segura S.J., es que son capaces de matar por gusto, no por supervivencia; que
fabrican armas de aniquilamiento indiscriminado; que explotan a sus semejantes
para obtener de ellos mucho más de lo que su supervivencia reclama; que,
llegando a los extremos más aberrantes de la depravación y la barbarie, pueden incluso
apoyar electoralmente a Acebes y a Zaplana.
Nada de lo que
tópicamente se califica de humano es
realmente propio de la raza humana. Suele aludirse a gestos excepcionales, nada
representativos.
Lo humano no es una mierda, porque la mierda puede
reutilizarse y servir para algo.
___________
(*) Al recordar de pronto a Juanito Berraondo Yurrita (y
todo lo que mi cariño juvenil asocia a su persona: su casa, en la entonces
Avenida de España, vecina de la de Paco Idiáquez, que nos servía de sede,
gracias a su madre, modelo de tolerancia; su charla, siempre sugestiva; sus discos,
desde el Black is Black hasta L’Orage de Brassens, que su profesora de
francés nos ayudaba a reconstruir; sus óleos, tan concienzudos y tenaces como perplejos…),
me pregunto qué habrá sido de él. He entrado en Google y he puesto su nombre en
el buscador, convencido de que alguien tan especial no podría vivir sin dejar
huella. Me ha aparecido un Juan Berraondo Yurrita que ahora da clases en la
Universidad del País Vasco y que recientemente impartió un curso sobre (copio) «Individualismo y moralismo en la Fenomenología del espíritu de Hegel (La
superación de la conciencia infeliz)». ¿Será mi Juanito Berraondo? Si es él y alguno de quienes me leéis lo
tenéis cerca, hacedme el favor de decirle que Javier Ortiz le tiene reservado
un lugar de honor en el sagrario de sus mejores recuerdos.
Escrito por: ortiz.2007/07/05 07:55:00 GMT+2
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2007/07/04 08:15:00 GMT+2
Decía Groucho Marx que, cuando la pobreza entra por la
puerta, el amor huye por la ventana. Groucho, a diferencia del otro Marx, era
muy gracioso, pero también muy pesetero. A mí me consta –lo sé porque lo he visto– que la pobreza y el amor pueden coexistir
bajo el mismo techo. Todo depende de lo que esperen de la vida quienes se
quieren y no tienen ni un ochavo. Si alientan proyectos a los que asignan más
valor que a la holgura económica, pueden sentirse aceptablemente a gusto luchando
por ellos mano a mano.
Pasa lo mismo con los partidos políticos. Para quienes
conciben su actividad como un modo de acceder a determinadas cotas del poder
político realmente existente –aunque
no lo reconozcan, incluso aunque no se lo reconozcan ni siquiera a sí mismos–,
los reveses electorales se van convirtiendo con el paso del tiempo en un carga
insostenible. A veces lo son en seguida. Otras, así que los dirigentes del
partido en cuestión asumen que su falta de éxito electoral no es resultado de
una simple coyuntura desfavorable, sino un rasgo del sino que amenaza con
perseguirles con muy desagradable saña. Recordarán quienes tengan edad para
ello con qué velocidad huyeron de la UCD de Suárez los que se sentían llamados
a metas más elevadas (aunque las metas últimas las tuvieran, claro está, por
debajo de tierra, como demostró rápidamente Francisco Fernández Ordóñez). Tampoco fueron tontería las angustias de
Alianza Popular, ahora PP, que durante años se creyó condenada a vivir de por
vida en la oposición (y tal vez en ella se habría quedado, de no acudir en su
ayuda la prepotencia insufrible de Felipe González). El PSOE post-1996 también
las pasó canutas, probando líderes, a ver si alguno les funcionaba de una
pajolera vez y les volvía a franquear la puerta del palacio de la Moncloa.
El caso de Izquierda Unida es parcialmente distinto. O
sea, parcialmente igual. Hay en su seno gente a la que la ambición posibilista se le ve a 400 kilómetros
(pongo a modo de ejemplo la distancia que media entre mi domicilio madrileño y
la alcaldía de Córdoba, pero me valdrían latitudes aún más distantes, sin duda). Y hay también
gente que uno ve impulsada por resortes de otro tipo. Gente que alienta «la
España de la rabia y de la idea», según la felicísima expresión de Antonio
Machado (*).
Los veo juntos y me dan miedo.
Acabo de recibir desde Asturias un par de kilos de
documentos que se supone que deberían servirme para mi ilustración, para que no
vuelva a referirme sin total conocimiento de causa a asuntos asturianos, como
el de Cándido y Morala, que están en la cárcel para cumplir la condena que les han impuesto por haber
destrozado una videocámara de vigilancia adscrita a las pertenencias del
Ayuntamiento de Gijón, que gobiernan mancomunadamente el PSOE e IU. En los
documentos que me remiten, gentes de IU de banderías evidentísimamente
diferentes se ponen de vuelta y media entre sí, se llaman de todo y dejan
clarísimo que se odian a muerte.
Me habría gustado toparme con una polémica de las de
viejo estilo. De aquellas en las que me eduqué en mis años mozos, cuando leía
la Crítica del Programa de Gotha, el Anti-Duhring y cosas de ese estilo. Hablo de esas polémicas
más o menos rigurosas –el Anti-Duhring no era muy allá desde el punto de vista científico, ya lo sé– en las que se discute
dejando constancia literal y entrecomillada de lo que dice el oponente y
respondiendo a sus posiciones de manera argumentada, evitando escrupulosamente
los insultos y los procesos de intención, sujetándose a razones y a nada más
que a razones.
Si hay una lucha entre dos líneas de principios, o
entre una línea de principios y otra sin principios, o lo que sea, reclamo que
se expresen en el plano teórico. Si no, los que vivimos la gresca desde fuera y
no tenemos ni arte ni parte en ella lo único que podemos hacer es deprimirnos,
sin sacar ni una sola lección ni nada en claro.
Parecen –digo que parecen, no que sean– los integrantes
de una pareja en cuya casa la miseria no parara de entrar a todas horas por la
ventana, sin salir nunca.
_________
(*) Permitidme recordar el magnífico manifiesto-poema
de Antonio Machado Ruiz titulado El
mañana efímero, que no sólo conserva hoy su vigencia ensoñadora, sino que
se hace éticamente más imprescindible que nunca. Escribió así don Antonio, un grande
pensador entre los más grandes y un revolucionario más revolucionario que casi
todos los revolucionarios que le precedieron y le postcedimos:
La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero;
a la moda de Francia realista,
un poco al uso de París pagano,
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste
cuando se digna usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero,
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora:
España de la rabia y de la idea.
Se han citado muchas veces algunos versos de este poema. Permitidme que llame la atención sobre dos versos en los que no suele repararse y que son, creo yo, de los más lúcidos del poema: «Hay un mañana estomagante escrito / en la tarde pragmática y dulzona.»
Escrito por: ortiz.2007/07/04 08:15:00 GMT+2
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2007/07/03 05:00:00 GMT+2
Soy un tipo muy ordenado. Planifico con bastante rigor
mi tiempo: a tal hora, esto; luego, lo otro; comer con Tal, llamar a Cual, recordarle
a Fulano que tiene que hablar con Mengano; tomar notas para tal artículo, hacer
un esquema para la conferencia que he de pronunciar dentro de dos semanas, recopilar
argumentos para el apunte de mañana, o de pasado…
Cuando viajo en coche, llevo un grabador digital de voz que me permite
aprovechar el tiempo y dictarme a mí mismo lo que luego habré de escribir. Me
atengo fielmente a la boutade de
Picasso: «La inspiración existe, pero hace falta que te coja trabajando».
Ayer tuve lo que estaba destinado a ser, sin más, otro
día en mi ordenada existencia, como cualquier otro. Habíamos hecho noche en
Santander. Me desperté pronto, me aseé, desayuné, repasé lo escrito la víspera,
recogí los bártulos atendiendo a mis inevitables y casi siempre fallidas listas
de “No olvides que…” y me puse en marcha en dirección a Bilbao, adonde debía
acudir para participar en la tertulia televisiva de ETB2. Durante el viaje,
dicté a mi pequeña grabadora digital los guiones de dos no-sé-qué (artículos,
columnas, apuntes… a saber en qué se quedarán al final).
Llegué a Bilbao, hice un par de compras sin enterarme de
que algunos sectores del comercio estaban en huelga, comí con una amiga –que
conozco desde hace no mucho, pero que ya es amiga de toda la vida: son cosas
que ocurren–, fui a la tele, hice el programa de marras, salí de allí, enfilé en dirección a Madrid…
Lo tenía todo planificado: llegar a la capital de España
en torno a las 22:00; recoger de mi casa madrileña los últimos bártulos que he
de llevar mañana (hoy, a tus efectos) camino del Mediterráneo, donde se supone que voy a pasar la mayor parte del verano; poner en marcha el ordenador; revisar el correo y pasar
a limpio alguna de las cosas que tengo anotadas para que haga las veces de Apunte del Natural cuando despunte el alba del
03.07.07…
Tenía –ya digo– todo previsto. Cada cosa en
su sitio.
Sucedió que, según llegué a Madrid, comprobé que ya se
me había descargado del todo un documental
que el canal franco-alemán Arte hizo hace
años para resumir la vida y la obra de Georges Brassens, y que había dejado en
pleno descenso internáutico el viernes pasado, antes de iniciar mi viaje anterior.
Me puse a ver el documental. Qué digo a verlo: no; me puse a
admirarlo, a dejarme envolver por él, a gozarlo, a reírlo, a ser feliz a su
costa, a conocer a Jeanne, la de la pata, a Marcel, l'auvergnat, a Onteniente, más conocido por «Gibraltar»...
Y se me pasó el tiempo que debería haber dedicado a
escribir otro apunte, que no éste.
O sea, que ayer me salté mi planificación estricta, mi orden constituido, mi régimen de vida. No
hice mis deberes. Preferí hermanarme con Brassens.
¿Qué duró el hechizo? ¿Una hora? ¿Más, contando las pausas? Tanto
da. Recordé lo que escribió Walt Withman de una de sus obras: «Esto no es un
libro. Quien dobla sus páginas toca a un hombre».
Sin ningún plan previo, sin pretensión alguna, anoche me
dio por dejarme de deberes y ser condescendiente conmigo mismo.
Lo siento por la planificación. Me alegro por mí.
Escrito por: ortiz.2007/07/03 05:00:00 GMT+2
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2007/07/02 05:00:00 GMT+2
Recuerdo una conversación que tuve con un grupo de
trabajadores de una fábrica de armas de Eibar, allá por 1968 o 1969. Era gente de
izquierda, bastante politizada. Les pregunté cómo llevaban su participación laboral
en el negocio de la guerra. Me habían comentado que la empresa para la que
trabajaban abastecía al ejército israelí de proyectiles de obús (*). Me respondieron
que les repateaba, pero que no tenían elección. «Uno no trabaja en lo que
quiere, sino en lo que puede», me dijo uno.
Es un asunto complicado, sobre el que no cabe establecer
reglas fijas y universales. Partimos de una realidad: es difícil tener una
ocupación remunerada que no implique contribuir –más o menos, de un modo o de
otro– al mantenimiento del orden político, económico, ideológico y social vigente. Es cierto que el obrero de la
industria armamentista ayuda a quienes hacen la guerra, pero no lo es menos que
el enseñante favorece la reproducción de la ideología dominante. Otro tanto
cabe decir del funcionario que actúa como engranaje
de la maquinaria del Estado, tan a menudo opresiva. Tampoco escapan a una
consideración semejante los empleados de las empresas automovilísticas, imprescindibles
para reforzar nuestros dañinos hábitos de transporte.
Hay casos aún más claros.
Supongo, por ejemplo, que no hará falta insistir en la labor de cuantos
participan en el aparato judicial, y
aún menos en la de quienes formamos parte del tinglado general de los medios de
comunicación de masas.
A la hora de considerar este asunto de las
complicidades laborales con el orden
establecido, no faltan los que sostienen que están de más las malas conciencias
y los escrúpulos éticos, porque, de ponerlos por delante, medio país –si es que
no más– habría de mandar al guano su empleo. «Donde está instalada la
responsabilidad colectiva no hay lugar para las responsabilidades particulares»,
vienen a decir. Pero, como he señalado más arriba, no cabe fijar reglas de aplicación
general, ni para inculpar ni para exculpar. Porque los grados de complicidad
pueden ser muy diversos, como lo pueden ser las posibilidades de elección.
Puede haber quien tenga muy sólidas razones para decir «Cuento con demasiadas
obligaciones familiares y no gano lo suficiente como para permitirme el lujo de
tener principios», según nos soltó con amargura hace años un redactor de base
entrado en años cuando le propusimos sumarse a un acto de protesta (**). Pero
también hay quien se escuda en el célebre «¿Y qué más da? Si no lo hago yo, acabará
haciéndolo cualquier otro» para escurrir el bulto cuando se le critica por realizar
labores particularmente nefastas y repugnantes.
A veces las personas deben –sobre todo cuando pueden,
aunque sea a costa de pagar un precio oneroso– renunciar a determinadas
ventajas o privilegios, económicos o de estatus social, para no violentar sus
principios éticos más hondos. Considero aplicable esta exigencia, muy en especial,
a las personas que ocupan puestos de más responsabilidad y relieve público.
Deben demostrar que tienen principios de verdad, que les sirven para algo más
que para ejercitar su capacidad retórica y darse pisto.
No hablo de estos o aquellos principios, en particular.
Me da igual, a estos efectos, que sean de izquierdas o de derechas, religiosos
o agnósticos, humanistas o de clase.
Leí ayer sobre las andanzas de un juez instalado en
Murcia, por nombre Fernando Ferrín, que está haciendo los esfuerzos más
estrafalarios para no tener que reconocer los derechos legalísimos de una mujer
que está casada con otra. El juez, que es del Opus hasta la caricatura –cosa nada
difícil, todo sea dicho–, rechaza de plano actuar en contra de sus
convicciones, en las que el matrimonio homosexual no tiene acomodo. Bien está. Pero,
puesto que tan firmes e irreductibles son sus principios –cosa que puedo
entender muy bien, porque también lo son algunos de los míos–, debe encarar las
cosas de frente, tal como son. Él sabe de sobra que un juez no está para reescribir
las leyes a su guisa, sino para aplicarlas. Como sabe que en este caso la ley
es unívoca a más no poder.
Si sus creencias son irrenunciables y se dan de
patadas con las exigencias de su oficio, entonces la cosa no puede estar más
clara: el señor Ferrín debe renunciar a ser juez.
Las dimisiones se inventaron para eso.
_____
(*) He aquí otra de las muchas chapuzas a las que
tanto se ha aficionado la Academia Española. Antes, su Diccionario reservaba el
término «obús» para la pieza de
artillería correspondiente. Pero, tras comprobar que mucha gente llamaba
«obuses» a los proyectiles, nuestros académicos, en uno de sus cada vez más
frecuentes ataques de molicie, decidieron admitir ambos usos, con lo que la palabra tiene ahora una innecesaria
ambigüedad de la que carecía.
(**) He dejado constancia de que eso sucedió «hace
años» y al poco me he preguntado si no sobraba la precisión. Porque lo cierto
es que no recuerdo cuándo tuvo lugar el último acto de protesta contra la
patronal del sector de la prensa del que haya tenido noticia. En virtud de los
esfuerzos mancomunados del servilismo y el empleo precario, hace años que en la
prensa española conviven la complacencia total hacia el que manda y los codazos
y las zancadillas hacia los iguales.
Escrito por: ortiz.2007/07/02 05:00:00 GMT+2
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2007/07/01 05:00:00 GMT+2
Se celebró ayer en Madrid la multitudinaria manifestación
en la que culminaron los actos festivos convocados por las organizaciones
europeas de homosexuales con motivo del Día del Orgullo Gay. Han elegido este
año la capital de España como punto de encuentro continental para festejar la
inclusión del matrimonio gay en nuestra legislación civil.
El acontecimiento fue bautizado Europride, lo cual distó de hacerme feliz. ¿Por qué en inglés?
Tratándose de una fiesta continental, habría tenido más sentido una
denominación multilingüe, o apoyada en el término –también él multilingüe– que
más identifica al movimiento. ¿Qué tenía de malo Eurogay? (*) El inglés no es el idioma mayoritario en Europa. Y,
aunque lo fuera, tampoco creo que resultara
ésta la ocasión más propicia para conceder a las opciones mayoritarias la
representación exclusiva del todo.
Quizá guiada
por esta problemática opción, la cantante Marta Sánchez, elegida como pregonera
de la fiesta, decidió emitir su perorata en inglés. En Madrid y en inglés.
Qué buena idea. Mucha gente se cabreó y abucheó a la pregonera, pero la culpa
no la tenía ella, que es así –todos la recordamos a bordo de la fragata Numancia, cantando muy feliz, cual nueva
Marylin, para los soldados españoles presentes en la primera Guerra del
Golfo–, sino los que la eligieron para
cumplir ese papel, del que ella dice que se siente muy orgullosa porque tiene,
según le he leído en una entrevista, «muchos amigos que son gays y muchas
amigas que son lesbianas, y son más amigos que muchos heterosexuales». Guau, qué chupi.
No sé por qué, pero la cuestión gay parece propicia a los malos entendidos lingüísticos.
Por ejemplo: no tiene demasiado sentido decir, como suele hacerse, «homosexuales
y lesbianas», porque el término homosexual
designa a las personas, hombres o mujeres, a las que atrae gente de su
mismo sexo. El prefijo «homo» no deriva del latín homo (hombre), sino del griego ὁμο, que significa «igual» (de ahí, por ejemplo,
«homónimo», «homogéneo», etc.). Por eso
mismo, resulta absurdo calificar de «homófoba» a la gente que siente repulsión
por las personas homosexuales, porque «homófobo», en rigor, significa «que odia
a sus iguales», cosa que no es imposible que exista, pero que en todo caso no
tiene demasiado que ver con el asunto de referencia.
Más de una vez he expuesto en voz alta y por escrito mi
actitud con respecto a la homosexualidad. Mi libro sobre el matrimonio (**) le dedica
un puñado de páginas. Suelo decir que, tal como funcionan mis vísceras –lo que
excluye cualquier pretensión de representatividad–, no veo por qué uno ha de
considerar que es homosexual o
heterosexual. Puede muy bien limitarse a constatar que está heterosexual u homosexual, según sea hombre o mujer la persona
que le atrae en la época por la que atraviesa. A mí no me atraen las mujeres. Me atraen algunas; más bien
pocas. Bien es cierto que hombres, todavía menos. Podría decirse que, más que a
heterosexual u homosexual, tiendo a poco sociable. Pero hubo in illo tempore un par de hombres que me
resultaron atractivos, y debo decir que los traté sin prejuicios, esto es, sin
ideas previas. Finalmente sólo he contraído matrimonio (siempre me ha hecho
gracia que el matrimonio se contraiga, como las enfermedades) con mujeres, pero
no creo que esa circunstancia haya venido determinada por mi mensaje genético.
Digo esto para explicar por qué no encaro las opciones
sexuales ni con orgullo ni con vergüenza. Me limito a constatarlas: a Kepa le
gusta Pedro; a Edurne, Nieves; a Andrea, la vasca, Andrea, el siciliano; a
Rosario, el de Milán, Rosario, la de Córdoba. Y qué. Tan ricamente. O tan malamente,
depende.
Lo que me parece fatal, intolerable, es que haya gente
que se empeñe en amargar la vida a Kepa porque le gusta Pedro y quiere vivir en
pareja con él, o que dé la espalda a Edurne porque está enamorada de Nieves y lo
demuestra cuando se le pone y donde se le pone.
En ese sentido, sí entiendo que se proclame el orgullo
gay. Del mismo modo que, si alguien te desprecia por tu origen nacional –digo, por poner un ejemplo–, está muy bien que lo reivindiques: «¡Claro que sí, y a
mucha honra!». Se responde así para dar en los morros al capullo
faltón, no porque se considere preferible ser de aquí o de allá.
Tampoco es preferible ser homosexual. Ni heterosexual. Lo preferible es que nos sea sencillo optar por lo que queremos
optar.
_____
(*) El término gay
llegó hasta nosotros no procedente del inglés, como mucha gente cree, sino
del occitano (gai, alegre), del que
pasó al catalán, al castellano, al francés, al portugués y, con el tiempo, al
inglés. El uso anglosajón de la palabra para referirse a la homosexualidad tuvo
un origen claramente eufemístico, similar al que por aquí se ha dado a veces al
adjetivo «alegre», como sinónimo de «licencioso» («persona de vida alegre»,
«viuda alegre», etc.)
(**) Javier Ortiz, De cómo
superar el matrimonio en quince días y vivir con la obsesión eternamente, Foca
Ediciones, Madrid, 2006. (No es por nada, pero sigue a la venta.)
Escrito por: ortiz.2007/07/01 05:00:00 GMT+2
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2007/06/30 08:55:00 GMT+2
Viernes 29, primera hora de la tarde. Operación Salida, según el tópico de la
Dirección General de Tráfico. El tránsito de coches por la N-I es intenso. Conduzco
con la firme pero relajada determinación de llegar al destino previsto, sin más
(cuando se pueda, cuando nos dejen). On
the road again, me pongo a tararear por enésima vez, recordando la vieja
canción de Willie Nelson.
Cuento con permiso de conducir desde hace 41 años. Y
bien usado: salvo situaciones de fuerza mayor (la cárcel, sin ir más lejos, y
perdón por el humor negro), nunca le he dado reposo.
Desde hace ya tiempo, me da que lo mejor que tengo
como conductor es mi capacidad para prever lo que los demás automovilistas se
disponen a hacer, incluidas sus pifias. He desarrollado un sexto sentido que se
basa en mi profunda fe en la capacidad de los humanos para cagarla, lo cual me
lleva a estar en guardia permanente frente a las posibles imprudencias y
despistes ajenos. Sé que eso no me inmuniza contra nada, pero me ha permitido
salir airoso de muchas situaciones problemáticas. Hasta ahora.
Frecuentador impenitente de la carretera y observador todavía
más impenitente de los avatares de nuestra especie animal, era inevitable que
me convirtiera con el paso de los años en un rumiador permanente de los
problemas del asfalto y de la siniestralidad viaria.
Ayer, según viajaba de Madrid a Santander por la
N-623 (la que atraviesa el puerto de El Escudo), tuve ocasión de repasar –y de
padecer en carne propia– algunos de esos problemas.
Un ejemplo: a estas alturas de la película, todavía es
necesario atravesar el núcleo urbano de Burgos para enfilar hacia Cantabria. (Tratar
de evitarlo tomando la vía de circunvalación para camiones es todavía peor. Se
pierde un cuarto de hora más). Antes de eso, hay que arreglárselas para no meterse
en un lío por culpa de la bifurcación provisional que separa a quienes siguen
por la N-I de quienes enfilan hacia Valladolid y Santander. Está muy mal
señalizada, lo que hace que algunos conductores se equivoquen y quieran
rectificar en los últimos metros, con el consiguiente peligro. Cierto que es una
situación provisional, pero se trata de una provisionalidad que dura ya un
montón de meses.
Otro ejemplo: a partir de ahí, desde Burgos y hasta
Torrelavega, es obligatorio circular por una calzada de doble dirección repleta
de curvas peligrosas, en las que adelantar a los camiones –autorizados a
circular por esa carretera por mucha Operación
Salida que haya– tiene no poco de aventura.
Además, la vía en cuestión pasa por la mitad misma de
varios pueblos nada deshabitados.
Son atavismos inaceptables, pero imposibles de evitar.
Peor todavía es tratar de acceder a Santander vía Bilbao en un día como el de
ayer, de ésos en los que media capital vizcaína se desplaza en caravana hacia
los territorios que ha colonizado en la costa de Cantabria. Tampoco mejoran las
cosas si uno se decide a hacer el rodeo por Aguilar de Campoo: son más kilómetros
y no muchas menos curvas.
O sea, que el
recorrido ofrece un amplio muestrario de nuestros problemas de circulación más
característicos: carreteras deficientes, trazados peligrosos, paso obligado por
núcleos urbanos, puntos negros…
Con todo, el viaje de ayer me reafirmó en la que viene
siendo desde hace años mi convicción principal con respecto a los problemas del
volante. El peligro mayor, con gran diferencia, estriba en que los vehículos
son conducidos por personas.
Dos ejemplos tomados de ésta mi última experiencia.
Los cuento rápido.
Primero. Voy adelantando a varios coches por la
autovía, a la altura de Lerma. Conduzco a 120 km./h. Varios turismos me
preceden. El que viene detrás, un magnífico Mercedes, se me pega al maletero y
me lanza insistentes destellos, exigiéndome que me aparte. Absurdo, porque
llevo a media docena de coches por delante. Le hago señas con la mano
reclamándole que mantenga la distancia de seguridad. Se me acerca aún más y me
proporciona una nueva ración de destellos, corregida y aumentada. En cuanto
puedo, me paso al carril derecho. Al pasar a mi lado, la conductora del
Mercedes, con aire enfurecido, me hace un aparatoso corte de mangas. Acto
seguido, pega un acelerón y sale disparada. A juzgar por el poco tiempo que
tarda en perderse en el horizonte, debía de ir a no menos de 200 por hora.
Segundo. Una hora después, más o menos. En un pequeño desvío,
allá por el Páramo de Masa, vemos un coche al borde de la carretera, con la parte
del conductor totalmente hundida, convertida en un amasijo de hierros informes.
Según todas las trazas, se trató de alguien que venía del pueblo al que lleva
el desvío y que entró en la carretera nacional sin mirar a ver si venía
alguien. Y venía. Y lo empotró bien empotrado.
Fue, a buen seguro, el último error que cometió en su
vida.
Conclusión: confiar la seguridad vial a la prudencia y
la pericia humanas es lo mismo que aceptar que no tiene solución. Porque en la
especie humana abunda la gente a la que, por resumir, podríamos llamar imbécil,
y cuenta también con una nutrida representación de gente que se distrae, o se
duerme, o es torpe, o irresoluta.
Un asunto que para funcionar bien requiere que las
personas no fallen es un asunto que nunca podrá funcionar bien.
Es así de sencillo. Y así de trágico.
Escrito por: ortiz.2007/06/30 08:55:00 GMT+2
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