Por acuerdo ya lejano de la profesión periodística española, hay tres días del año en los que los diarios no salen a la calle. Dos son 1: el día de Año Nuevo y el 1º de Mayo (nota: corrigen el dato en el primer comentario). El tercer día ronda por estas fechas, pero tiene una variable: hoy los periódicos no salen en ninguna parte, salvo en Cataluña; mañana saldrán en el conjunto del territorio estatal, salvo en Cataluña. Es por la fiesta de Sant Esteve (o San Esteban, según en qué idioma se hable), que es de rigor autonómico catalán.
En consideración a la mayoría del público lector, mi columna de Públicoaparecerá reproducida aquí mañana, aunque en Cataluña pueda ser leída hoy.
A mí, a título privado y como columnista, este baile de ausencias no me causa ningún problema, porque bailo yo también las columnas entre los dos días y ya está. Más problemática es la situación de quienes se dedican a la información, porque tienen que actualizar las noticias.
Los más veteranos (o sea, viejos) recordarán que en tiempos del franquismo había otro privilegio periodístico aún más curioso: los periodistas, en general, no trabajaban los domingos, salvo un puñado rotatorio, tomado del conjunto de los diarios existentes en cada plaza. Ese puñado de plumillas se las arreglaba para confeccionar los domingos un periódico de circunstancias, que se llamaba Hoja del Lunes, cuyo núcleo central lo componía la información deportiva (fútbol, al 90%). Algo así sólo era posible porque por aquel entonces se suponía, y no sin motivo, que todos los periódicos tenían la misma línea editorial: todos eran franquistas. No era demasiado complicado hacer un diario franquista más. Enterrado Franco, cada periódico empezó a mostrar sus querencias particulares. Creo que fue Pedro J. Ramírez, como director de Diario 16, el primero que se decidió a acudir también los lunes a los quioscos. Le siguieron todos los demás, con lo que las Hoja del Lunes provinciales hubieron de echar el cierre.
Por cierto que fue también Ramírez, en los inicios del diario El Mundo, el que trató de experimentar en España una fórmula foránea, tradición característica del Le Mondefrancés: sacar un solo periódico para el sábado y el domingo juntos. Fue un fracaso. Las tradiciones no se improvisan.
Bueno, pues mañana más.
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Post Scriptum.– Este año los dioses me han sido propicios en Nochebuena. Tras cumplir con el rito familiar de apagar la televisión y la radio en cuanto hizo acto de presencia el Borbón, cenamos sin bullicios ni alharacas, pocos y en armonía. Charo hizo un caldo de pescado que daba gloria catarlo, yo cociné una merluza en salsa verde y con almejas que, aunque me esté feo decirlo, quedó magnífica (gracias, sobre todo, a la merluza), tomamos algo de fruta y un poco de turrón, charlamos un rato… y nos fuimos rápidamente a la cama. ¡Bingo!
Hoy, que es el Día Nacional de la Suerte, se presenta una ocasión propicia para hacerse algunas preguntas. Me las formulo antes de que empiece a perpetrarse el sorteo de la lotería de Navidad, así que todavía no respiro por ninguna herida.
Me pregunto, para empezar, qué razones explican que el personal de este país conceda una importancia tan mítica a un sorteo de lotería que, en realidad, ofrece menos posibilidades de ganar que cualquier otro, según explican los expertos en estas cosas. Se ve que, aunque los premios son más sustanciosos, la probabilidad de que te toque la lotería en Navidad es más limitada que la que tienes en cualquier sorteo de fin de semana. Para mí que la fijación popular por este sorteo responde a algunos factores culturales: lo que tiene de señal de salida de las fiestas navideñas (lo mismo que para los donostiarras supone la feria de Santo Tomás, que fue ayer); la esperanza de ser no sólo agraciado, sino de pasar a formar parte de la mitología colectiva (no es lo mismo que se diga “Sí, parece que ése pilló un buen pellizco en un sorteo, allá por julio” que “¿No lo sabías? ¡A ese le tocó el gordo de Navidad!”); la costumbre que hay de socializar los décimos entre familiares, amigos y colegas recurriendo a las participaciones…
Otro asunto: el de eso que se llama suerte. ¿Existe? Ayer oí un reportaje radiofónico, de esos que se realizan “a pie de calle”, en el que la entrevistadora no logró encontrar a nadie que conociera personalmente a un beneficiado por alguno de los principales premios de la lotería de Navidad. Me hizo gracia, porque mi familia ha contado con dos, ambos ya fallecidos. Le tocó a mi abuelo paterno y le tocó también a mi hermano Carlos. Tuvieron esa suerte, pero no otras. Ignoro lo que pudo hacer con el dinero del premio mi abuelo, al que no traté (ni ganas: ni era un santo, ni de mi devoción), pero mi hermano lo empleó con generosidad y con sorprendente cordura, pero tuvo la mala fortuna de estrellarse con su coche un mal día cuando volvía de ver el ensayo de un grupo de teatro al que estaba ayudando.
Años después, tal día como hoy, regresaba yo en coche de madrugada a la casa en la que vivía por entonces, en Colmenar Viejo (Madrid), tras haber asistido a una de esas fiestas rituales de fin de año que celebran las redacciones de los periódicos. Me quedé dormido al volante. Salí de la carretera a 120 km/h por uno de los poquísimos sitios en los que esa vía se comunica con prados llanos y apacibles.
No me hice nada. El coche no sufrió ni un rasguño. “Me ha tocado la lotería”, pensé, mientras esperaba a que se me pasara el temblor de las piernas.
Hay distintas suertes. Algunos hemos tenido algunas, de género diverso y de diversa importancia. Lo mismo me pierde el conformismo, pero yo creo haber tenido muchas, buena parte de ellas en el terreno de las relaciones personales y amistosas, aunque también en las laborales y profesionales. Los he conocido que la tuvieron en un sorteo, y todo el mundo los envidió, pero luego la vida les dio la espalda lastimosamente.
Dicho lo cual, lo admito: si me toca algo en la lotería, ¡bien venido será!
Inicio de las vacaciones escolares. Dado que mi trabajo puedo hacerlo en cualquier lugar, siempre que tenga un ordenador y una conexión a Internet disponible, las vacaciones de Charo, mi compañera, que es enseñante, marcan en buena medida mi propio calendario de desplazamientos.
En Navidades solemos dividir su periodo vacante en dos partes: primero vamos hasta el Cantábrico, a visitar a su familia –a mí ya no me queda nadie en Donostia–, y luego descendemos al Mediterráneo, a pasar el fin de año al sol que se supone que más calienta.
El plan me parecería muy aceptable si no fuera por los kilómetros que hay de por medio: Madrid, Miranda de Ebro (con parada y fonda, que ahí sí me queda familia), Santander, Bilbao (me toca radio el domingo), otra vez Santander, Reinosa, otra vez Madrid, Alicante, de nuevo Madrid…
En tiempos, cuando fui joven, me encantaba ponerme al volante, y llevé muy a gusto coches destartalados durante miles de kilómetros por carreteras infernales. Ahora me disgusta no ya sólo conducir (Charo y yo nos turnamos, lo que representa un gran alivio), sino incluso ir en coche. Me siento incómodo, me cansan los atascos, me duele la espalda, temo a los demás automovilistas… Sin embargo, no tengo más remedio que recurrir al automóvil, porque nos desplazamos con un montón de accesorios y cachivaches, y además, en nuestra casa de Alicante, que está aislada de la civilización, sólo se puede vivir si se cuenta con coche.
Todos los años por estas fechas echo de menos el viejo servicio de Renfe, ahora ya casi extinguido (¿o lo está ya del todo?), que permitía al viajero cargar su coche en el tren, hacerse el viaje de noche durmiendo lo que pudiera en su litera o en su cama, llegar fresco al punto de destino, recoger allí el vehículo y usarlo tan sólo para los desplazamientos locales imprescindibles.
Lo recuerdo con verdadera añoranza –tal vez lo mitifico– porque me serví de él durante los años ochenta del pasado siglo en bastantes viajes de trabajo (que eran a gastos pagados, lo cual mejora mucho todo). Dejaba el coche, esperaba plácidamente la salida del tren leyendo algún libro, una vez que el tren arrancaba me iba al vagón restaurante a cenar algo y a hacer tiempo, me retiraba luego a la cama… y a dormir.
Hay gente que lleva mal dormir en los trenes. A mí su traquetreo me arrullaba. A la mañana siguiente me sentía exultante.
En fin, que sé que hoy inicio un periplo larguísimo de kilómetros y más kilómetros de asfalto y parece que tenía ganas de desahogarme.
Para mí que cada vez me explico peor. Creí haber dejado claro en mi columna que me parece de perlas que haya iraquíes que se enfrenten a Bush, lo pongan de vuelta y media y le tiren lo que sea. Siempre será poco, comparado con lo que Bush les ha tirado a ellos. Lo que critiqué es que algo así lo haga un periodista cuando se encuentra en misión informativa, ejerciendo su labor como receptor y difusor de noticias.
Determinadas profesiones llevan aparejados ciertos deberes específicos. Los periodistas, mientras realizamos nuestro trabajo, estamos obligados a respetar las formas y no emprenderla a hostias con nadie, por bellaco que sea. En correspondencia, las autoridades deben entender que no somos combatientes y abstenerse de dispararnos, como hicieron los soldados estadounidenses con José Couso.
Otras profesiones se ven en las mismas, o en parecidas. El médico de la Cruz Roja debe atender a los heridos, aunque sean oficiales del ejército enemigo y vengan de perpetrar un crimen de guerra. Si precisan de asistencia sanitaria, él debe proporcionársela: otros se ocuparán más tarde de juzgar los crímenes cometidos (o no, pero ésa ya no será su responsabilidad). Del mismo modo, el cura debe guardar el secreto de confesión, aunque un penitente le haya puesto al corriente de la peor infamia. Sobre eso no sólo hay una excelente película (Yo confieso, de Alfred Hitchcock, 1953), sino también un terrible suceso real del que tengo noticia: al final de la Guerra Civil, un cura español se enteró en confesión del lugar en el que se escondían algunos resistentes antifascistas y se chivó. Fueron fusilados. Entre ellos, el tío de un amigo mío.
Pues claro que me merece respeto un hombre que ha sido perseguido, detenido y torturado por sus ideas políticas. ¿Cómo podría ser de otro modo, si yo mismo he sido perseguido, detenido y torturado por las mías?
No obstante, cuando me ha tocado hacer labores informativas, he dejado mis vísceras aparte. Y me he tragado las ganas de darle un zapatazo a Fraga, y a Martín Villa, y a Aznar, y a bastantes más.
Uno de los rasgos distintivos que más me gustan de mi compañero de página en Público, Rafael Reig, es su abominación de lo obvio. Si escribe sobre algo, es porque cree que puede aportar un punto de vista diferente, un enfoque propio. Tras leer su columna diaria, podré estar más o menos de acuerdo con lo que opina; lo que nunca haré es bostezar, o dejarla a medias.
En los últimos días, algunos lectores me han mandado correos electrónicos para preguntarme por qué no he escrito nada en Público sobre ciertas noticias de mucho relumbrón: Esperanza Aguirre y sus prontos, Enrique Múgica y sus toros, Pedro Castro y sus tontos de los cojones, Moratinos y su Guantánamo, el de ERC y su Borbón, Fraga y sus colgables… Lo aclaro: no he escrito nada sobre esas noticias porque todo lo que se me ocurría argumentar sobre ellas me parecía obvio. (Dudé si hacerlo para señalar que, en contra de lo que ha dicho mucho tertulisto indignado, el alcalde de Getafe no afirmó que los votantes del PP sean tontos de los cojones, todos en masa, sino que entre los votantes del PP hay un montón de tontos de los cojones, que no es lo mismo. Pero renuncié a escribir sobre ello porque tampoco me apetecía dar la cara por alguien que cree saber en qué consiste ser tonto de los cojones, expresión de racial celtiberismo que me resulta francamente odiosa.)
Según mi modo de entender el género periodístico de opinión, hay dos tipos de columnistas: uno, amplísimamente mayoritario, lo integran quienes se dedican a contarte lo que ya antes (a veces la tira de años antes) ya habías pensado sin mayor esfuerzo, fuera para asumirlo o para descartarlo; el otro, muy reducido, lo forman quienes ponen empeño en aportar una visión distinta de la realidad o en valorar algún dato que ha pasado por la actualidad sin que se le hiciera el debido caso.
Cada cual es dueño de preferir a quien le ratifica en lo que ya había concluido por su cuenta, sin ninguna necesidad de apoyo externo, o de fijarse en quien le anima a considerar algunas ideas nuevas.
Ayer recibí un correo electrónico –los que me llegan a estos Apuntes trato de leerlos siempre que puedo– en el que un lector me reprochaba haber escrito que la frase “C’est pire qu’un crime; c’est une faute” (“Es peor que un crimen; es un error”) fue dicha por un diputado francés, porque –señalaba– fue pronunciada por Joseph Fouché.
No es bueno hacer afirmaciones categóricas cuando no nos hemos tomado el trabajo de contrastarlas a fondo. Yo no sé quién dijo realmente esa frase, porque no estuve presente en el acto –soy viejo, pero no tanto–, pero sí sé que no pocos historiadores aseguran haber accedido a testimonios de la época que permiten afirmar que el autor de la frase fue Antoine Boulay, diputado de la Meurthe. Como quiera que casi nadie sabía quién era el tal Boulay, ni siquiera entonces, y que al personal le encanta atribuir las frases rotundas a personajes famosos, se la encasquetaron a Fouché.
Me tomé en su día el trabajo (nada apasionante, todo sea dicho) de seguir el rastro de la frasecita de marras. Lo hice en 1975, cuando un diario francés la citó para referirse a los últimos fusilamientos del franquismo, y me topé con lo que acabo de contar.
Hace años, en uno de esos actos sociales que tanto odio (todo el mundo con una copa en la mano y picando canapés al vuelo), un reputado escritor y columnista me preguntó: “Y tú, Ortiz, ¿cuánto tardas en escribir una columna?”. “Depende. Un par de horas, más o menos, como media”, le respondí. “Ay, pues yo las liquido en no más de 20 minutos”, me replicó. Me fue imposible contenerme. “Se nota”, mascullé.
Reconozco que soy muy inseguro. Repaso cada dato que aporto, cada declaración que cito, cada palabra que me despierta dudas, cada fecha que menciono... Lo cual, como es lógico, me lleva bastante tiempo. Pese a todo, a veces la cago y meto patas de banco descomunales.
Pero trato de ser fiel a la recomendación que César Vallejo nos hizo en su maravilloso España, aparta de mí este cáliz: “¡Cuídate de ti misma!”, escribió.
Todo el esfuerzo que hagamos para desconfiar de nosotros mismos, de lo que creemos saber, de lo que damos por seguro, de nuestro propio aplomo, siempre será poco.
Me he referido hoy en mi columna de Públicoa los reiterados comentarios que han hecho los responsables policiales de Francia y España sobre lo muy “obsesionados” que estaban por las medidas de seguridad los dirigentes de ETA recién detenidos. Cada vez que les he oído decirlo, he pensado lo mismo: “¿Y qué? Estar obsesionado por algo no implica hacerlo mejor”.
Para lograr un objetivo dificultoso no basta con desearlo de manera obsesiva; se requieren ciertas dosis de inteligencia y de pericia. Y los detenidos en las últimas redadas no ha demostrado andar sobrados ni de lo uno ni de lo otro.
Me sorprendió –creo que ya lo comenté– que Garikoitz Aspiazu fuera tan torpe como para ir de aquí para allá en un coche robado, con matrícula de numeración imposible y sin guardaespaldas. Contando con documentaciones falsas, le podían haber comprado en cualquier rincón perdido de la UE un coche perfectamente legal y trasladárselo a Francia. O alquilarlo él. Téngase en cuenta que el uso de placas dobladas convierte en misión casi imposible salir airoso de un control de carreteras.
De la misma manera, desplazarse sin escolta supone un riesgo muy alto. En tiempos, los principales dirigentes del aparato de ETA no lo hacían.
Ahora cuentan que Aitzol Iriondo fue detenido cuando acudió a una cita que había sido establecida por Txeroki hace algún tiempo mediante un correo electrónico cifrado (pero descifrable). Desconfío por principio y por experiencia de las informaciones policiales, así que no doy nada por hecho, pero, de haber sucedido lo que dicen, me quedo de piedra. Hace un par de decenios, todos los miembros de ETA (*) que tenían relación con un miembro de la organización que resultaba detenido hacían cruz y raya con todo lo que el caído podía confesar o con lo que la policía podía encontrar en sus pertenencias. A nadie se le hubiera pasado jamás por la cabeza acudir a un encuentro fijado previamente por alguien que en el momento de la cita estaba bajo control de la policía.
Añadiré a eso que también me sorprende, y mucho, que Txeroki utilizara un programa comercial de encriptación del correo electrónico. Parece que usaba un buen programa, de los mejores, pero no hay ninguno que esté disponible en el mercado que no sea desmontable por equipos de informáticos como los que tienen a su disposición los estados francés y español. Hay sistemas de cifrado más viejos que la pana, laboriosos de utilizar pero dificilísimos de desentrañar. (No los describiré aquí porque son complejos y esto tampoco es un cursillo de técnicas de clandestinidad, pero existen.)
En fin, y por resumir: que lo mismo estaban obsesionados por su seguridad, pero no se les daba demasiado bien. __________ (*) Un lector me pregunta por qué no utilizo nunca el adjetivo etarra. Le sorprende. Le aclaro que no se trata de ninguna opción ideológica ni política; sólo lingüística. El sufijo utilizado para la formación de ese término sirve en euskara para indicar un origen geográfico (donostiarra, tolosarra, irundarra, etc.), pero no una adscripción política, ideológica u organizativa. De modo que eso de etarra más que una palabra es un palabro.
De toda la última entrega de la saga cinematográfica de Indiana Jones (tirando a floja, aunque Harrison Ford dé la reconfortante sensación de encontrarse a sus 66 años en buen estado de forma), lo que más me llamó la atención fue una frase que suelta no recuerdo quién, tal vez el propio Henry Jones Jr., como de pasada. Dice: “Hemos llegado a una edad en la que la vida no nos da cosas; nos las quita”.
Lo más probable es que la ocurrencia sea de Steven Spielberg, director y guionista de la película, que dentro de nada cumplirá los 62.
La gente más inquieta de nuestra generación, sea del país que sea, está perdiendo sus referencias vitales a pedazos. No sé si será ley de vida o ley de muerte, pero se le agolpan los desgarros.
Ayer murió Odetta, extraordinaria voz del folk, del soul y del blues, y destacada combatiente en pro de los derechos civiles en EE.UU. durante los años sesenta y setenta. Me recuerdo casi adolescente oyendo su poderosa voz en el tocadiscos que un amigo tenía en casa de sus padres. Veo la escena como si fuera ahora mismo: Odetta cantaba “Oh Freedom” y mi amigo dibujaba con mano experta un póster del Che Guevara en el que figuraba una de sus consignas más citadas: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”. Yo bromeaba diciendo: “Ya. Es que, si no participa en ninguna revolución, no es revolucionario”.
Odetta ha muerto –leo ahora– después de haber estado postrada en una silla de ruedas durante bastante tiempo.
Es verdad lo de la película de Indiana Jones. Alcanzada cierta edad, la vida ya no te aporta gran cosa. Es más lo que te quita.
No tuve trato personal con Mikel Laboa. Me lo presentó hace muchos años en la Parte Vieja donostiarra mi hermano Josemari, que sí mantenía una buena amistad con él, pero fue una conversación breve y de circunstancias.
Sin embargo, su música ha ocupado un lugar importante en mi vida. Fue de su mano, de su guitarra y de su voz, cómo accedí en mi primera juventud al conocimiento de muchas canciones tradicionales vascas, lo que modeló en no poca medida mi gusto musical.
Luego he seguido con interés sus innovaciones poéticas y musicales, algunas francamente audaces, siempre inteligentes.
Mikel Laboa, patriarca de la canción vasca de autor, murió en la madrugada de ayer. Hace tiempo que arrastraba una salud precaria. La última vez que lo vi, a distancia, a raíz del estreno de La pelota vascade Julio Medem, hace cinco años, lo encontré bastante deteriorado.
Como homenaje a su obra, se me ha ocurrido meter esta canción popular (rural, probablemente de caserío), que grabó en los años sesenta, dentro de su trabajo de recuperador de la música tradicional. La letra, llena de referencias religiosas, es sin embargo de una ternura muy especial, para mí conmovedora. La grabación es bastante tosca y el disco tiene mucho ruido de surco gastado, pero creo que vale la pena.
Ollarra kukurruka etxean da ari Dagoneko amatxo otoitzez Jaunari bi eskuak ikaran so kurutzeari; Jaunak beira dezaion egun berriari!
Igandean ederrik, iduri panpiña, ziñez esan liteke:"Orra Erregiña" Begia irriz dago, orobat ezpaña: Oi, zer atso polita, Jainkoak egiña!
Intxaur, piko, gaztanak, zarete aunditu, zuen landatzaillea da aldiz xahartu; ainitz neguetako alurra gelditu, eta ille urdiñak zaizkio txuritu.
Traducción al castellano:
El gallo canta en la casa. Para entonces ya esta rezando mamá al Señor con las dos manos temblorosas y mirando a la cruz, para que el Señor contemple el nuevo día.
El domingo, tan hermosa, parece una muñeca. Se puede decir de veras: "Ahí va la reina". Sus ojos sonríen, también sus labios. ¡Oh, qué vieja tan bella por Dios hecha!
Nogales, higueras, castaños: habéis crecido. En cambio, la que os plantó ha envejecido. Con las nieves de tantos inviernos, su pelo anciano se ha vuelto blanco.
La versión de Laboa tiene un par de estrofas más, pero no las he encontrado y no me atrevo a tomarlas de oído.
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JOAN BAPTISTA HUMET
El pasado domingo murió también, tras año y pico de arrastrar un cáncer de estómago, el cantautor valenciano Joan Baptista Humet, de obra permanentemente bilingüe, muy personal y difícilmente clasificable, pero en todo caso meritoria y de gran dignidad. No seguí su trayectoria, pero hay una canción suya, Clara, dedicada a una chavala arruinada por la adicción al caballo, que me ha perseguido desde comienzos de los 80 y que me vuelve una y otra vez a la memoria de manera obsesiva. En mi opinión, una de las mejores canciones de aquellos años.
CLARA
Clara, distinta Clara, Extraña entre su gente, Mirada ausente, Clara, a la deriva, No tuvo suerte al elegir La puerta de salida Clara, abandonada En brazos de otra soledad
Esperando hacer amigos Por la nieve Al abrigo de otra lucidez Descubriendo mundos Donde nunca llueve Escapando una y otra vez, Achicando penas para navegar, Estrellas negras vieron por sus venas Y nadie quiso preguntar
Clara se vio atrapada Abandonó el trabajo Se vino abajo Clara, languidecida Perdida en un camino De ansiedades y ambrosías Clara no dijo nada Y un día desapareció
Recorriendo aceras Dicen que la vieron Ajustando el paso a los demás Intentando cualquier cosa por dinero Para hincarse fuego una vez más Esa madrugada Clara naufragó Tenía mar de miedo en la mirada Las ropas empapadas Y el suelo por almohada Y lentamente amaneció.
Me fastidia no poder estar a todas. Cada mañana tomo nota de tres o cuatro noticias que me sugieren algún comentario, pero a menudo se trata de hechos muy perecederos, sobre los que no tiene sentido escribir al cabo de varios días, porque ya están, como se suele decir en periodismo, “amortizados”.
Hoy me ha sucedido algo así cuando he leído las declaraciones de Soraya Sáenz de Santamaría, portavoz del PP en el Congreso, que ha dicho que, de no haber sido por el PP, “ahora los carteles de las gasolineras estarían en ruso”.
“¡Fascinante!”, que diría el doctor Spock.
La dificultad de responder a una afirmación así estriba en que uno no sabe por dónde empezar. Las réplicas se agolpan.
En primer lugar, Sáenz de Santamaría da por supuesto que la compra de acciones de Repsol YPF por Lukoil está ya descartada, lo que, a juzgar por las informaciones de la prensa de hoy mismo, dista de ser así.
En segundo lugar, da por hecho que, si ese negocio se ha paralizado (que no), es por la intervención del PP, lo cual es manifiestamente incierto, porque las dificultades con las que se ha topado son de solvencia financiera, no de insolvencia política.
En tercer lugar, es una memez imaginar que Lukoil, de convertirse en accionista minoritaria de Repsol YPF, iba a estar en condiciones de gobernar la empresa a su antojo, sobre todo después de que se comprometiera públicamente a dejar en manos españolas la dirección de la firma.
En cuarto lugar, en todavía más memo dar por hecho que Lukoil utilizaría ese poder para poner los carteles de las gasolineras en caracteres cirílicos, absurda decisión que causaría un caos comercial de mil pares, tan ridículo como el que ha suscitado la orden del Gobierno del PP valenciano de que se imparta la asignatura de Educación para la Ciudadanía en inglés.
Sáenz de Santamaría debe de pensar que el personal español, así sea de derechas, o incluso muy de derechas, es incapaz de raciocinio. Si no, no se atrevería a salir a la palestra con argumentos tan burdos.
Lo que mueve a pensar que tal vez quien tenga ciertas dificultades para el raciocinio sea ella.
Javier Ortiz publicó sus "Apuntes del Natural" todos los días desde julio de 2003 a septiembre de 2007. Antes de eso, y desde julio de 2000, hizo lo mismo con su "Diario de un resentido social". Desde octubre de 2008, con el "Dedo en la llaga" diario en Público, alimentó esta sección de "Apuntes" de manera algo menos sistemática hasta su fallecimiento.