2008/01/27 07:00:00 GMT+1
Me contaron que las pandillas más cutres y tiradas de algunas barriadas madrileñas, allá por los años ochenta, en los peores años de la adicción a la heroína, cuando asaltaban a una mujer por la noche y descubrían que la pobre no llevaba dinero, la penalizaban obligándola a hacer una elección terrible: “pinchazo o pellizco”. Si elegía “pinchazo”, le clavaban una navaja. Si optaba por “pellizco”, sacaban unos alicates y le machacaban un pezón.
Su ferocidad no era exclusivamente sádica. Querían que corriera la voz de que ése era el castigo por ir sin dinero, para asegurarse de que todas las viandantes nocturnas pusieran mucho cuidado en llevar siempre un par de miles de pesetas, como poco.
Mi entusiasmo por la política que está poniendo en práctica el Gobierno de Zapatero y la que amenaza con hacer suya si vence en las elecciones de marzo es tan perfectamente descriptible que ayer estuve tentado de hacer en mi columna de Público una comparación caricaturesca, de trazo muy grueso, y presentar el bipartidismo cada vez más descarado que se nos viene encima como una elección semejante a la de “pinchazo o pellizco”. Pero una descripción tan dura de la situación, que prescinde de tantos matices, sólo tiene sentido hacerla ante un público que mayoritariamente puede entender qué clase de denuncia tratas de formular.
Viene a ser como cuando en las conferencias que doy sobre la situación de la Prensa en España afirmo que, vistas las cosas desde cierto nivel de abstracción, El Mundo y El País son el mismo periódico. No lo digo ahora: lo decía también cuando era subdirector de El Mundo. Eso, explicado ante públicos con una cierta preparación político-ideológica y alimentados con un buen ánimo crítico, tiene sentido. Si lo dijera por televisión, en cambio, la inmensa mayoría de la audiencia daría por hecho que estoy como una regadera. “¿El Mundo y El País, lo mismo? ¡Vamos, hombre!”. Pero, cualquiera que examine desprejuiciadamente las grandes opciones ideológicas de los dos periódicos, a fecha de hoy, verá que las diferencias son mínimas. Ambos defienden las mismas alternativas económicas, ambos son atlantistas y partidarios de la estrategia global de Washington (aunque disientan en algunos asuntos menores), ambos sostienen el actual modelo de la UE, ambos se oponen a que se replantee el sistema de organización territorial del Estado, ambos son hostiles a los nacionalismos que llaman “periféricos”…
Es cierto que cada uno sostiene esas alternativas a su modo, con más o menos sal gruesa, según los casos. Es igualmente cierto que hay determinadas materias, algunas de cierta importancia, en las que disienten. Y es ciertísimo, desde luego, que sus intereses empresariales se dan de patadas. Pero, vistos desde la perspectiva de quien disiente del actual orden social, tanto local como internacional, ambos diarios aparecen situados en la misma trinchera, defendiendo lo mismo.
Es una visión de la realidad que no cabe soltar de sopetón ante gente que no parte de una buena colección de sobreentendidos previamente establecidos y compartidos con quien habla o escribe. Pero tampoco eso es tan grave. Se trabaja más poco a poco –más minuciosamente, en cierto modo–, pero se trabaja. Eso sin contar con que muchas veces resulta muy útil reexaminar los sobreentendidos.
Porque no hay tampoco que descartar la posibilidad de que a veces estemos dando demasiadas cosas por sobreentendidas.
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Hoy he incluido como anejo un texto que no voy a calificar, primero porque no lo precisa y segundo porque no sabría en qué categoría clasificarlo. Se refiere a la entrega de los Premios “Españoles Ejemplares”.
Escrito por: ortiz.2008/01/27 07:00:00 GMT+1
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2008/01/26 06:10:00 GMT+1
Hay una parte de mis lectores, casi toda procedente de Público –es decir, que me lee desde hace poco–, que no lleva nada bien que de vez en cuando me distancie de los asuntos de la política profesional y escriba lo que son más propiamente apuntes del natural, es decir, observaciones sobre cosas de la vida cotidiana que, por lo que sea, me suscitan una idea, no necesariamente muy trascendental, pero que me apetece compartir, por si puede sugerir a alguien algo que no se le hubiera ocurrido antes o que hubiera pasado por alto sin detenerse a buscarle la trastienda, como observamos todos a menudo tantas cosas.
Alguno me torció el gesto hace unos días porque escribí sobre las invasiones telefónicas, es decir, sobre las llamadas con las que nos bombardean a diario en nuestro teléfono particular para encuestarnos o vendernos lo que sea. Me temo que es gente que querría de mí que fuera un tipo “monográfico, lineal y exhaustivo”, como decía un buen amigo de juventud. Pero trato de no ser así y de ampliar el ángulo de mi visión de la vida.
Bien, pues supongo que ese sector de lectores hoy se me molestará todavía más, porque voy a hablar sobre los euroconectores, adminículos que ya me hago cargo que no son de una trascendencia decisiva para la organización social y que seguramente no tendrán ningún papel clave en las elecciones generales de marzo, pero que tienen lo suyo.
Para que un euroconector funcione debidamente se requieren diversas condiciones. La primera es que tenga bien hechas las soldaduras internas, cosa que no siempre ocurre (y que cuando no ocurre puede hacernos perder un montón de tiempo hasta que detectamos el problema). La segunda es que la entrada o entradas de nuestro aparato estén en condiciones idóneas. Que sus ranuras, por ejemplo, no hayan ido cogiendo cierta holgura con el tiempo. La tercera es que el propio euroconector no se deje arrastrar por el principio de la gravitación universal, que tiende a sacarlo de su sitio por efecto del peso del propio cable.
Por lo general, ninguno de esos problemas me amargan demasiado la vida, porque tengo una cierta maña en materias eléctricas y electrónicas, con lo que, cuando se me presenta alguna dificultad de este tipo, no suelo tardar demasiado en localizarla y ponerle remedio. Ayer, sin ir más lejos, me encontré cuando llegué a casa con que no se oía el televisor. El equipo al que está asociado (descodificadores de satélite, DVD y vídeo) comporta una auténtica maraña de cables, entre los cuales hay ocho euroconectores. Repasé el conjunto y no tardé en darme cuenta de que uno de los euroconectores se había aflojado, con lo que la patilla de audio hacia mal contacto. Lo puse bien y a correr. Pero me quedé un tanto pensativo mirando aquel lío de cables cual Hamlet la calavera de Yorick. Le dije a mi mujer: “Imagínate una pobre viejecita a la que le han instalado un aparataje de este estilo, que le parece un perfecto misterio, y que de repente comprueba que no le funciona la tele. ¡Tiene que llamar a un técnico sólo para que vaya a ajustar un cable! ¿Y tú sabes lo que cobran esas empresas nada más que por el desplazamiento? Bastaría con que los euroconectores llevaran unas patillas de fijación. Unos alambricos de nada que les impidieran aflojarse por su cuenta.”
A lo que mi mujer me respondió: “Primero: no hace falta para nada ser viejecita. Yo misma no tengo ni idea del follón de cables que tienes ahí detrás. Si estuviera sola y algo de eso se estropeara, tendría que llamar a un técnico. Y, en segundo lugar, si las cosas las fabricaran pensando en hacer todo lo posible para que no fallen, ¿cómo se las arreglarían los fabricantes y los servicios técnicos para sacarnos los cuartos?”
Me pareció un razonamiento irrefutable. La conclusión es obvia: los euroconectores –también los euroconectores– están mal concebidos a propósito.
Escrito por: ortiz.2008/01/26 06:10:00 GMT+1
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2008/01/25 07:45:00 GMT+1
En víspera de las anteriores elecciones generales, Rodríguez Zapatero jugó a rivalizar con el PP en materia de intransigencia con respecto a los asuntos vascos. Fue el patrocinador de la Ley de Partido(s), invitó al Gobierno de Aznar a sellar acuerdos supuestamente antiterroristas pero que hablaban más del nacionalismo institucionalizado que de ETA, apostó por la confrontación con la Mesa del Parlamento vasco, llegó a presumir de que él no se hablaba con el presidente del PNV…
En un encuentro que tuve con uno de los asesores del entonces candidato socialista a la Presidencia del Gobierno (creo que ya me he referido a ese diálogo en alguna otra ocasión), le hablé de la preocupación que me producía ese escaparate tan chirriante que habían compuesto de cara a la galería, que podía volverse en su contra si el PSOE vencía en las elecciones y su secretario general, elegido presidente del Gobierno, asumía la conveniencia de una línea de acción menos próxima del PP y más propicia a la distensión con la mayoría política vasca.
El fiel de Zapatero me contestó, más o menos: “Es lo que hay que hacer para ganar las elecciones. Una vez ganadas, hará lo que considere necesario”.
¿Le salió bien? Durante unos meses llegué a pensar que tal vez sí, que podía dar ese giro sin demasiado coste. Pero fue que no. Y una de las razones por las que acabó siendo que no (una entre las bastantes) fue precisamente el estado de opinión que él mismo había jaleado en los meses previos a las elecciones.
Ahora está en las mismas: apoya las condenas del sumario 18/98, algunas de ellas sencillamente aberrantes; propicia la ilegalización de ANV y EHAK (medida para la que hay en este momento los mismos argumentos o la misma carencia de argumentos que hace dos años); favorece que los jueces y fiscales trabajen a tope, otra vez los pro-PP y los pro-PSOE en alegre comparsa, en las más variopintas iniciativas; rescata a José Bono, enseña bicolor en ristre y bajo palio, cada vez más convertido en caricatura de sí mismo; muestra su hondo respeto por los juegos jurídico-florales con los que el Supremo trata de justificar la condena de los miembros de la Mesa del Parlamento vasco…
Ya está otra vez Zapatero, como hace cuatro años, tratando de demostrar a “los buenos españoles”, enamorados de la Patria imperecedera, que no tienen por qué inquietarse, porque él se encargará de poner en su sitio a toda esa caterva de “periféricos” (porque los catalanes también se llevan su ración) que juegan a insumisos.
Y viva el Rey, claro.
Siempre habrá quien piense que eso, desde luego, no es grandioso, pero que tampoco está tan mal, habida cuenta de la alternativa.
Es un punto de vista. No es el mío. Pero todavía quedan algunas semanas para hablar de ello.
Escrito por: ortiz.2008/01/25 07:45:00 GMT+1
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2008/01/24 06:50:00 GMT+1
Hoy al mediodía me toca presentar el libro de Alfredo Grimaldos “Zaplana, el brazo incorrupto del PP”. Será en un acto en el que intervendrán también –y principalmente– el propio autor y Jesús Ramírez, vicepresidente de la Asociación 11-M, que por lo que parece es buen conocedor del personaje.
Como la gran mayoría de vosotros no podrá acudir al acto, copio a continuación el texto de la que será mi intervención. Es relativamente larga (algo así como un cuarto de hora, según mis cálculos).
Si habéis comprado ya el libro o pensáis comprarlo, os aviso de que la segunda mitad de mi exordio (a partir del punto en que lo anuncio) se corresponde con lo que escribí para el prefacio, así que podéis prescindir de leerlo aquí y reservaros para la versión en papel, si preferís.
En todo caso, esto es lo que diré:
PRESENTACIÓN DEL LIBRO “ZAPLANA, EL BRAZO INCORRUPTO DEL PP”,DE ALFREDRO GRIMALDOS, EL 24 DE ENERO DE 2008, EN MADRID
Estoy aquí en una triple cualidad, ya que no calidad.
En primer lugar, como director de la colección Foca, del grupo Akal, que ha editado este libro.
En segundo término, como prologuista de la obra, labor que hice a petición del autor, y muy a gusto.
Y en tercer lugar (aunque no en último, ni mucho menos) como amigo de Alfredo Grimaldos, al que tengo desde hace muchos años en alto aprecio, como periodista, como crítico musical y como persona.
Voy a tratar de no extenderme demasiado, por más que ésa no sea una de mis especialidades.
Lo primero que tengo interés en comentar es que este libro ha sido objeto de una muy particular persecución. No seré yo quien asigne a El Quijote lo del “ladran, luego cabalgamos” (frase que, por más empeño que he puesto, jamás he encontrado en la celebérrima obra de Cervantes), pero sí podría recurrir a otra cita algo más de andar por casa (y ésta sí, comprobada): “el que se pica, ajos come”.
Don Eduardo Zaplana, caballero no muy andante, paladín de las Tierras Míticas, se ha movido todo lo que ha podido y un poco más para que este libro no esté en los estantes de algunos grandes almacenes que, Opus Dei mediante, profesan pleitesía a su partido y a su persona.
Quisiera decir un par de cosas sobre esos grandes almacenes, que no tengo ningún inconveniente en identificar: hablo de El Corte Inglés.
No sé si se habrán fijado ustedes en que la casi totalidad de los grandes periódicos españoles llevan todos los días una página entera de publicidad de esa gran empresa. Si prestan ustedes atención al contenido de sus anuncios, que puedo asegurarles que le salen carísimos, verán que casi nunca anuncian nada. Dicen cosas tan apasionantes como que están de rebajas (cuando todo el mundo está de rebajas), o que ya es primavera (aunque todavía no sea primavera).
La razón fundamental por la cual esos grandes almacenes se gastan un pastón en anuncios tan triviales (que no sólo salen en los periódicos, sino también en todas las radios, las televisiones, las revistas, etc.) es porque, gracias a esa onerosísima cartera de publicidad, tienen cogidos a todos los medios importantes por salva sea la parte.
Hace escasas semanas hablé con un muy alto responsable de un importante periódico y le conté que El Corte Inglés había decidido no vender el libro de Grimaldos. Que lo estaba boicoteando, sin más. “¡Acojonante!”, me dijo. “¡Hay que sacar algo sobre eso!”
A lo peor es que soy muy mal lector, pero me da que ese periódico no ha dicho ni pío sobre el asunto. ¿Por qué? No lo sé, pero me atrevo a aventurarlo: porque fue convenientemente informado del dineral que podría perder si esos grandes almacenes se le cabreaban y le declararan la guerra.
Quizá algunos de ustedes sepan que fui durante muchos años subdirector del diario El Mundo y jefe de su sección de Opinión, de la que acabé dimitiendo por razones de escandalosa incompatibilidad ideológica. Podría escribir decenas de páginas sobre cómo algunos grandes anunciantes se creen con derecho a interferir en la línea editorial de los medios. ¿Y cómo se creen con ese derecho? Por una buena razón: porque los propietarios de los medios se lo reconocen. ¿Se piensan ustedes que Endesa, o Iberdrola, o el Banco Santander, o el BBVA, o Repsol, o Caja Madrid, o Renault, o la Fiat, patrocinan carísimos coleccionables porque se les cae la baba por las 100 películas del siglo XX, o porque no pueden reprimir su pasión por los grandes museos del mundo, o porque están enamorados de la vajilla de Chillida, el célebre vendepeines de los vientos, o porque quieren compartir con las masas populares la belleza de los cubiertos de Mariscal?
Pagan para tener contrapartidas en forma de noticias bien sazonadas y de editoriales amables. Y para que no se publique lo que no les conviene que se publique.
Hasta para presentar un libro impertinente puede haber problemas. Hoy estamos aquí –y quiero agradecer muy sinceramente la hospitalidad de la Asociación de la Prensa de Madrid, de la que, dicho sea de paso, no formo parte– porque en el lugar donde habitualmente presentamos nuestros libros decidieron, en este caso, precisamente en este caso, ponerse bordes y plantearnos exigencias absurdas, que nos obligaron a mandarles a freír espárragos.
La vida está muy complicada. Créanme.
Hechas estas precisiones iniciales, que he creído de rigor, aprovecharé la ocasión para recordar lo que ya escribí para el prólogo del libro, y así, cuando ustedes lo compren (cosa que deben hacer sin falta, porque es bueno), se habrán ahorrado parte del trabajo.
Recordé para la ocasión mi vieja tesis según la cual la principal virtud que debe adornar a un buen estafador es la de parecer un hombre honrado. Más que nada porque difícilmente puede ser un buen estafador alguien que tiene aspecto de estafador.
Es un razonamiento que tiene su peso, sin duda, pero que he acabado por matizar. La experiencia me ha demostrado que tiene excepciones.
Eduardo Zaplana es una.
Zaplana tiene un llamativo aspecto de estafador, dicho sea en términos políticos, sin referencias directas al Código Penal.
Sólo he hablado con él una vez, en un supuesto desayuno de trabajo, pero en aquella hora escasa se mostró tan transparente y unidimensional que no me dejó espacio para la duda. Deduje, porque no me dejó más remedio, que es un hombre extremadamente ambicioso y carente de escrúpulos. Un arribista en estado casi químicamente puro. Exhibía –y sigue exhibiendo– una sonrisa permanente de perfecto descreído, típica de la gente a la que le da igual dos que veinte, siempre que los veinte acaben en su bolsillo. Aparte de eso, tiene un porte de nuevo rico que no suscita mucha confianza, precisamente.
Uno ve cómo se desenvuelve por la vida Rodrigo Rato, con la camisa medio salida y la corbata mal colocada, y se da cuenta inmediatamente de que el dinero le ha sobrado desde la cuna. Uno ve a Eduardo Zaplana tan puesto, tan almidonado, y piensa de inmediato que es un individuo que ha tenido que servirse demasiado de los codos para subir hasta la cumbre.
A lo largo de los últimos 20 años he estudiado a los políticos españoles menos escrupulosos con un interés en parte periodístico, en parte antropológico.
Los he clasificado en diversos géneros, del que el PP ofrece un buen muestrario. (El PSOE también, pero eso podemos dejarlo para otro día, tal vez próximo.)
Tenemos el modelo José María Aznar, funcionarial donde los haya. En cierta ocasión traté de explicarle a Federico Jiménez Losantos que Aznar es un trasunto cutre de Stalin, nacido en otro ambiente y otra época, pero de singular similitud psicológica. Para mí que no me entendió, a juzgar por su airada respuesta. Pero lo tengo más que claro, entre otras cosas porque dediqué varios años de mi vida a estudiar la peripecia vital y la obra de Josif Visiaronvich Djugashvili, alias Koba, alias Stalin. El georgiano era un bajito acomplejado (como Aznar), machista y amigo de los chistes zafios sobre mujeres (como Aznar), aficionado al vino (como Aznar), resentido con los intelectuales y los oradores brillantes (como Aznar), desconfiado y reservado (como Aznar) y muy hábil en el juego sucio de pasillos (como Aznar).
Por fortuna, nos ha tocado vivir en un tiempo y un país en el que los destierros en Siberia no se llevan, por razones históricas y geográficas, que, si no, a saber desde dónde escribiríamos unos cuantos.
Otro modelo de dirigente del PP es el que aporta Ángel Acebes. Acebes es un Tomás de Torquemada de nuestro tiempo, no demasiado actualizado, a decir verdad. Exhibe una determinación sectaria que resulta francamente inquietante. Fanáticos hay en muchos partidos, pero pocos de perfil tan unívoco y decidido. Para mí que resulta un activo electoral extraordinario, pero para el PSOE. Supongo que debe de haber cientos de miles de votantes dispuestos a tragar carros y carretas con tal de impedir que este hombre, que se crece con los años, llegue al Gobierno.
Tenemos luego el arquetipo de Alberto Ruiz Gallardón, tan pulcro, tan aparentemente moderado y tan transversal, que le dicen ahora. A mí me asusta como el que más, pero parece que al gran público no. Los especialistas en prospectiva electoral del propio PP consideran que su estilo es el que tiene más porvenir. Lo razonan así: «La derecha de aspecto puro y duro, como el de Esperanza Aguirre, tiene más apoyos en Madrid, pero suscita un fuerte rechazo en otras zonas con fuerte incidencia electoral. No será nunca una buena candidata a la Presidencia del Gobierno. Gallardón, en cambio, puede llegar a serlo.»
Como recoge Alfredo Grimaldos en este libro, Alberto Ruiz Gallardón llegó a recomendar a la dirección de su partido que marginara a Eduardo Zaplana, a la vista del resultado de las investigaciones internas sobre el llamado caso Naseiro que el hoy todavía alcalde de Madrid coordinó. No tuvo éxito. Y no lo tuvo porque, más allá del inconfundible aspecto de «relación peligrosa» que tiene el cartagenero, es un conseguidor nato. Le rodea una amplísima cohorte de estómagos agradecidos.
Él ha funcionado así desde que empezó a despuntar en política y a manejar fondos públicos: no es que beneficie sistemáticamente a sus fieles; es que se gana fieles y más fieles a base de beneficiarlos sistemáticamente. Cada vez que ha encontrado un obstáculo, ha tirado de la chequera. No de la suya personal, que en sus orígenes políticos estaba en blanco, sino de la de las sucesivas administraciones por las que ha pasado.
Zaplana es otro género de político español muy típico. Tiene tan claros sus objetivos personales como nebulosos sus postulados ideológicos. Está en la dirección del PP porque las cosas le vinieron dadas de una determinada manera, pero podría haber llegado a hacer carrera en el PSOE (o al menos a intentarlo) si se le hubieran presentado de otra forma. Del mismo modo que siendo murciano se travistió de valenciano para hacer carrera (sin ni siquiera esforzarse por aprender la lengua autóctona, pese a haber prometido que lo haría), de político ha ido deambulando entre unas premisas y otras con total desenvoltura, según las conveniencias del momento. Es el perfecto representante de la broma que gastaba Groucho Marx: «Estos son mis principios pero, si no le gustan, tengo otros».
Él lo que tiene es que reparte. Y eso cae muy bien entre los beneficiarios.
El trabajo que ha hecho Alfredo Grimaldos en este libro responde punto por punto a las premisas de aquello que en tiempos llamábamos «periodismo de investigación».
Ahora el supuesto «periodismo de investigación» consiste en que tal ministro, este subsecretario o aquel otro director general telefonea a un periodista amigo y le filtra tales o cuales documentos, que el otro publica con gran alharaca, como si se hubiera roto los cuernos para conseguirlos, cuando lo que está haciendo es funcionar como una extensión del gabinete de prensa de su benefactor.
Lo de Grimaldos se sitúa en las antípodas. El autor de este libro, aquí de cuerpo presente, ha invertido muchos meses en hacerse con la documentación adecuada y en perseguir las fuentes con una tenacidad casi detectivesca, obteniendo a menudo la información con sacacorchos, al modo en que se practicaba el periodismo de investigación antes de que el gremio del que ambos formamos parte se convirtiera en otra variante más del funcionariado.
Eso es meritorio. Pero no lo es menos que haya acertado a contarnos todo lo mucho que ha conseguido averiguar sobre la tragicómica peripecia vital de Eduardo Zaplana con un estilo ágil, ameno y claro, que hace que este libro no sólo se pueda leer de un tirón, sino que sea casi inevitable leerlo de un tirón.
Zaplana es cualquier cosa menos un personaje histórico. Pero el relato de su singular biografía nos conduce por los subterráneos de la España pícara, sin cuyo conocimiento es imposible entender el funcionamiento de la España eterna.
Descendidos a ese oscuro submundo, comprobarán ustedes que Alfredo Grimaldos les sirve de guía certero. Créanme.
Muchas gracias.
Escrito por: ortiz.2008/01/24 06:50:00 GMT+1
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2008/01/23 07:55:00 GMT+1
Llego a los 60 cumpliendo a conciencia la consigna de Ángel González, que siempre he hecho mía: “Sin esperanza, con convencimiento”.
A veces tengo ráfagas de esperanza y me ilusiono con algo que sucede, pero la realidad, implacable, no tarda en devolverme al suelo.
Ayer fue otro día malo, de esos que me demuestran que nada exterior compensa. (Exterior, digo: lo interior –mi gente, mis amigos, la poca familia que tengo por tal– sigue a pie firme.)
Cuando era crío y los jesuitas trataban de aleccionarme, me hacían estudiar un catecismo (¿el del padre Astete?) que incluía una pregunta y una respuesta que me parecían geniales. No estoy seguro de recordarlas con total exactitud, pero eran algo así como:
«PREGUNTA.– ¿Qué debe contestar el cristiano cuando le preguntan sobre materias de fe y de costumbres?
RESPUESTA.– A mí no me preguntéis, que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.»
Me da que allá por los 11 o 12 años yo ya debía de ser bastante cabroncete, porque me aferré a esa respuesta, que me pareció verdaderamente multiusos, y recurría a ella fuera lo que fuera lo que me preguntaran en la clase de Religión. «A ver, Ortiz, las virtudes teologales». Y Ortiz: «A mí no me preguntéis que soy ignorante. Doctores tiene…», etc. Los compañeros se lo pasaban en grande. Los curas, no.
Bien, pues ahora que ya he llegado a los 60, me he inventado otra respuesta del mismo género, que me parece que voy a utilizar hasta la saciedad cada vez que me pregunten por los asuntos de mi detestable y detestada profesión. «¿Qué opinas de tal fichaje?», «¿Cómo catalogas a aquel?», «¿Te parece normal que…?», «Pero, ¿no fardaba ése de ser de izquierdas?», etc.
Respuesta universal: «Me faltan cinco años para jubilarme. Sólo aspiro a pasarlos sin que me laminen del todo. Alcanzado los 65, si para entonces no me he muerto y todavía existe eso llamado jubilación… ya veremos.»
__________________
Nota.– En mi Apunte de ayer no pude incluir la versión original de Four Strong Winds (la de sus autores) porque no la encontraba. Anoche la hallé por fin, de modo que he corregido el enlace para que quepa oírla. Digo, por si algún otro tiene las mismas manías de coleccionista que yo. Que regrese al Apunte de ayer y la encontrará.
Escrito por: ortiz.2008/01/23 07:55:00 GMT+1
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2008/01/22 05:30:00 GMT+1
Vi en su momento, a finales de 2006, el filme-documental Heart of Gold, dirigido por Jonathan Demme (cineasta famoso sobre todo por su aclamado El silencio de los corderos). Heart of Gold sintetizaba con mimo y con particular buen gusto un par de conciertos ofrecidos por Neil Young en el Ryman Auditorium de Nashville. Si no recuerdo mal, Young estaba en aquel momento amenazado de muerte inminente por una grave enfermedad, que finalmente logró superar (o sea, aplazar), pero su actuación no tuvo ni un milímetro de sentimentaloide. Fue un concierto, eso sí, volcado hacia su faceta más folk y country, en detrimento de la rockera.
Hermoso. Muy hermoso. Memorable.
Cuando contemplé la película, me quedé particularmente satisfecho, no sólo porque vi en plena forma artística al cantautor canadiense, sino también porque comprobé que está bastante viejo y tirando a gordo, como Van Morrison y algún otro que yo me sé. Además, la ayuda vocal fundamental que se buscó para la ocasión fue la de Emmylou Harris, que para qué os voy a contar: cada vez que me la topo, saco un pañuelo para limpiarme la baba. Para remate, el acontecimiento tuvo lugar en el Ryman Auditorium, cuya excelente acústica tuve ocasión de comprobar durante una visita que hice a Nashville, hace casi 15 años.
Pero, cómo son las cosas. Ayer me dio por ahí y, aprovechando que estoy de Rodríguez, volví a verme la película, alternándola con la lectura de una excelente novela negra (que os recomiendo: Muerte en La Fenice, de Donna Leon, Seix Barral, 2007). Y me di cuenta de hasta qué punto es cierto algo sobre lo que muchas veces he reflexionado: no hay dos miradas iguales, ni siquiera cuando las dos son nuestras. Según nuestro estado de ánimo y según nuestras inquietudes del momento, la misma pieza musical, la misma película, el mismo poema, el mismo cuadro o el mismo libro pueden provocarnos unas emociones u otras, no sólo distantes, sino incluso, a veces, contradictorias.
Llegó el momento del concierto en el que Neil Young, con esa sobriedad distante tan suya (con esa timidez y esa soberbia reprimida tan suyas), recordó cómo de niño se quedó fascinado con una canción: Four Strong Winds (que con toda seguridad él oía en la versión a la que os conduce el enlace anterior, que es la de sus creadores, Ian & Sylvia Tyson). Contó cómo durante semanas y semanas se dejó casi todo el dinero de sus pagas –no dijo que se las daba su madre, divorciada y en no muy buena situación económica– para ir a una máquina de discos de un bar y poner una y otra vez ese Four Strong Winds.
Ya se lo había oído contar la primera vez que vi la película, pero entonces sólo me sacó una sonrisa. En cambio, ayer la historia me llegó a lo más hondo. Recordé la primera vez que oí esa delicada pieza interpretada por él, acompañado por la voz de una bella y jovencísima Nicolette Larson (otra naturaleza muerta, ¿cuántas van ya?).
También me acordé del amigo que me regaló el disco (“Comes a Time”, 1978).
Pero, sobre todo, me vine yo mismo a la memoria, allá por 1972, gastando, como él, incansable, semana tras semana, en una estación de tren francesa, los pocos francos que tenía, para oír una balada que me conmovía de los pies a la cabeza. Se llamaba When Time Is Stolen y lo único que demuestra su audición actual es que ya con 24 años éste que os escribe ahora a diario era un melancólico irreprimible. (Ya sabéis la etimología griega: melancolía, «bilis negra».)
Estoy cada vez más convencido: toda obra de arte es ella y nuestra circunstancia. ¿Pueden escuchar igual La Fanette, de Jacques Brel, alguien que haya vivido un amor traicionado por dos personas en las que confiaba y alguien que no? ¿Y alguien que haya vivido algo así ayer o hace veinte años?
Bueno, después de este rollo, lo menos que puedo hacer es dejaros oír la versión que hizo Neil Young de Four Strong Winds.
______
A MODO DE AYUDA
Letra de "Four Strong Winds"
(Aviso de que está escrita con una ortografía un tanto cheli, por así decirlo. Pero es como figura en la página oficial.)
Think Ill go out to Alberta
Weathers good there in the fall
I got some friends that I could go to working for.
Still I wish youd change your mind
If I ask you one more time
But weve been through this a hundred times or more.
Four strong winds that blow lonely
Seven seas that run high
All those things that dont change come what may.
If the good times are all gone
Then Im bound for movin on
All look for you if Im ever back this way.
If I get there before the snow flies
And if things are lookin good
You could meet me if I send you down the fare.
But, by then it would be winter
Not too much for you to do
And those winds sure can blow cold way out there.
Four strong winds that blow lonely
Seven seas that run high
All those things that dont change come what may.
If the good times are all gone
Then Im bound for movin on
Ill look for you if Im ever back this way.
(Se repiten un par de estrofas y el estribillo)
Letra de "When Time Is Stolen"
The music stopped in my hand
Sadly smiled the band
Softly echoes your laughter riddled with tears
When time is stolen it flies
Lovers leave in disquise
Weariness hangs like a curtain
Heavy and old
Heavy and cold
It said to never look back
To shadows you left on the track
Gather your roses and run
The long way around
And if time should ever be right
My love
I'll come to you in the night
My love
But now there only is sorrow
Parting is near
Parting is here
Letra de "La Fanette" (Jacques Brel, 1963)
Nous étions deux amis et Fanette m'aimait
La plage était déserte et dormait sous juillet
Si elles s'en souviennent les vagues vous diront
Combien pour la Fanette j'ai chanté de chansons
Faut dire
Faut dire qu'elle était belle
Comme une perle d'eau
Faut dire qu'elle était belle
Et je ne suis pas beau
Faut dire
Faut dire qu'elle était brune
Tant la dune était blonde
Et tenant l'autre et l'une
Moi je tenais le monde
Faut dire
Faut dire que j'étais fou
De croire à tout cela
Je le croyais à nous
Je la croyais à moi
Faut dire
Qu'on ne nous apprend pas
A se méfier de tout
Nous étions deux amis et Fanette m'aimait
La plage était déserte et mentait sous juillet
Si elles s'en souviennent les vagues vous diront
Comment pour la Fanette s'arrêta la chanson
Faut dire
Faut dire qu'en sortant
D'une vague mourante
Je les vis s'en allant
Comme amant et amante
Faut dire
Faut dire qu'ils ont ri
Quand ils m'ont vu pleurer
Faut dire qu'ils ont chanté
Quand je les ai maudits
Faut dire
Que c'est bien ce jour-là
Qu'ils ont nagé si loin
Qu'ils ont nagé si bien
Qu'on ne les revit pas
Faut dire
Qu'on ne nous apprend pas...
Mais parlons d'autre chose
Nous étions deux amis et Fanette l'aimait
La plage est déserte et pleure sous juillet
Et le soir quelquefois
Quand les vagues s'arrêtent
J'entends comme une voix
J'entends... C'est la Fanette!
Escrito por: ortiz.2008/01/22 05:30:00 GMT+1
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2008/01/21 06:50:00 GMT+1
El País publicó ayer un sondeo-flash –el nombrecito se las trae– basado, según la ficha técnica, en 800 entrevistas telefónicas. No soy ni sociólogo ni experto en demoscopia, así que no diré nada sobre su fiabilidad, aunque para mí que el tamaño de la muestra no es como para caerse de culo. (El País atribuye al tal sondeo-flash un nivel de fiabilidad de más/menos 3,5%, lo cual no deja de tener su aquel, porque luego sus comentaristas se detienen a ponderar incluso diferencias centesimales.)
Pero lo que me dejó más pensativo de la cosa no fue el resultado del sondeo, sino, por estrafalario que parezca, que se hubiera realizado mediante entrevistas telefónicas.
Se trata de una modalidad de encuesta cada vez más socorrida. Técnicamente es dudosa, porque deja inicialmente fuera de la muestra no sólo a quienes carecen de teléfono, fijo o celular, sino también a los muchos que estamos hasta los mismos pelendengues de que nos telefoneen varias veces todos los días para someternos a interrogatorios de uno u otro género. Yo tengo ya una respuesta fija para todas esas llamadas, provengan de Orange, de MoviStar, de Canal Satélite, de Demoscopia, de Metroscopia o del Sursum Corda: “Perdone usted, pero en esta casa no respondemos a ningún tipo de cuestionario”.
Lo he comentado con bastante gente conocida y he comprobado que somos cada vez más quienes nos las arreglamos para colgar el teléfono ipso facto, tras disculparnos ante el trabajador o trabajadora que se gana la vida haciendo esas llamadas. (A veces añado: “Mándenme su cuestionario por correo postal”. Y cuando me dicen: “¿Y cuál es su dirección?”, les respondo: “Averígüenla del mismo modo que han averiguado el número de mi teléfono”.)
O sea, que la técnica es discutible incluso desde su propio punto de vista.
Pero no digamos desde el nuestro.
Debería aprobarse una ley que castigara ese tipo de llamadas telefónicas masivas de finalidad empresarial como invasiones delictivas en la intimidad de los ciudadanos.
Yo trabajo en mi casa y lo hago en un tipo de labor que requiere cierta concentración mental (que luego dé mejores o peores frutos es otra cosa). Cada vez que suena el teléfono, corro el riesgo de perder el hilo del pensamiento que estaba desarrollando. Y una vez que cuelgo, pierdo otro rato en recuperarlo. “Déjalo descolgado”, me aconsejan algunos. Pero es que no: necesito que la línea esté disponible, porque recibo llamadas profesionales o de amistad que me interesan y me importan. Cuando las llamadas son de ese tipo, pago a gusto el precio de la desconcentración mental pasajera. Pero que me lleven por la calle de la amargura interrumpiéndome cada media hora para preguntarme si conozco las ventajas del abono múltiple ADSL + llamadas gratis, o las posibilidades del nuevo descodificador de Canal Satélite, o qué opino de la que han montado entre Esperanza Aguirre y Ruiz Gallardón, me saca de quicio.
Pido urgente asesoría legal a quien tenga conocimiento sobre la posible catalogación de este género de agresiones. A ver, expertos: ¿no habría modo de poner a las empresas en su sitio y penalizarlas por asaltar masivamente con sus impertinencias a la ciudadanía normal?
Advertencia.– Muy probablemente, mañana o pasado mañana aparecerá en Público una versión abreviada y corregida de este Apunte.
Escrito por: ortiz.2008/01/21 06:50:00 GMT+1
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2008/01/20 05:50:00 GMT+1
Hoy es la fiesta mayor de Donostia: el día de San Sebastián, que es mi pueblo. Según he podido ver en Internet, hay San Sebastianes por medio mundo, y todos están hoy de fiesta. Pero Donostia sólo hay una.
Supongo que luego me animaré, después de participar en el Más que palabras de Javier Vizcaíno en Radio Euskadi, y pondré en el tocadiscos, aquí, en mi casa de Madrid, el viejo vinilo que conservo con las piezas tradicionales de esta fiesta. La más vieja quizá sea la marcha zortziko del maestro Santesteban, que se acompañaba tan sólo con redoble de barriles, pero las más populares son desde hace mucho las del maestro Sarriegi. Ellas forman el repertorio de las tamborradas, que no paran de montar bulla por toda la ciudad de noche y de día.
Yo nací muy pocos días después –me dio por esperar a que se celebrara la fiesta patronal de los periodistas: también tiene narices–, pero el año en el que vi la luz no hubo tamborrada. Se suspendió porque cayó una nevada impresionante.
No sé si eso habrá condicionado mi escasísima afición por toda suerte de fiestas y desfiles. He asistido a poquísimos en mi vida, siempre para agradar a mis acompañantes, pero rara ha sido la vez en la que no me he aburrido soberanamente. Llegué incluso a dormirme durante un ruidosísimo desfile de moros y cristianos en La Vila Joiosa (tuve suerte y conseguí hacerme con una silla).
Sólo hay una noche de 20 de enero donostiarra de la que guardo un particular recuerdo. Fue la de 1967 y la pasé en casa, aprovechando el estruendo de la calle para que no se oyera a qué estábamos dedicándonos. Unos cuantos allegados nos afanamos desde medianoche hasta el alba dándole por turnos al manubrio de una multicopista Roneo Vickers –muy buena, pero bastante ruidosa–, imprimiendo octavillas en las que se convocaba una manifestación obrera. Felizmente fue un éxito.
Si alguna vez salí en San Sebastián a la calle en la noche del 20 de enero, no me acuerdo. Se ve que no debió de resultarme demasiado interesante.
De todo lo cual quizá saquéis como conclusión que soy un muermo. Y acertaréis. Puedo pasármelo bien, y hasta ser medianamente divertido –sin excesos, discretamente–, dentro de un grupo reducido. Pero, en cuanto se junta mucha gente, me aturdo. Es algo que tiene mal arreglo, porque cada vez oigo peor, con lo que me pierdo buena parte de lo que se dice en las conversaciones en las que participa bastante gente, con lo que me aburro todavía más.
Hay en todo ello un cierto trasfondo de misantropía, que reconozco. No es que me apunte a la diatriba de Brassens contra el plural («Junta a más de cuatro y ya tienes una banda de gilipollas», cantaba el viejo Georges, que tocó en alguna ocasión con más de cuatro, por cierto), pero sí he de admitir que me desagrada cómo se transforma el comportamiento de las personas cuando se apiñan en manada.
Por resumir: que hoy es el día de San Sebastián, pero que, lejos de sufrir el mal de las ausencias, reconozco que, de haber estado en mi pueblo, lo más probable es que hubiera puesto pies en polvorosa.
Escrito por: ortiz.2008/01/20 05:50:00 GMT+1
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2008/01/19 08:40:00 GMT+1
Es posible que Manuel Pizarro, festivo y dicharachero número 2 de la candidatura del PP en Madrid para las próximas elecciones generales, tenga grandes conocimientos sobre cómo debe gestionarse una gran compañía, tipo Endesa, y de cómo manejarse en Bolsa, pero sus criterios sobre cómo encauzar la economía de un Estado dejan mucho que desear. Según dijo ayer, hay que abordarla con los mismos principios por los que debe regirse “un buen padre de familia: ahorrar más y gastar menos”.
Me da que Pizarro ha oído campanas y no sabe dónde. Muchos expertos en presupuestos de las administraciones públicas suelen establecer esa comparación didáctica entre las cuentas públicas y las de un hogar, pero no como criterio absoluto, sino para referirse a asuntos concretos. Un ejemplo clásico que suelen poner: si una familia establece como gastos fijos mensuales una cantidad superior a los ingresos que obtiene, está abocada al desastre. Al cabo de un cierto tiempo, no tendrá más remedio que empezar a vender sus enseres para sostener el ritmo. Pero esa venta llegará hasta donde llegue. Cuando no le quede ya nada de valor por vender, se hallará en la ruina. Del mismo modo –añaden–, si una Administración pública se dota de un aparato burocrático que nada más que en sueldos ya deja exhaustas sus arcas, o que le obliga a endeudarse incluso para mantenerlo, se verá en las mismas que la familia mal organizada: tendrá que empezar a vender las propiedades públicas (empresas, terrenos, edificios, etc.)… Mala cosa.
Por ser inadecuado el ejemplo de Pizarro, lo es incluso en su referencia al ahorro. Porque todo aquel, sea familia particular o Administración pública, que consiga que sus gastos corrientes sean inferiores a sus ingresos corrientes podrá permitirse afrontar ciertos gastos extraordinarios. El superávit producido por la sobriedad en el gasto corriente no tiene por qué destinarse al ahorro. Una parte de ello puede invertirse en mejorar la calidad de vida de aquellos cuyos asuntos administra.
Todo esto, por lo demás, se refiere a alguien (sea “padre de familia”, madre de familia o persona que vive en solitario, o como pueda) que cobra lo suficiente como para poder plantearse gastar menos. Yo recuerdo cómo me las arreglaba de joven, cuando mis ingresos eran tan extremadamente exiguos que la única racionalización económica que podía permitirme era, una vez atendidos los gastos corrientes (alquiler, electricidad y agua), dividir lo restante por el número de semanas del mes y guardar cada parte en un sobre diferente. El resultado de ello era que, en vez de no llegar a fin de mes, a lo que no llegaba era al fin de semana, lo que alejaba de mí toda tentación de salir de copas. Si me viene por entonces cualquier Pizarro de éstos y me dice que lo que debería hacer es ahorrar más y gastar menos, estoy seguro de que no hubiera ahorrado… palabras.
Sin embargo, mi situación de entonces, comparándola con la de muchos jóvenes y ya no tan jóvenes de ahora, no era tan mala. Por lo menos tenía un sueldo fijo. Era una puta mierda de sueldo, pero era fijo. No había de dónde ahorrar ni un duro, por supuesto, pero por lo menos estaba en condiciones de hacer esa mini planificación que he descrito antes. En los tiempos actuales hacen legión los jóvenes que no saben si la semana que viene van a tener trabajo, ni qué cobrarán, ni nada. ¡”Ahorrar más y gastar menos!”
Cuando Pizarro habla, se retrata. Él no está pensando en el conjunto de la población, sino sólo en las clases medias más o menos acomodadas. Esperanza Aguirre lo presentó como “el candidato de los jóvenes”. Hace falta echarle papo.
Escrito por: ortiz.2008/01/19 08:40:00 GMT+1
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2008/01/18 05:30:00 GMT+1
Como bastantes de vosotros sabéis, todos los martes viajo con Iberia desde Madrid a Bilbao por la mañana y regreso de Bilbao a Madrid por la tarde. Debo hacerlo para participar en la tertulia del programa de ETB Pásalo. Llevo en ésas todas las semanas desde 2004, creo.
A lo largo de los años, me he quejado de muchas cosas: de la incomodidad del aeropuerto de Bilbao, de los retrasos de los vuelos (algunos provocados por Iberia por razones de mera rentabilidad)... De lo que nunca me he quejado es de la pericia de los pilotos. Y con razón.
El martes pasado Vizcaya sufrió un episodio de vientos huracanados, que duró varias horas. A mí me tocó sólo el arranque, que fue bruto, pero razonable: tuvimos algunos tumbos y baches, sin más. Pero a las pocas horas se armó la gorda.
El aeropuerto de Loiu es traicionero. Por la orografía de los montes que lo circundan, un avión puede llegar hasta casi tocar tierra sin aparentes problemas y entonces producirse un cambio en la dirección del viento y montarse la de dios.
Las imágenes que reproduzco aquí abajo, publicadas el miércoles por Deia, dan cuenta del susto que se dieron los pasajeros de un vuelo también de Iberia y también Madrid-Bilbao, pero algo posterior al mío.
Gracias a la frialdad y pericia de los pilotos, el avión no sufrió daños y remontó el vuelo.
Acabaron aterrizando en el aeropuerto de Foronda, en Álava.
Digamos que el susto me lo di yo más tarde, por delegación.
Me planteé hasta qué punto me compensa esta vida nómada.
Escrito por: ortiz.2008/01/18 05:30:00 GMT+1
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