Me resultaron ayer curiosos, y hasta un punto cómicos, los esfuerzos que desplegaron los medios de comunicación de la derecha para tratar de convencer a sus respectivas feligresías de que la operación judicial en curso contra la mafia marbellí no es más que una maniobra gubernamental para camuflar la aprobación parlamentaria del nuevo Estatut de Cataluña. Son los mismos medios que, en otras condiciones –cuando se trata de las iniciativas procesales del juez Grande-Marlaska, por ejemplo–, se ponen muy solemnes e institucionales y rechazan que quepa atribuir ni la menor sombra de intencionalidad política a los pasos dados por los jueces. ¿En qué quedamos? ¿Hay jueces que hacen política, o no? ¿Es lícito atribuirles connivencias con tales o cuales banderías o hay que desechar por principio y sin más trámite cualquier sospecha de ese género?
Yo no tengo ni la menor idea sobre las posibles o imposibles motivaciones ocultas de Miguel Ángel Torres, el juez que la ha emprendido contra la alcaldesa de Marbella y su tropa, pero reclamo un mínimo de coherencia: es demasiado descarado pretender que ese juez actúa a las órdenes del Gobierno pero rechazar como absurda la sospecha de que otros jueces puedan obrar en sintonía con tal o cual planteamiento partidista (del PP, por ejemplo) cuando intervienen en asuntos de la vida política vasca.
Algún trato he tenido con jueces y estoy seguro de no arriesgar nada si digo que, por lo menos aquellos cuya autoridad tiene amplias consecuencias políticas, sienten con frecuencia la tentación –y a veces la invitación concreta– de contribuir a tal o cual causa grata al Gobierno de turno o, eventualmente, al principal partido de la oposición. Lo peor no es que sientan la tentación, sino que, con bastante frecuencia, sucumben a ella, lo cual acaba teniendo una benéfica repercusión sobre su vanidad, sobre su hacienda personal o sobre ambas. (*)
La incoherencia es, de todos modos, un rasgo muy propio de la especie humana, y lejos de mí la pretensión de estar libre de él. A veces me descubro aplicando reglas y medidas distintas para asuntos parejos, y me enfado conmigo mismo.
Hace unos días, un lector me escribió para criticarme por una de esas posibles incoherencias. Me hacía ver que, cuando hablo de la Transición española, muestro mi completo repudio al borrón y cuenta nueva que se hizo con los crímenes de los franquistas, pero que, en cambio, en los momentos presentes, estoy lejos de oponerme a que se llegue a algún apaño que permita a los presos y exiliados de ETA regresar a sus casas, como vía para cauterizar esa herida y permitir un futuro menos conflictivo para Euskadi. ¿Será ésa mi particular versión de la ley del embudo?
Creo que no. Nunca he sostenido que las amnistías, directas o encubiertas, sean rechazables por principio. Durante la Transición hubo dos, que conviene recordar que no sólo beneficiaron a miembros de ETA o de otros grupos armados, sino también a elementos pertenecientes a grupos de extrema derecha, incluida la policía política. Una de esas amnistías permitió que eludieran los tribunales Carlos Anechina y otros miembros de la Brigada Político-Social que habían sido procesados por torturarme. Y no me rebelé contra ello, pese a la contrariedad que –como es fácil suponer– me produjo. Mi oposición al pacto implícito de la Transición, gracias al cual gentuza como Manuel Fraga y Rodolfo Martín-Villa se mantuvieron en el centro de la vida política, tuvo que ver sobre todo –y sigue teniéndolo– con el hecho de que, por culpa de aquel apaño, no se estableció una frontera nítida entre la dictadura y la democracia, lo que ha tenido muchos efectos negativos sobre el nuevo régimen. En mi criterio –discutible, como todos–, el regreso discreto y paulatino de los presos de ETA a la vida civil, si bien fastidiaría a bastante gente –a sus víctimas, sobre todo–, no tendría efectos maléficos sobre nuestra vida política y social, como no los tuvo la vuelta a sus casas de los poli-milis de ETA, algunos de los cuales habían sido condenados por onerosos delitos de sangre.
Pero, como ya he avanzado antes, estoy lejos de excluir que en alguna ocasión me venzan los atractivos de la incoherencia. De ocurrirme eso, estoy seguro de que la gente que suele leerme, propicia como es a la crítica, no perderá la ocasión de zurrarme la badana. Y me tocará agradecérselo.
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(*) No pretendo que haya jueces que funcionen «a tanto la pieza», como los colaboradores de Prensa. Hay otros modos de pagar. Los cursos de verano son un sistema típico, pero no el más rentable (sólo funciona una vez al año). La invitación a presentar ponencias en tal o cual simposio o mesa redonda o a dictar conferencias generosamente pagadas –incluso aunque no lleguen a realizarse– es un método mucho más socorrido, que permite a algunos jueces de altos tribunales redondear muy bien sus ingresos.
Segundo añadido.– La revista gallega A Nosa Terra ha publicado una larga entrevista que el veterano y reconocido periodista Perfecto Conde tuvo a bien realizarme la semana pasada durante mi visita a Santiago y A Coruña. Quien tenga interés en verla puede acceder a ella pinchando aquí