Hay tres cosas que desde muy lejanos tiempos hago todos los años por estas fechas: mostrar mi oposición a la fiesta nacional, criticar el espectáculo de las carreras matinales por las calles de Pamplona y recordar el asesinato de Germán Rodríguez a manos de la Policía de Adolfo Suárez (tan entrañable él, tan demócrata, tan tolerante, tan celebrado), crimen absurdo y repugnante del que mañana se cumplirán 29 años.
Las tres tareas las emprendo año tras año con el mismo espíritu, tan desesperanzado como terco.
De mi recuerdo hacia Germán no tengo por qué dar explicaciones: se explica solo. Forma parte de una lista que llevo escrita a sangre y fuego en la memoria: Jesús Mari García Ripalda, Miquel Grau, Aniano Jiménez, Ricardo García Pellejero… Muertos de mi propia biografía, sectaria, y a mucha honra.
Quizá haya quien se pregunte, a cambio, de dónde me sale esa vena antitauromáquica por la que tanto y tan regularmente sangro. Me pregunto si ya lo habré contado alguna vez: Google me dice que no, pero cualquiera sabe.
Es fruto, como tantas otras cosas, de un trauma infantil. O de muchos traumas encadenados, de esos que acaban conformando lo que un difunto amigo mío, simpático pero estructuralista, llamaba «un continuo acumulativo».
Mi padre era muy aficionado a la fiesta brava. Era una afición que le venía de su progenitor, que había sido de todo, pero mayormente jefe de todas las Policías que se le pusieron a tiro (la de la Monarquía, la de la República y la de Franco), razón por la cual había tenido el encargo de presidir muchos espectáculos del género, incluidos los del coso de Las Ventas, junto al que ahora vivo, por esas cosas que tiene la vida. Viniéndole de casta, el galgo de mi padre se apalancaba delante de la tele tarde tras tarde, allá por mi primera adolescencia –he tenido varias–, y lo comentaba todo con sólido conocimiento de causa: «Ese toro es bizco», «¡A quién se le ocurre recibirlo a puerta gayola, con el viento que hace!», «Le está apuntando al rincón de Ordóñez, el muy tramposo», «Mira cómo le enseña el pico»… Y cuando el uno no era berrendo en negro, nos salía tostao corrobragao, o yo qué sé. Y déjale salida, y cómo le ha alegrado ese puyazo, y deberían ponerle banderillas negras… Y así. De modo que me hice conocedor del arte de Cúchares, de civil Francisco Arjona.
Para mi enfado. Porque, si bien ya por entonces alentaba objeciones de principio contra tan sangriento espectáculo –os recomiendo vivamente que os informéis sobre los instrumentos del toreo, lo que os acercará a la realidad de la fiesta–, lo que predominaba en mis sentimientos de entonces era un hecho muy sencillo: si aquello había gustado a mi abuelo paterno (nada que ver con el materno) y si gustaba a mi padre (¿nada que ver con mi madre?), no podía estar bien.
Es lo mismo que me sucede con el Real Madrid, del que mi padre era forofo hasta la náusea.
Un amigo me espetó hace unos meses, con cara de sincero asombro: «¿Y reconoces así, con total naturalidad, que odias al Real Madrid por culpa de un trauma infantil?». Le rectifiqué: «De un trauma, no. De muchos traumas».
De lo que me felicito es de lo certeramente orientados que estuvieron mis traumas infantiles. Llegado casi a los sesenta, me sigue pareciendo de perlas tener un paquete de mucho cuidado al Real Madrid, que tengo motivos sobrados para considerar quintaesencia del franquismo –así me lo presentaron, echando mano a numerosos argumentos– y veo con los mejores ojos el paquete que le tengo a la fiesta nacional, que ni es nacional ni tiene nada de fiesta.
Lo de los encierros… Ça va de soi, que diría un guiri que no fuera como Hemingway, que se hizo célebre por pasearse por el mundo adorando los exotismos, como todo buen amante de la american way of life que se precie. (¿Alguien ha leído algo más repleto de topicazos españoloides que ¿Por quién doblan las campanas?)
Que haya un montón de gente –sobria o borracha, me da igual– que se ponga a las 8 de la mañana a correr delante de unos astados, arriesgando tontamente su vida con respaldo de todos los poderes públicos, financiados con el dinero de mis impuestos y con la bendición del obispo de la diócesis, me parece de auténtica coña.
Ahora, lo que se dice sorprenderme, no me sorprende. A un país de coña le corresponden unos espectáculos de coña.
Y si alguien muere en ello, pues qué bien, ya que lo hace tan a gusto y feliz.