Quienes me conocen saben qué problema se me planteó cuando a Pedro J. Ramírez le sacaron a relucir su historia con Exuperancia Rapú, vídeo incluido. Se lo dije directamente a él: «Pedro, lo siento, pero no puedo escribir en tu defensa, porque eres mi patrón. Si el asunto fuera con Juan Luis Cebrián, no haría una columna, sino toda una serie. Pero a ti no puedo defenderte, porque mucha gente pensaría que te estoy haciendo la pelota, y eso no va conmigo».
Lo que quizá sorprenda a algunos es lo que Ramírez me respondió. «No te preocupes. Lo entiendo», me dijo.
Yo hubiera querido argumentar que las diversiones privadas de la gente me la traen al pairo. Que Ramírez puede hacer con su entrepierna lo que le venga en gana, puesto que nunca ha puesto su entrepierna como ejemplo de nada.
Me explico. Si un individuo dice que es un crimen y lanza ataques desaforados contra quienes se masturban, y de pronto nos enteramos de que él se forra a pajas, considero que es lícito denunciarlo, pero no por pajillero, sino por hipócrita. Pero si ese alguien jamás ha dicho que esté feo hacerse pajas, no veo qué hacemos los demás hablando de sus hábitos privados.
De modo que, cuando el otro día salió a relucir la historia de Ruiz Gallardón y la señora Corulla (que no sé qué historia es, en el supuesto de que haya alguna historia y de que tenga componentes sexuales, cosa que no sólo ignoro, sino que además no me importa), salté: «Vale, Javier: de esto sí que puedes hablar sin que nadie sospeche que lo haces por intereses privados».
Pero al momento me quedé parado.
Me dije: «Hum… Tú sabes que no tienes intereses privados en este asunto, pero ¿puedes demostrarlo?»
Hay gente que podría pensar que los tengo.
Primer punto: Alberto Ruiz Gallardón es hijo de un caballero de costumbres de las que antes se llamaban licenciosas –así me lo han contado quienes tienen motivos para saberlo– pero de discurso público catolicón a machamartillo, que tuvo la santa jeró de atacar sin piedad en un espacio de televisión a una señora, que a la sazón era mi mujer, allá por el año de la Tarara («Si yo fuera presidente», se llamaba el programa) porque ella admitió que había abortado voluntariamente. La puso de vuelta y media.
Ya sé que Alberto Ruiz Gallardón no tiene la culpa de que su padre fuera así (aunque no me consta que haya repudiado jamás su comportamiento televisivo, puesto que de televisión hablamos). Pero puede haber quien piense que le guardo una especie de inquina genética por aquella historia, por más que no sea verdad. (Creo tenerlo claro todo: su señor padre ejercía de carca militante, porque se dedicaba a eso, y mi pareja de entonces ejercía de defensora militante del derecho al aborto, porque también se dedicaba a eso, aunque no cobrara por ello, a diferencia del jacarandoso progenitor del ahora alcade madrileño.)
Pero, ay, también puede haber quien deduzca que, si lo defiendo y me enfado porque se saquen a relucir sus historias presuntamente privadas –que insisto en decir que no tengo ni idea de si existen o no, y que además no me importa–, lo hago por interés, porque escribo en un periódico que sostiene la causa del PP y, claro, ya se sabe, etc., etc.
Con lo cual, me veo en la obligación de pronunciarme poco y mal sobre estos asuntos,
afecten a quien afecten. Puedo hacerlo aquí, en la semi-intimidad de este blog, que es como de andar por casa, pero no en las páginas de El Mundo, que constituye un ágora rematadamente pública.
Hay que joderse.