El PP y el PSOE se aprestan a despedazarse mutuamente en aplicación de la más importante de las reglas de toda polémica celtibérica que se precie, según la cual el agraviado debe prescindir de defenderse y concentrar todos sus esfuerzos en demostrar que el otro es todavía peor.
Estamos ante el tipiquísimo «¡Pues mira que tú!». El uno recrimina al otro que se esté mostrando implacable con quienes han decido la atenuación de los rigores del régimen de reclusión impuesto a De Juana Chaos cuando existen pruebas fehacientes de que hace 17 años exigía que se actuara precisamente así con los huelguistas de hambre de los GRAPO, y el otro responde que cómo puede considerar «de humanidad elemental» la aplicación de medidas penitenciarias que hace 17 años rechazaba de medio a medio apelando al principio de autoridad. El uno reprocha al otro estar poniendo en práctica, en general, una política penitenciaria débil y acomodaticia con respecto a los presos de ETA, y el otro le contesta que fue él quien se comportó de ese modo, sólo que a mayor escala, cuando la responsabilidad de los regímenes penitenciarios estuvo en sus manos. ¿Qué el uno se pone un lazo azul? Pues el otro dos. Entretanto, los GAL aparecen en el escenario, y el PP reprocha a los del PSOE su participación en aquella apestosa trama olvidándose de que lo primero que hizo Aznar al respecto, así que llegó a la Moncloa, fue negarse a desclasificar los papeles del Cesid, inventándose toda una alambicada teoría sobre lo mal que está que los gobernantes miren hacia atrás.
Ante esta situación, quienes no estamos pringados en nada de todo esto, ausentes de militancias y complicidades que nos condicionen, tenemos ante nosotros dos posibilidades. Una pasa por pedir a los unos y los otros –ya hay bastantes que lo están haciendo– que sean prudentes y que paren de sacarse los trapos sucios respectivos, porque van a acabar descuartizándose malamente y el espectáculo general va a resultar penoso. La otra posibilidad –a la que me apunto– es animarles a que sigan en ello con todo el furor del que sean capaces, precisamente para que no haya ni pasteleos ni complicidades que oculten las respectivas calañas. Con una condición, eso sí: que respeten las disposiciones establecidas por la Convención de Ginebra en cuanto a las reglas que deben respetarse en las guerras. En este caso, debemos insistir muy en especial en la necesidad de que se saquen a relucir todas las vergüenzas del oponente de las que tengan noticia, pero sin inventarse ninguna y sin hacer acusaciones personales infamantes basadas en meros rumores sin contrastar o relativas a cuestiones de la vida privada e íntima de quienes participan en la contienda.
A mí no me asusta este ejercicio colectivo de reproches (siempre que se den, insisto, con acatamiento de las leyes de la guerra política). Al contrario: me parece sano. Es la famosa κάθαρσις (catarsis) de los griegos: limpieza, purificación. Sólo que en lugar de emprenderla cada uno en su propio bando, se la hace al otro, recibiendo a cambio la misma medicina. Por mí, adelante.