Escribí ayer sobre la prostitución y ya he tenido algún correo típico, de ésos que hacen argumentaciones –y nunca mejor dicho– ad hominem. En suma: se interesan por las prácticas privadas que tal vez estoy tratando de justificar cuando defiendo la regulación legal del comercio sexual.
No entraré en ese juego. Ya he escrito en más de una ocasión que estoy dispuesto a reconocer que soy un pervertido en todos los sentidos, si con eso me evito rebajar las polémicas a la infracategoría del chascarrillo rijoso, verdadera fiesta nacional.
Ayer lo recordaba con un buen periodista (aún quedan algunos): si en su día no escribí en defensa de Pedro J. Ramírez, cuando el episodio aquel del vídeo sexual, cumbre del celtiberismo, fue por una razón elemental, que además se la expresé a él mismo y que me dijo entender: no podía salir en su defensa porque, siendo columnista de El Mundo, mucha gente diría que trataba de contentar a mi jefe. Y es que ésa es una de mis máximas surrealistas favoritas: «Contra el patrón como contra la Patria; con razón o sin ella».
Si el asunto hubiera ido contra Juan Luis Cebrián, por poner un ejemplo, no habría escrito una columna en su defensa, sino toda una serie.
Lo que nunca he aceptado es que un tipo (me da igual: persona, animal o cosa) se presente como paladín de la moralidad más estricta y victoriana, se eche mítines contra la homosexualidad, el fetichismo (excluido el de las mercancías), el travestimo y yo qué sé qué más, y luego aparezca una buena mañana, como le ocurrió a cierto religioso british, ahogado con una media de seda y vestido de pastorcilla ultramaquillada, como Isabel Tocino. Y sin alzacuellos. Pero si uno se ha choteado previamente de todas esas convenciones –como yo, que llevo años proclamándome lesbiana, sin lograr que las lesbianas me tomen en serio, y casi mejor que ya no, a estas edades–, pues tan ricamente.
De lo que siempre he tratado de preocuparme es de la dignidad de las personas.
Hay oficios que no tienen dignidad posible. El de torturador, por ejemplo. O el de negrero. Pero todos los que se fundamentan en la venta de la propia fuerza de trabajo a cambio de una remuneración, por lo común injusta –de eso viven los capitalistas, y de eso vivirán hasta que desaparezca el capitalismo–, se merecen un respeto. El mío, por lo menos.
Y ya que hablo de prostitución, volveré sobre una pregunta típica, que ya insinué ayer. Me la topo cada dos por tres en coloquios, después de algunas conferencias: «¿Y tú, que te las das de tan crítico, cómo puedes trabajar para medios tan reaccionarios?».
Tengo dos modos de responder a la pregunta.
El primero es el más agresivo. A veces recurro a él cuando no estoy del mejor humor. Consiste en repreguntar: «¿Y usted? ¿Cómo se gana la vida? ¿Le paga un sueldo la Revolución Socialista en persona?»
El otro es más amable. Respondo: «Pónganse de acuerdo todos ustedes en aportar un tanto al mes para que yo pueda vivir sin depender de ninguna empresa ideológicamente problemática y les estaré muy agradecido a lo largo de los próximos seis años, que son los que me quedan para jubilarme.»
La semana pasada vi que esta página web había tenido más de 7.000 visitas en un solo día. Con que toda esa gente que me suele leer sin pagar ni un céntimo pusiera un solo euro al mes… ¡adiós prostitución intelectual!
Pero de momento me da que no voy a tener más remedio que seguir haciendo la calle. Entre columnas, eso sí.