…Y si no te interesa, lo mismo hoy puedes emplear en algo más productivo el tiempo que ibas a dedicarme.
A mí sí me interesa, aunque de una manera muy poco futbolera. Los futboleros lo viven con pasión; yo no. Los futboleros se entretienen con cualquier cosa; yo, si los equipos no juegan con un mínimo de gracia, me aburro. Los futboleros dicen que no hay punto de comparación entre asistir a los partidos en persona, en el campo, y verlos por televisión; yo prefiero la televisión, no porque no la panorámica sea mejor –que no, desde luego–, sino porque no hay que desplazarse y, sobre todo, no obliga a soportar a los inevitables energúmenos que no paran de gritar chorradas (en la televisión es frecuente que haya locutores que dicen chorradas, pero he aprendido a oírlos sin escucharlos). Los futboleros suelen responder a la quintaesencia del espíritu bético –aunque ahora los béticos no lo hagan demasiado– y se ajustan a aquello de «¡Viva er Beti, manque pierda!»; yo, cuando juega mal el equipo de mis preferencias, sean éstas coyunturales o permanentes, lo pongo de vuelta y media, y me quedo tan ancho.
Dicho lo cual, el sábado pasado agarré un cabreo de mil pares. Todo salió al revés de lo que me habría gustado. Todo. En los puestos de más arriba de la clasificación y en los de más abajo.
Pero, así que dejé de refunfuñar y pude reflexionar durante unos minutos sobre lo sucedido –tampoco se trataba de dedicarle mucho tiempo–, concluí que en esta ocasión la mala suerte vino a ser fiel expresión de realidades que no tienen nada que ver con la suerte.
Al Barça le empató el Espanyol porque el equipo de Frank Rijkaard entra en letargo en cuanto consigue una mínima ventaja. Se deja llevar por una extraña abulia y, en lugar de continuar atacando, se va atrás. Trata de dormir la pelota pero, dado que lo hace como con desgana, la pierde con bastante facilidad. Además, tiene una defensa que incurre con demasiada frecuencia en fallos tremendos, de los que dejan al portero vendido. Es el equipo más brillante de los que compiten en la Liga española, con diferencia, pero funciona de manera intermitente, y la Liga es el campeonato de la regularidad. Un equipo irregular lo tiene difícil. Por definición.
El Real Madrid remontó el partido frente al Real Zaragoza porque, por mucho que su entrenador me caiga peor que mal y tenga una concepción del fútbol que me desagrada como pocas, ha sabido insuflar a los jugadores una determinación y un coraje de primera, que les lleva a luchar como fieras en cada encuentro. Hizo un comienzo de campeonato penoso, y hasta risible, pero ha acabado recuperándose. Lo lamento, pero es así.
Eso por arriba. Por abajo asistimos al drama del equipo de mis devociones: la Real Sociedad de San Sebastián. También lo suyo resultó simbólico. Le concedieron un penalti en el tiempo de añadido (ése que los cronistas deportivos llaman “de descuento”, cualquiera sabe por qué). Lo tiró Savio. No podía permitirse fallarlo; la permanencia del equipo en Primera División estaba en juego. En consecuencia, lo falló. Toda una representación abreviada de lo que ha sido la temporada completa del conjunto de Donostia.
De todos modos, considero que los jugadores de la Real tienen una excusa: si no lo hacen mejor, es básicamente porque no saben. En eso son como los del Athletic Club de Bilbao, sólo que en todavía peores. Ambos tienen en su plantilla a un par de tipos que están a la altura de las circunstancias; a cambio, tienen muchos más que no.
Así que, si el azar no lo remedia y se empeña en seguir simbolizando las realidades de fondo, el domingo que viene se producirán dos acontecimientos que lamentaré mucho: el Real Madrid ganará la Liga y la Real bajará a Segunda División.
Lo que puede tener indirectamente un efecto beneficioso para vosotros: con ese panorama, no es fácil que me entren ganas de escribir sobre fútbol en los próximos meses.
Eso que saldréis ganando.