Son muchos los observadores internacionales que se preguntan hasta qué punto el Gobierno pakistaní de Pervez Musharraf es tan aliado de Bush como suele pretenderse. Son dudas con base: para nadie es un secreto que algunas de las regiones de Pakistán situadas en su larga frontera con Afganistán siguen sirviendo de base no sólo a las guerrillas talibán, sino también a Al Qaeda. El Ejecutivo de Islamabad alega que se trata de zonas montañosas a las que le es muy difícil acceder, pero, aunque eso sea verdad, no lo es menos que buena parte del aparato del Estado paquistaní, incluidas sus Fuerzas Armadas –y no digamos nada de la población–, simpatiza con los combatientes islamistas y no tiene el menor deseo de reprimirlos.
Musharraf explica en una entrevista que emite hoy la CBS estadounidense las razones de su alineamiento con la política de Washington. Cuenta que, tras los atentados del 11-S, el entonces vicesecretario de Estado, Richard Armitage, le exigió que Pakistán respaldara los planes de guerra de Bush en Afganistán y que, cuando él se mostró reticente, le amenazó directamente: «Preparaos para ser bombardeados. Preparaos para volver a la Edad de Piedra», le dijo. «Creo que fue una observación muy grosera», sentencia Musharraf, quien añade que, a la vista de la situación, no tuvo más remedio que actuar de forma «responsable» «en el interés de la nación».
Las amenazas de ayer siguen hoy vigentes. Hace dos días, en una entrevista concedida a la cadena CNN, George W. Bush dijo que no vacilaría ni por un instante en enviar tropas a Pakistán si estuviera seguro de que Osama ben Laden se esconde en su territorio. Dejó claro que intervendría militarmente en territorio pakistaní con independencia de que el Gobierno de Musharraf le autorizara a ello o no, es decir, violando la soberanía pakistaní, si se le pone por delante.
No sorprende que Washington se comporte de modo arrogante y prepotente. Es su actitud tradicional. Lo que llama más la atención es que lo haga con un desprecio tan evidente por las formas a las que obligan las leyes y los tratados internacionales. George W. Bush se los pasa impúdicamente por salva sea la parte. Sólo le falta decir: «Sí, ¿y qué?»
Ayer, la Policía del Aeropuerto John F. Kennedy retuvo, registró y vejó al ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela, Nicolás Maduro, que había acudido a Nueva York para asistir a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Como se sabe, los convenios internacionales aseguran la inviolabilidad de los representantes diplomáticos. Las autoridades estadounidenses han tratado de excusarse –sin ningún entusiasmo, todo sea dicho– alegando que la Policía de fronteras no sabía quién era Maduro. Pero él se lo dijo, y su pasaporte lo acreditaba como tal. Pese a lo cual lo mantuvieron hora y media bajo custodia.
Es toda una línea general de conducta, caracterizada por el desprecio más descarado a los derechos de todos los demás países, incluidos sus propios aliados, como ha podido verse en el affaire de las prisiones secretas diseminadas por medio mundo, con su acompañamiento de secuestros y vuelos camuflados.
Es como si no les importara nada acrecentar la antipatía general que suscitan. Como si sólo estuvieran interesados en vencer y les fuera indiferente convencer. Pero la Historia lo ha demostrado muchas veces: la arrogancia se paga. Y cuanto mayor y más injustificada, más costosa.