Quienes acostumbran a leer mis cosas saben bien cuán irritante me resulta la arraigada tendencia celtibérica a contestar a una acusación con otra. Es el muy castizo: «¡Pues mira que tú!». Cada vez que me lo topo, argumento –por lo general sin el más mínimo éxito– que, cuando alguien reprocha algo a otro, lo correcto es que ese otro responda a la crítica, rechazándola o admitiéndola, en todo o en parte. Una vez que haya cumplido esa obligación, ya nada cabrá objetar a que contraataque, sacando a relucir su propia lista de cargos contra el oponente.
Pero por estos pagos (es posible que por otros sea igual, pero los tengo menos vistos) lo habitual es lo contrario. Aquello de que «la mejor defensa es un buen ataque» se aplica de manera universal, a todo y en toda circunstancia. No sólo en la vida política, ni mucho menos, pero muy especialmente en ella.
Durante los últimos meses hemos asistido a la conversión de este feo vicio en pie forzado del debate diario entre los dos principales partidos políticos de la escena española. Lo han llevado a extremos de auténtico bodrio, desagradable a fuerza a gritón y monocorde.
¿Qué provoca tal abuso, más allá de los límites de la imaginación y de la no muy acrisolada categoría de los principales intérpretes de la farsa?
Para mí la explicación no tiene vuelta de hoja: la culpa hay que buscarla en la superabundancia de materia prima. Cada acusación que el uno o el otro ponen sobre el tapete es ampliamente reversible.
El PSOE dice: «Cada día aparecen más y más casos de corrupción urbanística en los que están implicados responsables del PP». Y el PP responde: «¿Y la ristra de escándalos económicos que jalonaron vuestro paso por el poder, algunos de los cuales todavía colean?» A lo que el PSOE responde: «¡Ya veréis cuando se aclaren los negocios de Zaplana, con y sin Julio Iglesias! ¡Cómo nos vamos a divertir!» Y los de la calle Génova replican: «¡Eso será si no os pillan cobrando los restos de las obras del AVE!»
Cambia de tercio el PP y echa mano de los GAL: «¿Queréis que hablemos de la que montasteis en aquel tiempo?» La respuesta no se hace esperar: «¡Pero si los primeros que no quisisteis que se profundizara en ello fuisteis vosotros! En cuanto Aznar llegó a la Moncloa, lo primero que hizo fue negarse a desclasificar los papeles del Cesid. Os servisteis de ello para llegar al poder y a continuación lo dejasteis en el olvido.»
Se pasa a la historia de las frustradas negociaciones con ETA, y tal cual: Aznar hablando del «movimiento vasco de liberación» y de «los señores de ETA», que si Zurich, que si tu acercamiento de presos y el mío, que a ver quién ha hecho más para que De Juana esté como está, etc.
La lista es inagotable. Si se trata de la politización de la Justicia, tres cuartos de lo mismo. En materia de política exterior hay algunas diferencias, pero tirando a recientes: si se vuelve la vista al pasado, sobran las armas arrojadizas en todas las direcciones. Lo mismo que en política de inmigración. Lo mismo que…
¿Cómo esperar una pelea aceptablemente limpia y honrada de púgiles tan marrulleros que tienen a su disposición tantas posibilidades de recurrir a los golpes bajos?
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Golpes bajos.