He leído tantos análisis sobre la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas que me declaro abrumado: en España –en esta España que es legítima heredera de aquella otra que estuvo como un solo hombre en París en mayo de 1968, y que tan en masa lo hizo que no dejó sitio para que los franceses pudieran hacerse ni siquiera con un huequecito desde el que contemplar el histórico evento– todo el mundo sabía no sólo lo que iba a suceder anteayer, sino por qué, cuándo, cómo y a qué precio.
Yo no sabía nada de todo eso, ignorante de mí, aunque me temía lo peor –lo hago siempre, por sistema: es mi modo de protegerme–, así que me instalé a las 8 de la tarde delante de la tele, conectado con un canal francés de esos que estaban volcados en el acontecimiento y que no pararon de hablar de él durante horas y más horas, obligándome a zapear entre sus fintas y las de los jugadores del Barça, empeñados en demostrar que se puede jugar bien y perder, como el mismísimo Bayrou.
No saqué de ello conclusiones de hondura estratégica que comunicar al mundo, pero tomé discreta nota de algún hecho que me pareció digno de mención. Retuve en especial el espectacular descenso electoral de Jean-Marie Le Pen.
No sabía que tal cosa iba a suceder, pero me la maliciaba.
Quizá vosotros no sepáis que Nicolas Sarkozy ha dado a luz recientemente un libro, titulado Testimonio, que recoge muy bien su pensamiento y que ha sido publicado en castellano por una editorial llamada Foca, de la que es director… ¡chachán, chachán!... este servidor de ustedes.
«¡Pero, hombre, Ortiz! ¿Y eso?», me diréis. Pues eso se debe a que leí el original del libro y me pareció que reflejaba muy bien las astucias de un político derechista y cabrón como él solo, pero listo como ninguno de los políticos derechistas que tenemos por aquí. Un político que, así que lo vi desenvolviéndose a sus anchas, me apercibí de que era una pieza de mucho cuidado, digna de estudio. Porque me consta que los estafadores más peligrosos son los que se conocen las bambalinas de memoria y se esfuerzan por venderte la moto mirándote sonrientes a los ojos, con elegancia y como quien no quiere la cosa. O sea, tal como él.
Es muy posible que discrepéis de mis criterios de editor –es decir, de mis criterios, en general–, pero ya veis que no los disimulo. Por poner un ejemplo: si me topara mañana mismo con el original de Mein Kampf y descubriera que está inédito, aconsejaría su publicación.
En todo caso, mi impresión es que Sarkozy ha alcanzado la alta cota electoral que ha conseguido porque buena parte del electorado ultraderechista francés ha llegado a la conclusión de que votar a Le Pen era perder el tiempo y las energías, y que Sarkozy, aunque no esté tan pa’llá como el veterano ex combatiente de Indochina, puede tirar en esa dirección –en la de la ultraderecha, no en la de Indochina– con bastante eficacia.
Se ha producido, en cierto modo, una españolización del panorama político francés. Todos sabemos que en España hay una franja electoral numerosa que se identifica con la extrema derecha, pero que no cree conveniente promover una candidatura abiertamente fascista, porque sabe que eso no acabaría reportándole provecho. Es gente que prefiere votar al PP, consciente de que ese partido no es todo lo ultra que sería de su agrado, pero a sabiendas de que es lo suficientemente ultra como para hacer la cusqui a los jodidos demócratas y a los crápulas antifascistas.
El PP es el voto útil de los fascistones españoles. Sarkozy, el de les fachos franceses.
Es lo que
reflejaron las urnas del domingo. Le Pen habría satisfecho más a los
ultraderechistas del exágono, pero la mayoría de ellos sabía de sobra que su
ídolo no podía ganar. Sarkozy les resulta un poquitín blandengue, pero es lo
mejor que se les ofrece, dentro de lo disponible.
O sea, que
Sarkozy viene a ser como Rajoy. Sólo que en hábil, en inteligente y en buen
orador.
Es el equivalente a Rajoy, sí. Aunque nunca sería tan zoquete como para afirmar que representa a los franceses «normales».
Es lo que tiene la derecha francesa: que viene experimentando lo suyo desde 1789. Y más sabe el diablo por viejo que por diablo.