Hablaba el otro día con mi primo Emilio Sánchez Ortiz, que pasó unos días por Madrid y aprovechó para padecer una gripe en mi casa, sobre lo mal que está la traducción en España. (Algún día os daré cuenta personal de mi primo Emilio, que trabajó en los noticiarios en español de Radio París en una época en la que esos programas eran una de las escasas fuentes de información veraz que teníamos los antifranquistas. Cuando lo haga, espero no olvidarme de contaros cómo fue el programa especial realizado en directo desde los estudios de la radiotelevisión pública francesa, la ORTF, a orillas del Sena, el día en el que Franco perpetró su última tanda de fusilamientos. Aquella noche Radio París improvisó una tertulia de urgencia compuesta por Jean-Paul Sartre, Carlos-Hugo de Borbón Parma, Santiago Carrillo... y Javier Ortiz. Os contaré también, de paso, cómo por aquel tiempo solíamos tomarnos algunas cañas sentados en la terraza de un bistrot próximo y lo que me divertía sentar en mis rodillas y bromear con el revoltoso hijo de un compañero de trabajo de mi primo Emilio, Ramón Chao. Ahora aquel crío es bastante popular. Se llama Manu Chao.)
Digo que hablamos de lo rematadamente mal que está la traducción en España. Lo comentamos tras oír recitar un poema de Arthur Rimbaud titulado Les assis. ¿Cómo traerlo al castellano conservando su mensaje feroz, obsesivo, en el que el ritmo del poema, su música, es casi tan importante como el significado de las palabras? Le comenté a Emilio lo complicado que sería el ejercicio inverso si se tratara de poner en francés, por ejemplo, un poema de César Vallejo. Él me respondió que es factible, pero que para hacerlo hay que tomárselo en serio. Y pagarlo. Me contó que en Francia él participó varias veces en simposios especiales de traductores y escritores montados por una u otra editorial para hacerles debatir sobre la traducción de algunos textos. Yo le recompensé contándole cómo una editorial española, para ganar tiempo, llegó a encargar la traducción de una novela de John le Carré a varios traductores. A cada uno un grupo de capítulos. El resultado –que a la editorial le importó dos pepinos– fue un caos. Pongamos, dicho sea a modo de ejemplo, que el personaje que en el capítulo dos se llamaba Carlos, en el capítulo nueve se reconvertía en Charles. Y así. Hasta el título de la obra estaba mal traducido. La llamaron La chica del tambor. Uno podía tragarse el libro de cabo a rabo sin encontrar por ningún lado el tambor del título. Alguien debería haber explicado en la traducción que Le Carré tituló la novela The Little Drummer Girl en alusión al célebre villancico The Little Drummer Boy, que aquí es conocido como El pequeño tamborilero. Para que se entendiera la referencia literaria, la traducción debería haber dado cuenta de la letra original de la canción, marcando el paralelo entre la historieta del niño que acude al portal de Belén y la peripecia de la moza, Charlie, que Le Carré envía a Palestina. Tras de lo cual, la traducción más sensata, supongo, habría sido La pequeña tamborilera.
Pero el problema de las traducciones en España es que se pagan muy mal, con lo cual se recurre a traductores que o conocen mal los idiomas (el de origen y el castellano: uno, otro o ambos) o no pueden dedicar al encargo el tiempo que sería necesario para hacerlo en condiciones, porque entonces la hora de trabajo les saldría a precio de absoluta miseria.
Debatimos Emilio y yo sobre cómo puede ser que exista una diferencia tan grande entre Francia y en España a la hora de abordar la misma tarea. Coincidimos ambos en que en España –tampoco se trata de exagerar– se hacen algunas traducciones buenas. Incluso muy buenas. Pero, hecha esa salvedad, el asunto da que pensar. Porque, en el fondo, no habla sólo de traducciones, sino del conjunto del trabajo intelectual. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que todo el siglo XX español no haya producido ni media docena de filósofos de talla? Otrosí: ¿cómo explicar que, ahora mismo, auténticos mediocres –de ambos sexos– pasen por escritores de valía? (Seguiré otro día tirando de este mismo hilo de reflexiones. Creo que vale la pena. Y mucho.)
Nota del 15 de marzo de 2006: En este apunte hablé de Manu Chao como si en 1975 fuera un niño. El contraste con los datos biográficos del personaje me lleva a la conclusión de que el niño que yo recuerdo no podía ser él –que, eso sí, andaba por allí–, porque él, a la sazón, tenía 14 años, o algo así. El crío que me vino a la memoria debía de ser hijo de algún otro trabajador de Radio París. Manu, por entonces, según me recuerdan otros testigos de los hechos, se preparaba para hacer labores de recadista de Radio France.