Como ya he comentado alguna vez en los últimos días –aunque sin entrar en detalles que no hacen al caso, al menos por ahora– estoy pasando por una época en la que debo aplicarme a tareas de tipo familiar, algunas de ellas desarrolladas en lugares bastante alejados de mis campamentos-base, todo lo cual no sólo rompe mi dinámica de trabajo habitual, por lo general muy ordenada, sino que también ocupa bastante tiempo y, sobre todo, aporta un estado de ánimo teóricamente poco propicio para la reflexión sobre asuntos políticos y sociales, que suelen ser los de mi preferencia. Dados los ambientes en los que me estoy moviendo y las personas con las que me trato –gentes que no tienen el menor deseo de verse retratadas en los papeles, así sea de manera indirecta–, lo que vivo tampoco me aporta materia para la reflexión sobre los usos y costumbres del personal, que suele ser otro de mis temarios favoritos.
En resumen: se diría que están reunidas todas las condiciones para que pidiera a las compañeras de la sección de Opinión de Público que echaran mano del almacén de Dedos en la llaga intemporales que tenemos montado en previsión de cualquier situación de emergencia que pudiera presentársenos (que sé yo: un accidente o una enfermedad de tipo menor, que me dejara fuera de juego por algunos días). Es lo que en la jerga periodística llamamos “nevera”, aunque quizá fuera más conveniente actualizar el término y llamarlo “congelador”. O sea, que, a falta de comida fresca, tiras del cajón de los congelados.
Pero no lo he hecho. Es cierto que ha habido varios días (pocos) en los que se me ha echado encima la hora del cumplimiento de otras tareas y no he tenido tiempo de escribir algún Apunte del Natural, pero las columnas de Público las he mantenido sin falta, frescas.
Eso se debe a algo de lo que siempre he sido vagamente consciente, pero de lo que estos días estoy adquiriendo la certeza total: escribir, para mí, tiene efectos relajantes. Cuando me pongo a escribir, consigo abstraerme de todas las demás circunstancias de la vida: está el asunto sobre el que he decidido centrarme, está la necesidad de explicar mi pensamiento con la mayor corrección y la mejor capacidad de síntesis de las que sea capaz… y no hay nada más.
La escritura cobra entonces una dimensión terapéutica que la convierte en un elemento clave para aguantar el tipo el resto del día. Actúa como una vía de escape de las preocupaciones. Como una válvula por la que sale el vapor a presión y permite que la olla no estalle. Como un relajante, o un ansiolítico, o como quiera que los médicos llamen a esas pócimas.
Parece que el origen de muchas viejas músicas populares tiene no poco que ver con esto que cuento. Los blues (tristezas) de los trabajadores negros del sur de los EEUU eran su modo de exteriorizar la rabia y la pena: en la medida en que lo sacaban al exterior, lo objetivaban y, en cierta medida, se liberaban de ello.
Es también, en parte, la vieja catarsis griega. Quizá tenga que ver también con la confesión de los católicos. Y con las técnicas del psicoanálisis freudiano.
Son también, en cierto modo, formas de vómito.
Comentarios
A mí me tranquiliza escribir mis cosas, sobre todo cuando se refieren a hechos que detesto, a personas malvadas o, en general, a realidades que me incomodan, me cabrean o directamente me enferman (a veces, literalmente). En ese sentido, escribir para mí es sin duda una manera de limpiarme emocionalmente, y también de ajustar cuentas con lo que me resulta insufrible. Y cuando lo hago me encuentro mucho mejor, ¡hasta mejora mi humor!
Besos, y a seguir bien.
Escrito por: Belén.2007/11/19 12:50:14.867000 GMT+1