Oía ayer el bello Pauvre Rutebeuf de Léo Ferré, pasmoso en su capacidad para musicar –y readaptar, llegado el caso– poemas extraños y misteriosos. No pude evitar conmoverme una vez más con los versos del pionero de los poetas de la miseria (Rutebeuf, del que se sabe muy poco, fue el primer vate que se dejó de mandangas cortesanas y habló con franqueza de lo mal que le iba todo, allá por el París del siglo XIII).
El pobre y autocompasivo Rutebeuf se queja en el poema del abandono de sus supuestos amigos, que le habían dado la espalda: «Que sont mes amis devenus / que j'avais de si près tenus / et tant aimés? / Ils ont été trop clairsemés. / Je crois le vent les a ôtés. / L'amour est morte» (En traducción pedestre y nada poética: «¿Qué ha sido de mis amigos, que tan cercanos tuve y tanto amé? Han sido diezmados. Tal vez se los ha llevado el viento. El amor ha muerto».)
Según oía la queja de Rutebeuf, se me ocurrió comparar mis sentimientos con los suyos. Y llegué a la conclusión de que, si bien yo también podría afirmar que a muchos de mis amigos se los ha llevado el viento, a mí eso no sólo no me apena, sino que me hace feliz.
Veamos. Se dice que Rutebeuf fue durante algunos años un escritor de éxito en la Corte francesa. En ese tiempo parece que no le faltaron los amigos de ocasión, que se le acercaban a ver si les caía algo, del tipo que fuera. Bueno, pues a mí me sucedió lo mismo durante los años que fui subdirector de El Mundo. Sonaba sin parar mi teléfono. Mi correspondencia era inabarcable. Recibía muchas más invitaciones a actos sociales, comidas, cócteles, etc., de las que jamás hubiera podido atender. De creer lo que me decían, tenía admiradores a espuertas. De juzgar por las apariencias, mi éxito era arrollador.
Paparruchas. No me lo creí nunca. Esos agasajos aduladores me sonaban a hueco por los cuatro costados. Como nunca me han gustado los festejos y ágapes de postín, no iba a ninguno, salvo cuando no me quedaba más remedio («por imperativo legal», como quien dice). De modo que, cuando dimití de mi empleo y salí a la carrera, conservando de mi anterior ocupación lo único que siempre ha sido más fuerte que yo (publicar), me divertí muchísimo comprobando cómo la tropa de los que querían quedar conmigo sin parar e invitarme a lo que fuera se olvidó por completo de mi existencia. Cosa que agradecí infinitamente a sus integrantes, aunque ellos ni se enteraran.
Hubo uno, al que yo apreciaba –lo admito: soy débil y sentimental– que me telefoneó un buen día hace pocos meses y, según llevaba charlando con él un rato, pensé que me llamaba sólo para saber de mí, sin tener nada que pedirme. Y me alegré, y se lo dije. Lo coloqué en una situación de lo más embarazosa, porque tuvo que reconocer que me telefoneaba para pedirme un favor, sólo que todavía no lo había dicho.
El pobre Rutebeuf se quejaba de haberse quedado sin amigos. Yo no podría decir nada de ese estilo, porque tengo bastantes amigos, y además muy buenos, de esos que no te fallan ni cuando les das motivos. Pero me sobraba la tira de falsos amigos, en cuya amistad nunca creí, y de los que me he librado por la vía rápida, desde que ya no decido qué artículos pueden salir o no salir en las páginas de El Mundo.
Ganancia neta. Atenderlos me hacía perder horas y más horas. Menudos plastas.
No entiendo qué le pasó al pobre Rutebeuf. Para mí que no se lo montó nada bien. La culpa tuvo que ser suya.