Mi buen amigo Gervasio Guzmán, que es seguidor de la Real Sociedad –el pobre es todo lo que se me ocurra, por insólito que resulte–, tiene una teoría personal sobre las desgracias del equipo de fútbol de nuestra ciudad. «Vale, los jugadores no son gran cosa. Y les han cambiado de esquema de juego varias veces en muy poco tiempo. Pero, además de todo lo que tú quieras, la verdad es que a la Real se le ha perdido el respeto», dice.
–¿El respeto? –le pregunto, un tanto sorprendido.
–Sí. El respeto.
–¿En qué sentido? –interrogo, me temo que en tono bastante distraído.
–Lo digo en serio, Javier. De verdad. Antes, los árbitros, e incluso los contrarios, consideraban que la Real era un equipo importante, al que no se le podía tratar de cualquier modo, porque, si se le vejaba injustamente, eso podía tener serias repercusiones. De todo tipo: federativas, mediáticas y hasta, si me apuras, políticas. Ahora es evidente que todos parten del sobreentendido de que a la Real, que va camino de Segunda, se le puede hacer lo que sea y que a todo el mundo le da más o menos lo mismo. ¿No te has fijado que le pitan penaltis en contra que sólo los ha visto el árbitro, o ni siquiera? ¿Y que le expulsan a jugadores porque sí, para hacer boca?
–Vale, Gervasio. Acabas de descubrir la pólvora mojada. Te has dado cuenta de que, si un equipo tiene poco peso específico, lo tratan como si tuviera poco peso específico. ¡Vaya una sorpresa!
–¿Y qué pasa? ¿No te cabrea?
–Pero, ¿qué más da lo que me enfade o no a mí? Puestos a analizar fenómenos de ese estilo, me parece mucho más digno de estudio que al Real Madrid lo traten también como a una estera vieja y le den palos a gogó, incluso cuando no se los merece.
–¡Lo que me faltaba por oír, Javier! Ahora resulta que te apuntas a las quejas de Fabio Capello, que sostiene que los árbitros «no ayudan» a su equipo!
–Pues no le falta su tanto de razón –contesto–. Él daba por hecho que el Real Madrid debe ser tratado con un plus de consideración y no entiende que a veces lo vapuleen como a un cualquiera. En realidad, lo mismo le pasa al Barça. Hace unos años, una expulsión como la de Oleguer del sábado habría sido inconcebible.
–Y ¿a qué atribuyes eso?
Me quedo pensándolo. Y le soy sincero en mi respuesta.
–Pues no lo sé, Gervasio. No a ciencia cierta. Tiendo a pensar que lo más probable es que el estamento dirigente del fútbol español no tenga claro dónde está hoy en día y dónde no está el poder, y que eso justifique los bandazos que dan sus ejecutores. O que, a la vista del caos generalizado, cada cual se anime a tirar por donde le dictan sus vísceras. O que, en medio de toda esa confusión, los haya que han decidido sancionar lo que les parece sancionable, sin encomendarse ni a dios ni al diablo.
–Y eso ¿es bueno o es malo? –me emplaza Gervasio.
–Supongo que bueno –le respondo–. Ya sabes que siempre me quejo de que la gente identifique la anarquía con el caos. Pero admito que simpatizo bastante más con el caos que con el orden despótico.
–Pero, anda, Javier, seamos serios; no me jodas. ¿Estamos hablando de fútbol, o de qué? –se me enfada.
–De todo un poco, supongo, Gervasio. De todo un poco.
Y oigo, seco y rotundo, el inconfundible clic furioso con el que clausura la mayoría de nuestras conversaciones telefónicas.