Los campeones del llamado neoliberalismo presentan como una verdad evidente por sí misma –que no requiere demostración, por lo tanto– el dogma según el cual la puesta de las empresas públicas en manos privadas contribuye al incremento de la competencia y, en consecuencia, al abaratamiento de los precios.
Entiendo bien que huyan de aportar pruebas de que las cosas son así, porque lo tendrían crudo.
Hay dos sectores clave de la economía española –no sólo española, ni mucho menos, pero me centro en la que nos toca sufrir de modo más directo– que han sido sometidos en los últimos años al tratamiento de choque de la privatización sin que esa transformación haya redundado ni poco ni mucho en beneficio de los usuarios.
Estoy aludiendo, por supuesto, a los mercados de la telefonía y los carburantes.
Es falso que se hayan liberalizado. Lo que han hecho es reemplazar los anteriores monopolios estatales por oligopolios de oferta privada.
Los integrantes del puñado de empresas privadas que han ocupado el espacio del monopolio estatal acuden al mercado con precios falsamente plurales. No me es posible afirmar que son precios pactados, porque si lo dijera tendría que aportar las pruebas de mi acusación, y no las tengo (yo qué sé si se reúnen, si se hablan por teléfono o cómo se las arreglan). A cambio, lo que sí puedo denunciar, porque para eso me basta con llamar la atención sobre los resultados, es que los precios acaban estableciéndose como si las empresas oligopólicas los hubieran pactado previamente.
El caso más obvio se nos viene encima el 1 del próximo mes: todas las empresas de telefonía móvil (todas menos una recién llegada, que está dispuesta a limitar sus beneficios de manera temporal para hacerse un hueco) han decidido subir los precios para neutralizar la rebaja de beneficios que les acarrearía la nueva legislación contra el redondeo de tarifas.
¿En qué ha salido ganando el
pueblo llano con las privatizaciones? En nada que pueda constatarse con un
mínimo de claridad. A cambio, sí está claro en qué ha perdido. Antes, al menos,
las empresas que obtenían grandes beneficios en ese par de sectores eran
estatales, de modo que sus ganancias iban a engrosar el erario. Otra cosa es que
luego el Estado se las ingeniera para gastar con más o
menos provecho general lo que ganaba con ellas.
Pero podía hacerlo. Ahora las ganancias van
directamente a bolsillos particulares.
Si eso es progreso, que venga Adam Smith y lo vea.