No sé muy bien por qué. Estaba indolente, después de varias horas de conducir y de haberme perdido al entrar en Madrid, donde las infinitas obras medio acabadas –o medio empezadas– convierten en la cosa más fácil del mundo ir a un sitio cuando pretendes dirigirte a otro.
No me apetecía gran cosa ver fútbol. Tampoco una película. Es verdad que hubiera podido leer durante un rato y echarme luego a dormir, sin más. Pero el caso es que no lo hice.
En fin, vuelvo al inicio: no sé muy bien por qué.
El caso es que anoche vi el Festival de Eurovisión.
Fue una experiencia traumática, pero estremecedora. Y, en todo caso, sorprendente.
Me descubrió un montón de realidades que no sólo desconocía, sino que no tenía ni la más mínima idea de que pudieran existir.
La parte menos interesante del evento me pareció la musical. Las canciones, aunque quizá en su inspiración primigenia fueran diferentes –y alguna cabe que no irremediablemente horrible–, venían a ser todas la misma, en virtud del estruendoso pachún-pachún de los arreglos. Aunque no las oí todas, desde luego, y tampoco puedo decir que les prestara una enorme atención constante, saqué la conclusión de que las habían pasado a las pobres, una tras otra, por la misma máquina estropiciadora, de manera que tanto daba que esta o aquella hubiera podido convertirse, de ponerse a ello, en una pieza folk, en un vals o en una polca, porque el producto final era el mismo pachún-pachún ensordecedor.
La razón principal por la que no podía concentrarme en la faceta musical del acontecimiento era que otros elementos de lo exhibido me distraían sin parar.
Para empezar, el aspecto de los concursantes. No había visto una estética pareja desde que mi hermano Bobi me llevó a ver a Johnson en El Molino de Barcelona en 1969. El Molino era a la sazón una sala de fiestas o teatro de varietés muy popular. Según como te lo tomaras, podía resultar bastante divertido o rematadamente deprimente. Acudían a él no pocos señores entrados en años que competían por deslizar algún billete por el escote de las coristas y vedettes que, según aseguraba el cartel de la entrada, cantaban. Me llamó la atención lo mucho que podían tardar aquellos señores en realizar una tarea en principio tan sencilla como introducir un billete de veinte duros en un muy holgado escote. El caballero que se hacía llamar Johnson, hombre tirando a añoso, salía vestido de cigala (sic), cargado de lentejuelas, y el público le llamaba de todo y él tenía respuesta rápida e incisiva para cualquier improperio. (Pongamos que alguien le gritaba: «¡Maricón!». Pues él contestaba: «¡Para lo que gustes, tío bueno!». Y así.)
Podría considerársele un precursor de la estética de la Orquesta Mondragón.
En todo caso, un referente clarísimo de los actuantes en el Festival de Eurovisión de ayer.
El escenario, así como la decoración y la ambientación globales del palacio que dio acogida al concurso eurovisivo, eran de traca. En el sentido más literal de la expresión, porque cada dos por tres empezaban a salir fuegos de artificio por todos los rincones, mientras las luces giraban y cambiaban de tono a una velocidad tan innecesaria como mareante. El resultado general –supongo que no pretendido– era de verdadera pesadilla.
No obstante, lo que me causó una más viva y lacerante impresión fue el público.
Porque lo de los presuntos artistas lo entiendo: si te pagan por hacer eso, pues lo haces. Sin complejos, que diría Rajoy. (Desde ese punto de vista, puedo incluso hacerme cargo de lo maquilladísimos que iban. Quizá lo hacían para que nadie pudiera reconocerlos por la calle a partir de hoy.) Además, en tanto que periodista, soy incapaz de ponerme demasiado severo con las ruindades que los demás tienen que hacer para ganarse la vida.
Pero, lo del público ¿por qué? ¿Qué necesidad tenían esos miles de personas de estar todo el rato gritando, elevando los brazos como posesos, dando voces y agitando banderas, muchas de ellas de ignota procedencia? ¿Qué les habían dado? ¿Cómo podían saber, incluso, qué carajo estaban cantando los que ocupaban el escenario, si ellos no paraban de bramar por su cuenta, rivalizando en estruendo con los concursantes?
Me pareció todo rarísimo.
Incluyendo a los representantes de TVE, los para mí perfectamente desconocidos D’Nash, que a saber dónde se habían dejado a Crosby, Still y Young.
Rematé el esperpento horas más tarde leyendo la crónica que hizo del Festival la agencia Efe, en la que nos informó de que la ganadora, la serbia Marija Serifovic, «empezó a cantar a los 12 años y ya entonces era capaz de cantar temas como 'I will always love you', de Whitney Houston.»
Prescindiendo del hecho de que yo mismo tengo una vecinita de 10 años que es capaz de cantar esa canción (la cuestión no es cantarla, sino cómo), habrá que informar a la afamada agencia desinformativa de que I Will Always Love You no fue compuesta por Whitney Houston, por mucho que la mozuela nos martirizara con ella en una sensiblona película de infausta memoria. Que la compuso muchos años antes e interpretó –con bastante más arte, además– una señora de voz increíble y muy comentada pechera, que nació en Sevierville (Tennessee, USA) el 19 de enero de 1946 y sigue respondiendo al nombre de Rebecca Parton. O sea, Dolly Parton.
«Esto no hay por dónde cogerlo», dijo uno de los componentes del grupo español D’Nash, tras conocer el resultado de la votación.
No precisó a qué se refería al hablar de «esto». Según de lo que hablara, y de cuánto abarcara, podríamos estar de acuerdo.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: No hay por dónde cogerlo.