En una cosa tenía plena razón Mariano Rajoy cuando se enfrentó ayer con tanta ferocidad a José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso de los Diputados: si el llamado Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo se ampliara para dar cabida a IU, a los nacionalistas vascos y a Esquerra Republicana, dejaría de ser lo que fue; se desnaturalizaría por completo.
Porque aquel Pacto, se llamara como se llamara, ni tenía la finalidad de defender las libertades –que, en la medida en que existen, ya están garantizadas por textos de muy superior rango– ni pretendía añadir eficacia a la lucha contra ETA, a la que apenas mencionaba. Lo que buscaba era algo que a la sazón estaba muy en boga: considerar cómplices del terrorismo a todos los defensores del derecho de autodeterminación y a los partidarios de propiciar la disolución de ETA por la vía del diálogo.
En aquel tiempo, Rodríguez Zapatero decía que estaba de acuerdo con el PP en que «esa gente» debía ser tratada como apestada. Incluso exhibía como un mérito el hecho –a mí me aseguraron que falso– de que jamás había hablado con el presidente del PNV.
Si la memoria no me falla –y creo que no–, la idea central del prólogo de aquel Pacto era precisamente la consideración del nacionalismo vasco como caldo de cultivo del terrorismo. Los metía en el mismo saco.
Ahora aparece Zapatero y dice que hay que contar con el PNV para luchar contra ETA. Dejo bien sentado que lo considero un cambio positivo y una muestra de sensatez. Pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que se trata de un cambio sustancial, que afecta a la columna vertebral de aquel acuerdo.
De un acuerdo que tenía también otro aspecto clave, aunque nunca se explicitara del todo: el apuntalamiento del bipartidismo. Se trataba de afincar en España el dominio indiscutible y compartido de dos formaciones políticas conformes en casi todo lo esencial, que pudieran relevarse en el Gobierno de la Nación sin que la sustitución de la una por la otra entrañara sino un cambio «de cultura», como alguien me dijo hace unos días: los unos más católicos, los otros más laicos; los unos más por Julio Iglesias, los otros más por Víctor Belén y Ana Manuel; los unos más por los Óscar, los otros más por los Goya, y así todo. Pero de acuerdo en lo esencial: en el FMI y el Banco Europeo; en que qué mal Hugo Chávez, Evo Morales y la nacionalización de nuestras empresas; en que mucho ojito con la inmigración salvaje; en que son absurdos estos nacionalismos de por aquí ahora que estamos superando las fronteras (menos las que frenan la inmigración salvaje, claro), etc.
Rodríguez Zapatero se ha salido (poco y mal, pero se ha salido) de ese esquema, y lo ha hecho por razones que serán todo lo discutibles que se quiera y hasta un poco más, pero se ha salido, y eso tiene de los nervios a Rajoy y los suyos, que venían ya calentitos de su derrota electoral, que nunca han acabado de asimilar. De modo que estallan cada dos por tres.
Zapatero está penando algunos de sus pecados mortales. Uno, y muy claro, fue el precio que pagó en su día para «ser creíble» a los ojos de la derecha sociológica española. Uno de sus próximos me lo explicó en su momento con palabras que no recuerdo con exactitud literal, pero que no fueron muy distintas de éstas: «Él ya sabe que la Ley de Partidos y el Pacto Antiterrorista son un bodrio, y que por esa vía no se va a solucionar al final nada de nada, pero cree que tiene que izar esas banderas para llegar a La Moncloa, porque el electorado español es el que es. Una vez que logre el Gobierno, ya se encargará de arriarlas discretamente, poco a poco».
No ha podido arriarlas. Y de discreción, lamentablemente, nada de nada.