Un lector me pregunta a qué me refiero cuando afirmo que la mayoría de las y los novelistas españoles actuales escribe mal. Le intriga cómo se puede establecer algo así. Dado que no sé cuál es su profesión, no se lo puedo explicar con ejemplos tomados de su gremio. Imaginemos que fuera fontanero: le diría que un buen fontanero debe reunir algunas virtudes. Por ejemplo: está feo que deje empalmes que goteen. Para lo cual, en primer lugar, ha de saber cómo se aprietan las tuercas. Y, en segundo término, no debe dejarse obnubilar por el deseo de acabar cuanto antes, cobrar y largarse.
La buena escritura se sujeta a reglas que, por lo general, son relativamente sencillas. Incluso sencillísimas. Pero hay que estudiarlas, dedicarles su tiempo y aplicarlas.
La mayoría son de mera mecánica. Otras tienen que ver con asuntos más difíciles de controlar por la brava, porque requieren cierto sentido del ritmo, del tiempo, del tono…
Yo no soy un teórico de esas materias. En consecuencia, no puedo dar recetas. A cambio, creo que tengo cierta intuición: cuando algo no funciona en un escrito, me chirría. A veces. No siempre.
En ese sentido, me pasa como con las personas. Si no son de fiar, me saltan las alarmas. (No, no lo he explicado bien: si me saltan las alarmas, es que no son de fiar. Pero puede que no sean de fiar y no me salten las alarmas. Porque hay estafadores –y estafadoras– mucho más inteligentes que yo. Me consta.)
Hace años, un grupo de universitarios madrileños hizo un trabajo sobre mi modo de escribir. Lo que más me gustó de su reflexión, que incluía muchos aspectos técnicos –algunos críticos, como mi tendencia, muy vasca, al abuso de los adverbios–, fue que dijeran que el rasgo más peculiar de mi discurso consiste en que practico «la lógica molesta».
Me divirtió la observación. No sé si será realmente así, pero lo intento.
Ayer me referí a ello de manera tangencial (ya había escrito «tangencialmente», para confirmar mi maldito gusto por los adverbios).
Entre los principios que rigen mi banal existencia, uno es ése, sin duda. Si alguien me demuestra que algo es verdad, me apunto. Y cuanto más contradiga mis prejuicios, más ganas me da de apuntarme.
Lo que no sé es a qué se debe: si a que tengo un espíritu muy subversivo o a que no vivo de defender ninguna mentira concreta.
De todos modos, lo más curioso, y lo que debería tratar con mi psicoanalista –si lo tuviera: le he sobrevivido–, es por qué narices estoy esta noche, a las tres y pico de la mañana, a escasas horas de un viaje complicado de narices, sin haber hecho aún la maleta… y contándoos todo esto, cuando nadie me paga por ello.
Mi difunto psicoanalista me lo habría dicho, ajustándose las gafas con el dedo índice, para resaltar aún más su parecido con Zeca Afonso:
–Lo sabes de sobra, Javier.
Y habría acertado, una vez más.