Una encuesta realizada ayer por la mañana por una cadena de radio, no sé con qué grado de solvencia –la encuesta, no la cadena de radio–, dio como resultado que algo así como una cuarta parte de los españoles prefería que el F. C. Barcelona perdiera contra el Arsenal en la final de la Copa de Europa de Campeones.
Empezaré por precisar que no soy defensor de las patrioterías futboleras, ni nada por el estilo. Más bien todo lo contrario. No tengo ningún inconveniente en confesar que mis sentimientos hostiles al Real Madrid son tan puros que deseo que pierda siempre, sea con quien sea e incluso como sea. Hasta tal punto es así que, por ejemplo, el martes pasado me fastidió la victoria de Osasuna, equipo que me cae muy bien, porque su triunfo propició que el Real Madrid alcanzara el segundo puesto en la clasificación de la Liga, otorgándole el derecho a participar en la Champions (así la llaman ahora) del año que viene.
Lo que a mí me haría realmente feliz es que el Real Madrid bajara a Segunda División.
¿Por qué? Mi psicoanalista –que falleció, el pobre, llevándose mis más recónditos secretos a la tumba– os lo habría podido explicar: en mi infancia donostiarra, la afición al Real Madrid y la violencia represiva se me aparecieron siempre como meras facetas de lo mismo. No me refiero a la represión política, sino a todas las represiones a la vez, incluidas las domésticas. Llegué a ver el escudo del Real Madrid con los mismos sentimientos que tendría un judío alemán ante la insignia de las SS. Tan fue así que, cuando en 1962 un grupo guerrillero venezolano secuestró a Alfredo Di Stéfano para protestar por el fusilamiento de Julián Grimau y por la falta de libertad en su país, hasta me alegré. (Tenía yo 14 años: no se lo tomen ustedes muy en serio).
De modo que, como sé que el negativo de una fotografía es la misma fotografía, puedo entender que haya muchos ciudadanos y ciudadanas de España, educados en sus propias cosas, convenientemente fanatizados –igual que yo, insisto, sólo que al revés–, que deseen que el Barça lo pierda todo, y hasta que a la propia Barcelona le vaya cuanto peor, mejor. Recuerdo a algunos fachas afincados en la Donostia de los años cincuenta cantando: «Qué bonito es Barcelona / visto desde un aeroplano. / Qué bonito es ver caer / cinco bombas sobre él / y dejarlo todo llano.»
Hemos mejorado. Ahora se conformarían con que perdiera su equipo.
No lo han conseguido, pero tienen premio de consolación. Han logrado que Alfonso Guerra y los suyos se «cepillen» –según su propia expresión– el nuevo Estatut de Cataluña.
En eso sí que me distingo de los centralistas de todo cuño: yo le deseo lo mejor al pueblo de Madrid, que me tiene acogido desde hace casi treinta años. Y no sólo no tengo nada contra su autonomía, sino que incluso apoyaría su independencia.
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Nota.–
La columna que hoy me publica El
Mundo no ha aparecido ni aparecerá en los Apuntes del Natural. De modo que quien quiera leerla tendrá que hacerlo
en la sección correspondiente.