Dicen algunos entendidos en asuntos estatutarios (yo no lo puedo confirmar porque no me he tomado el trabajo de cotejarlo, pero debe de ser cierto, porque nadie les has acusado de estar fabulando) que el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía incluye del orden de 40 artículos que son iguales a otros tantos del recién refrendado Estatut catalán que han sido recurridos ante el Tribunal Constitucional. Sin embargo, nadie ha anunciado que piense llevar esos artículos del Estatuto andaluz al Constitucional. Ni ésos ni ninguno.
Alguno se preguntará cómo puede ser tal cosa. Si se considera que es anticonstitucional que una comunidad autónoma asuma tal o cual competencia o se arrogue este o aquel derecho, lo será en todo caso, sea la comunidad autónoma que sea.
Pero no. No estamos ante una arbitrariedad caprichosa, sino ante una decisión tomada con criterio. Con un criterio que recuerda lo que Groucho Marx, un día que se sentía especialmente tolerante, le dijo a un bobo que había expresado una opinión boba: «Es una opinión. Una opinión imbécil, pero una opinión». La derecha política y judicial española aplica a su modo un viejo principio que en ciertas condiciones puede ser muy razonable: no tratar igual lo desigual. A sus ojos, Cataluña y Andalucía no pueden tener el mismo trato, porque mientras la autonomía andaluza no pone en peligro la sagrada unidad de España, porque los andaluces no son separatistas, los catalanes –que, como todo el mundo sabe, son muy suyos– aprovechan cuanto recurso pone el Estado en sus manos para afirmar su marcha hacia la independencia de Cataluña. De modo que el Estatut catalán debe ser vigilado, mirado del derecho y del revés y marcado de cerca, cosa que resulta innecesaria con el Estatuto andaluz.
A su modo, y haciendo abstracción de las muchísimas diferencias que separan ambos casos, es el mismo tipo de criterio que dictó la sentencia condenatoria contra Iñaki de Juana Chaos por los dos artículos que publicó en Gara. Si lo que se decía en aquel par de textos lo hubiera escrito alguien que no fuera de ETA, a ningún juez se le habría ocurrido no ya condenar al autor por un delito de amenazas terroristas, sino ni siquiera tomarlo en consideración. Pero, lo dicho: no hay que tratar igual lo desigual. Lo de menos es que ninguno de los dos artículos contuviera amenaza alguna. Lo que importa es que los firmaba De Juana, y todo cuanto diga o escriba él es susceptible de ser interpretado como delito, si al que instruye y a los que juzgan les peta. Si él dice: «Ándense con cuidado los que…», ellos argumentan: «Está diciendo que, si los aludidos no hacen lo que él quiere, su vida corre peligro».
Claro que, abordando así las cosas, las causas de inconstitucionalidad, en un caso, y los delitos penales, en el otro, pierden todo carácter objetivo. Lo decisivo no son los hechos, sino los autores. No se condenan actuaciones; se persigue a determinados individuos o a colectividades. Es aberrante, pero tampoco demasiado sorprendente: somos muchos los que ya estamos curados de espanto.
Lo que no sé es por qué se empeñan en seguir representando a la Justicia como una figura de mujer con los ojos vendados. Ese símbolo de imparcialidad está totalmente de más. La derecha judicial española –uno de los frentes de la derecha en su conjunto– ni es imparcial ni hace el menor esfuerzo por fingir que lo es.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Entre Cataluña y De Juana.