Haré dos comentarios, ambos breves, a la noticia que manda en las portadas de los periódicos y los informativos audiovisuales de hoy. Me refiero a la acción de guerra en la que han perdido la vida seis integrantes del contingente del Ejército español que el Gobierno de Madrid envió a Líbano.
En primer lugar, me cumple manifestar de nuevo mi desacuerdo con la participación de las Fuerzas Armadas españolas en la fijación de determinadas relaciones de fuerza en algunos escenarios convulsos del Tercer Mundo.
Si los ejércitos occidentales intervinieran siempre, por principio, bajo mandato de las Naciones Unidas, para separar a los contendientes de cualquier conflicto bélico, mi posición sería otra. Si, por ejemplo, vinieran actuando sistemáticamente para frenar las reiteradas operaciones de expansión del Estado de Israel, en defensa de la integridad territorial de las naciones agredidas y del derecho a vivir en paz de sus poblaciones. Pero no. Sólo actúan allí donde a las potencias occidentales les interesa consolidar un determinado statu quo.
La apelación a «razones humanitarias» es cualquier cosa menos convincente. Si las razones de verdadero fondo que explican esas labores de supuesta interposición fueran realmente humanitarias, altruistas, se actuaría para cortar de raíz con todas las guerras, empezando por las que desangran sin parar el continente africano, en donde la llamada «comunidad internacional» mete las narices poco y con desgana, salvo cuando se trata de vender armas a los contendientes para que se maten todo lo que quieran y puedan.
Cuando las guerras estallan por la existencia de relaciones de opresión y de injusticia flagrante, una intervención militar que se desentienda de la necesidad de rectificar las realidades de fondo nunca podrá tenerse por verdaderamente humanitaria. En esa misma línea –en la de empezar por llamar a cada cosa por su nombre–, no creo que tenga sentido decir que los seis soldados del Ejército español han sido víctimas de un acto terrorista. En una guerra sí pueden producirse actos terroristas, pero no cabe calificar de tales aquellos que se dirigen contra la fuerza militar enemiga. Los soldados españoles podrían ser muchas cosas, pero no, desde luego, población civil.
El otro aspecto de la noticia en el que resulta inevitable reparar es la nacionalidad de los fallecidos. Tres de ellos eran no «de origen colombiano», como dice el editorial de hoy de El País –todo él un modelo de burocratismo mental y de galbana ideológica–, sino de nacionalidad colombiana. Colombianos, a todos los efectos. Algo que conviene no pasar por alto, porque revela que una parte del humanitarismo que distribuyen las Fuerzas Armadas españolas se alquila en el mercado internacional, como lo hacía antes en exclusiva la Legión Extranjera, lo cual restituye al término «soldado» su primitivo significado, que aludía al sueldo cobrado por combatir.
Siempre se habla en tono crítico del origen de la mayoría de los soldados estadounidenses a los que el Gobierno de Washington envía a luchar por esos mundos de Dios: casi todos hispanos y afroamericanos.
Pero norteamericanos. Tal vez de segunda, pero norteamericanos.
Lo del Ejército español no parece mejor. Aunque, claro, algo tienen que hacer, cuando el número de españoles dispuestos a alistarse no permite alcanzar los mínimos que se empeñan en cubrir.