La ministra Cristina Narbona –que no es la integrante de la troupe de Zapatero que peor me cae, hombres incluidos– ha declarado que, si de ella dependiera, prohibiría que se estoqueara a los toros de lidia. No lo ha dicho exactamente así (supongo, para empezar, que no pondría mi mismo cuidado en evitar la expresión «toros bravos»), pero ésa fue su idea, si no la he malinterpretado: llegar a una solución a la portuguesa, admitiendo que se maltrate a las toros, pero rechazando que los maten.
En mi criterio (que probablemente coincide con el suyo en este asunto), lo mejor sería acabar por completo con el deplorable espectáculo de la tauromaquia, pero el compromiso transaccional que propone no me disgusta. Podría mejorarse añadiendo una cláusula que prohibiera a las administraciones públicas colaborar con (y no digamos subvencionar) cualquier tipo de ceremonias rituales degradantes (lo que incluiría, claro está, las procesiones de flagelantes y otras impudicias celtibéricas), pero tampoco quisiera mostrarme demasiado perfeccionista, al menos por hoy.
Pese a su moderación, que acabo de realzar, la propuesta de Cristina Narbona ha sido de inmediato respondida y criticada de manera encendida, no sólo por la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo (¡faltaría más!) y de María, sino también por varios supuestos socialistas y hasta por algún presunto comunista. Ahí han estado al quite (muy taurinos ellos, como se ve) desde el nunca mal ponderado Pérez Rubalcaba al inexplicable Gaspar Llamazares (¿que les dirá a sus socios ecologistas?), pasando por... ¡Felipe González!
Una de las ventajas que tiene ser ex –de no ocupar un cargo público: algo que compartimos los periodistas– es que uno habla de lo que se le pone. Puede obviar todo lo que le parece antipático, innecesariamente conflictivo o excesivamente complejo. Por eso es doblemente llamativa la toma de posición de González con respecto a la tauromaquia.
El ex presidente del Gobierno asegura que su dilatada experiencia le ha permitido tener conocimiento de espectáculos mucho más brutales que los que se escenifican en los cosos taurinos. Según lo oí, me entró también a mí un ataque de casticismo y, recordando la afición del sevillano por el billar francés, me dije: «¡Así se las ponían a Fernando VII!»
Y le respondí mentalmente, y ahora por escrito: «¡Por supuesto que sí! En su larga carrera, usted, señor González, ha sabido, y muy de cerca, de cosas mucho peores: de secuestros y de atentados mortales, como los realizados en nombre de los GAL, y de los inicios sangrientos de esa aventura que ahora prosigue su curso en Irak y en Afganistán, y de las guerras balcánicas realizadas en nombre de un derecho de autodeterminación que usted sólo admite cuando lo proclaman los Kohl y CIA (con mayúsculas), y de las reconversiones industriales perpetradas a pelo y sin anestesia con el concurso graneado de la Guardia Civil, y de la traición al pueblo saharaui, y de la venta de armas al Chile de Pinochet (¿se acordará también de eso?) y a la Turquía genocida del pueblo kurdo... ¿Qué representan, al lado de todo eso, unos cuantos cornudos de más o de menos sobre la piel de toro?»
Dicho sea sin acritú, por supuesto.