Cuando la culpa del incremento del precio de los carburantes no la tiene el programa nuclear iraní, le corresponde a la nacionalización de los hidrocarburos decretada por el Gobierno boliviano. No se esfuerce usted en averiguar qué relación de causa y efecto hay entre nada de eso y el encarecimiento del barril de crudo, porque no la hay. Tampoco se tome el trabajo de calcular el aumento del coste de las gasolinas en función de la carestía del barril de petróleo: sobre el total del dinero que usted paga cuando llena el depósito de su coche, la parte correspondiente a la materia prima es mínima.
Estamos ante una campaña monumental de intoxicación informativa destinada a presentar como resultado de un cúmulo de fatalidades lo que en la práctica es, en lo esencial, un movimiento especulativo como las copas de mil pinos. Con el agravante de que los poderes teóricamente públicos no tienen ninguna gana de cortar por lo sano con esa escalada porque, cuanto más sube el precio de los combustibles, mayor es la tajada fiscal que ellos obtienen. Así que los ministros de Economía y Hacienda occidentales ponen cara de gran pena y lamentan lo mal que le va al IPC, pero para su coleto no paran de contar la pasta gansa que se llevan con ello.
De entre las muchas reacciones irritantes que ha producido la nacionalización de los hidrocarburos bolivianos, quizá la más cabreante de todas sea la manifestada por Javier Solana, representante de la Política Exterior de la UE, que ha hablado de la «inseguridad jurídica» creada y de lo mal que lo puede pasar Bolivia si pierde inversiones extranjeras. Ignoro si Solana se tomará el trabajo de leer informes sobre la situación económica y social boliviana. De hacerlo, se enteraría de que hasta ahora la presencia de multinacionales en Bolivia no ha contribuido gran cosa a la erradicación de la miseria. Más bien todo lo contrario. Y ya, si de paso se informara del contenido de las leyes bolivianas y de los tratados internacionales aplicables al caso –en especial el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de los Derechos Económicos y Culturales, avalados por la ONU–, sabría que lo ilegal era lo que venía ocurriendo hasta ahora, que las multinacionales actuaban como si fueran dueñas de los recursos energéticos de aquel país.
Evo Morales no ha expropiado nada. Ha fijado que esos recursos son propiedad inalienable del pueblo de Bolivia y que las compañías extranjeras que quieran operar allí deberán rubricar acuerdos razonables para las dos partes.
Morales quiere seguridad jurídica. Pero para su propio pueblo, en primer lugar.
Para inseguridad jurídica, la nuestra, que no sabemos si dentro de tres meses habremos de hacer lo de Joto, aquel que vendió la moto para comprar gasolina.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Tras las huellas de Joto.