Hay una frase que es muy típica de algunos taxistas de Madrid, dados a perorar sobre la actualidad política y social, aunque no les hayas dado pie para ello: «¡Eso lo resolvía yo en dos patadas!», sentencian, elevando su voz sobre la de Federico Jiménez Losantos.
Sus dos patadas suelen ser casi siempre más de dos: el restablecimiento de la pena de muerte, la triplicación de las sentencias de cárcel, la instauración de la cadena perpetua, la ilegalización de todo lo que les parece mal, la aplicación en versión española de la ley de Lynch...
En más de una ocasión he acabado yo con su rollo «en dos patadas», exigiéndoles, en tanto que pagador de la carrera, que hicieran dos cosas muy simples: cerrar el pico y apagar la radio.
Hablo del gremio de los taxistas de Madrid porque no tengo apenas experiencia en los de otras ciudades, y el de la capital ha ganado bastante fama por sus devociones políticas.
Un día monté en un taxi cuyo conductor llevaba puesta música de Bach en un excelente equipo de sonido. Daba gloria. Trabé con él una agradable conversación, lo que me animó a suscitar el tema, aunque con buenos modos.
–Se dice que los taxistas de Madrid son muy de derechas, pero supongo que será una exageración… –avancé.
–Se quedan cortos –me respondió–. Yo, hace años que no hablo en la parada con los compañeros. Me encierro en el coche. Siempre acababa de mala hostia.
El más cómico con el que me he topado en los últimos tiempos fue uno que empezó a echarse un mitin defendiendo la tesis de que «los moros» son intrínsecamente traicioneros. No hace falta decir que, para él, «los moros» son todos los humanos que habitan desde Mauritania a Indonesia, más o menos. Me resultó tan disparatada la tesis que me la tomé a coña.
–Qué, un poquitín racista, ¿eh? –le dije.
–¿Racista yo? –se indignó–. ¡Pero si no tengo nada contra los negros!
Pero hay que precisar que la cofradía de las dos patadas no se circunscribe a la derecha cavernícola española, con o sin licencia de taxi. Tiene también bastantes afiliados en otros campos geográficos y políticos.
El otro día escribí sobre la campaña que hubo en Barcelona para cerrar una librería que vendía opúsculos nazi-fascistas. Un amigo me escribió contando su experiencia en aquella historia, que transcribo retocando los pasajes que podrían identificarlo. Me decía en su correo electrónico:
«Lo que cuentas hoy en tu apunte me ha recordado que en su día me invitaron a ir al asalto de la Librería Europa. No fui por los mismos motivos que te movieron a no firmar aquel manifiesto (encabezado por Ferran Gallego, zoquete del PSUC que pidió el voto para Montilla en las pasadas elecciones catalanas). Pero conozco a gente que fue, allá por 1998 o 1999. Aquel aquelarre consistió en una emulación izquierdista de la Kristallnacht. Los antifascistas domingueros rompieron la persiana, irrumpieron en el local, lo destrozaron todo y amontonaron los libros en la calle, para prenderles fuego. Me contaba un conocido, horrorizado, que rescató varias obras de la pira de libros: Antonio Machado, García Márquez, Fray Luis de León... Famosos autores nacionalsocialistas. Ferran Gallego defendió la ilegalización de Euskal Herritarrok. Llamaba "amigos de los asesinos" a quienes no estaban a favor de la Ley de Partidos. Se ve que al tal Gallego le encanta perseguir ideas.»
La acción brutal suele sustentarse en un pensamiento reduccionista, hostil a los matices. Recuerdo que, hace algo así como tres lustros, di una conferencia en Donostia sobre la situación política del momento. Supongo que hablaría del terrorismo de Estado, de la corrupción, de la tortura, del retroceso de la autonomización del Estado, etc. El caso es que, llegado el coloquio, se levantó un integrante del público y me dijo: «Me alegra que pienses que estamos igual que con Franco». Me quedé de piedra. «O yo no me he explicado bien o tú no me has entendido», le repliqué. «No estamos igual que con Franco. Para empezar, bajo el franquismo no se habría celebrado este acto, y ni tú ni yo podríamos decir públicamente nada de lo que estamos diciendo».
Tengo comprobado que hay lectores míos, ocasionales o reincidentes –unos de izquierda radical, otros nacionalistas vascos, varios ambas cosas–, a los que incomoda mi tendencia a dudar y matizar o, como ellos dicen, mi insuficiente contundencia.
Es algo que me viene de lejos, pero se me ha acentuado con los años. En realidad no es falta de contundencia, sino una contundencia de otro tipo.
Llegué hace tiempo al convencimiento de que una de las preguntas más subversivas –más subversivas de verdad, en la trastienda del pensamiento– es: «¿Y por qué no?». Lo que se traduce en muchas subpreguntas: «¿Y si no fuera así?», «¿Y si estuvieras equivocado?», «¿Y si el de enfrente tuviera razón o, al menos, parte de razón?»
La preguntita de marras puede perseguirte también
en tu vida laboral, y hasta en la sentimental. «¿Acierto estando aquí? ¿Y, si no estás a gusto, por qué no te vas?»
El principio es la lucha contra la rutina mental. Contra el conservadurismo en todas sus vertientes, incluidas las políticas. También contra el conservadurismo de izquierdas, que se conforma con etiquetarlo todo.
Nada importante se puede resolver realmente en dos patadas.
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Broma aparte.– Algo que sí parece que cabe resolver en dos patadas son los partidos del club de fútbol de mi pueblo, la Real Sociedad. Cuando el pasado domingo oí que había perdido 0-2 con el Castellón, equipo del que no sabía ni que existiera, comenté: «La Real no se conforma con estar en Segunda División. Quiere bajar a Tercera.»